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Tras un momento el hombre se apartó hacia la izquierda, igual que la sombra. Tuve la sensación de que don Juan y don Genaro habían llamado a ambos.

Hubo un corto intervalo de quietud. Yo no veía a don Juan ni a don Genaro; no estaban ya sentados en las puntas de la media luna. De pronto oí el sonido de dos guijarros que golpeaban el sólido suelo de roca donde nos hallábamos, y en un destello el área frente a nosotros se iluminó como si alguien hubiera encendido una luz amarillenta. Vimos una bestia voraz, un gigantesco lobo o coyote de aspecto repugnante.,Cubría su cuerpo una secreción blanca, como sudor o saliva. Su pelambre era áspera y húmeda. Gruñía con una furia ciega que me produjo escalofríos. Su quijada temblaba, lanzando goterones de baba. Rascaba el suelo como un perro rabioso que tratara de librarse de una cadena. Luego se paró sobre las patas traseras y agitó con furia las delanteras y las quijadas. Toda su ferocidad parecía concentrada en romper alguna barrera frente a nosotros.

Me percaté de que el miedo hacia aquel animal enloquecido era diferente del que me habían producido las dos apariciones anteriores. Mi temor de la bestia era repulsión y horror físicos. Seguí mirando, en completa impotencia, su rabia. De pronto pareció perder su salvajismo y se alejó trotando.

Oí entonces que algo más venía hacia nosotros, o acaso lo sentí; de un momento a otro apareció la forma de un felino colosal. Lo primero que vi fueron sus ojos en la oscuridad; eran enormes y fijos como dos charcos dé agua que reflejaran la luz. Resoplaba y gruñía suavemente. Exhalaba aire y se paseaba frente a nosotros sin quitarnos la vista de encima. No tenía el mismo brillo eléctrico que el coyote; yo no podía distinguir claramente sus facciones, y sin embargo su presencia era infinitamente más ominosa que la de la otra bestia. Parecía reunir fuerzas; sentí que, en su audacia, traspasaría sus límites. Pablito debe de haber tenido un sentimiento similar, pues me susurró que agachara la cabeza y me tendiera en el suelo. Un segundo después, el felino atacó. Corrió en nuestra dirección y luego saltó con las garras extendidas. Cerré los ojos y escondí la cabeza entre los brazos, contra el suelo. Sentí que la bestia había rasgado la línea protectora que don Genaro dibujara alrededor nuestro, y que se hallaba encima de nosotros. Su peso me aplastaba; la piel de su vientre frotaba mi cuello. Parecía que sus patas delanteras estaban atrapadas en algo; forcejeaba por liberarse. Sentí sus sacudidas y oí su diabólico resoplar. Supe entonces que me hallaba perdido. Tuve un vago sentido de elección racional y quise resignarme con calma a la suerte de morir allí, pero temía el dolor físico de la muerte bajo tan atroces circunstancias. Entonces, una fuerza extraña brotó de mi cuerpo; fue como si mi cuerpo rehusara morir y reuniera toda su energía en un solo punto, mi brazo izquierdo. Sentí que un empellón indomable lo atravesaba. Algo incontrolable tomaba posesión de mi cuerpo, algo que me forzaba a empujar el peso maligno de la bestia y quitárnoslo de encima. Pablito pareció haber reaccionado en la misma forma, y ambos nos pusimos de pie al mismo tiempo; fue tanta la energía creada por ambos, que la bestia salió disparada como un muñeco de trapo.

El esfuerzo había sido supremo. Me derrumbé en el suelo, jadeante. Los músculos de mi estómago estaban tan tensos que me impedían respirar. No prestaba atención a lo que Pablito hacía. Finalmente noté que don Juan y don Genaro me ayudaban a sentarme. Vi a Pablito tirado bocabajo con los brazos extendidos. Parecía desmayado. Después de haber hecho que me sentara, don Juan y don Genaro ayudaron a Pablito. Ambos le frotaron el estómago y la espalda. Lo hicieron poner de pie y tras un rato pudo sentarse por sí mismo.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento en los extremos de la media luna, y luego empezaron a moverse frente a nosotros como si entre los dos puntos existiera un barandal, el cual usaban para cambiar sus posiciones de un lado a otro. Sus movimientos me mareaban. Por fin se detuvieron junto a Pablito y empezaron a susurrarle al oído. Tras un momento, los tres se incorporaron al unísono y fueron hasta el filo del risco. Don Genaro alzó a Pablito como si éste fuera un niño. El cuerpo de Pablito estaba tieso como una tabla; don Juan lo asió por los tobillos. Le dio vueltas, al parecer para ganar fuerza e impulso, y finalmente soltó sus piernas y arrojó el cuerpo sobre el abismo, desde el borde del risco.

Vi el cuerpo de Pablito contra el oscuro cielo occidental. Describía círculos, igual que el cuerpo de don Juan había hecho días antes; los círculos eran lentos. Pablito parecía ganar altura en vez de caer. Luego el giro se aceleró; el cuerpo de Pablito dio vueltas como un disco y en el momento siguiente se desintegró. Percibí que se había desvanecido en el aire.

Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado, se acuclillaron y empezaron a susurrarme en los oídos. Cada uno decía algo diferente, pero yo no tenía dificultad en seguir sus órdenes. Era como si me hubiese "partido" en el instante en que pronunciaron las primeras palabras. Sentí que me hacían lo que habían hecho con Pablito. Don Genaro me hizo girar y luego tuve la sensación totalmente consciente de dar vueltas o flotar durante un momento. Luego caía por los aires, me desplomaba hacia el suelo a una velocidad tremenda. Sentí que mis ropas se desgarraban, que mi carne se desprendía, y finalmente sólo quedaba mi cabeza. Tuve claramente la sensación de que, al desmembrarse mi cuerpo, perdía el peso superfluo, y así la caída perdió impulso y mi velocidad amainó. El descenso ya no era un vértigo. Empecé a oscilar en el aire como una hoja. Luego mi cabeza fue despojada de su peso y todo cuanto quedaba de "mí" era un centímetro cúbico, una pepita, un diminuto residuo como guijarro. Todo mi sentir se concentraba allí; luego la pepita pareció reventar y fui un millar de trozos. Supe, o algo en alguna parte supo, que yo tenía conciencia de los mil trozos a la vez. Yo era la conciencia misma.

Luego, alguna parte de esa conciencia empezó a agitarse; se alzó, creció. Adquiría localización, y poco a poco recobré el sentido de los límites, el entendimiento o lo que fuera, y de pronto el "yo" que conocía y me era familiar brotó a una espectacular visión de todas las combinaciones imaginables de escenas "hermosas"; era como si mirara miles de imágenes del mundo, de la gente, de las cosas.

Después, las escenas se emborronaron. Tuve la sensación de que pasaban frente a mis ojos a velocidad creciente, hasta que ya no me era posible examinar ninguna por separado. Finalmente, fue como si presenciara la organización del mundo rodando frente a mis ojos en una cadena continua sin fin.

De repente me hallé parado en el risco con don Juan y don Genaro. Susurraron que me habían traído de vuelta, y que yo había atestiguado lo desconocido, sobre lo que nadie puede hablar. Dijeron que me lanzarían allí una vez más, y que yo debía desplegar las alas de mi percepción y tocar al tonal y al nagual al mismo tiempo, sin la conciencia de oscilar entre uno y otro.

Experimenté nuevamente las sensaciones de ser arrojado, girar, y caer á tremenda velocidad. Luego estallé. Me desintegré. Algo cedió en mí; soltó algo que yo había retenido toda mi vida. Me di perfecta cuenta entonces de que mi reserva secreta había sido perforada y se vertía sin restricciones. Ya no había la dulce unidad que llamo "yo". No había nada y sin embargo esa nada estaba llena. No era luz ni oscuridad, calor ni frío, agradable ni desagradable. Yo no me movía ni flotaba ni me hallaba estacionario; tampoco era una unidad, un yo mismo, como estoy acostumbrado a serlo. Yo era una miríada de yo mismo y todos eran "yo", una colonia de unidades independientes que tenían una alianza especial entre sí e inevitablemente se unirían para integrar una sola conciencia, mi conciencia humana. No era que yo "supiese" sin duda alguna, porque no había nada con lo que hubiera podido "saber", pero todos mis yo mismos "sabían" que el "yo" de mi mundo familiar era una colonia, un conglomerado de sentimientos separados e independientes que poseían una inflexible solidaridad mutua. La solidaridad inflexible de mis incontables conciencias, la alianza mutua de esas partes, era mi fuerza vital.

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