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– ¿Pero qué siente?

– No puedo decirlo, no porque sea asunto personal, sino porque no hay manera de describirlo.

– Ándele -lo animé-. No hay nada que uno no pueda explicar o elucidar con palabras. Creo que, aunque no sea posible describir algo directamente, uno puede aludir, andarse por las ramas.

Don Juan rió. Su risa era amistosa y amable. Y sin embargo, había en ella un toque de burla y de travesura.

– Tengo que cambiar el tema -dijo-. Baste decir que el nagual estaba apuntándote a ti esta mañana. Lo que hizo Genaro fue una mezcla entre tú y él. Su nagual se templaba con tu tonal.

Insistí en sondearlo y pregunté:

Guando usted le enseña el nagual a Pablito, ¿qué cosa siente?

– No puedo explicarlo -dijo con voz suave-. Y no porque no quiera; sencillamente, no puedo. Mi tonal se para allí.

No quise presionarlo más. Permanecimos un rato en silencio; luego, él empezó a hablar de nuevo.

– Digamos que un guerrero aprende a entonar su voluntad, a dirigirla a un punto directo, a enfocarla donde quiere. Es como si su voluntad, que sale de la parte media de su cuerpo, fuera una sola fibra luminosa, una fibra que él puede dirigir a cualquier sitio concebible. Esa fibra es el camino al nagual. O también yo podría decir que el guerrero se hunde en el nagual a través de esa sola fibra.

"Una vez que se ha hundido, la expresión del nagual es asunto de su temperamento personal. Si el guerrero es chistoso, el nagual es chistoso. Si el guerrero es espantoso, el nagual es espantoso. Si el guerrero es perverso, el nagual es perverso.

"Genaro siempre me hace reír porque es uno de los seres más divertidos que hay. Nunca sé con qué va a salir. Eso, para mí, es la esencia última de la brujería. Genaro es un guerrero tan fluido que el más leve enfoque de su voluntad hace que su nagual actúe en formas increíbles."

– ¿Observó usted mismo lo qué don Genaro hacia en los árboles? -pregunté.

– No. Nada más supe, porque vi, que el nagual estaba en los árboles. El resto del espectáculo era para ti solo.

– ¿O sea, don Juan, que, como la vez que usted me empujó y fui a dar al mercado, usted no estaba conmigo?

– Fue algo así. Cuando uno se encuentra cara a cara con el nagual, uno siempre tiene que estar solo, Yo nada más andaba por ahí para proteger a tu tonal. Ése es mi cargo.

Don Juan dijo que mi tonal casi estalló en pedazos cuando don Genaro descendió del árbol; no tanto por alguna cualidad de riesgo inherente al nagual, sino porque mi tonal se entregó al desconcierto. Dijo que uno de los propósitos de la preparación del guerrero era cortar el desconcierto del tonal, hasta que el guerrero fuese lo bastante fluido para admitirlo todo sin admitir nada.

Cuando describí los saltos de don Genaro al subir al árbol y al bajar de él, don Juan dijo que el grito del guerrero era uno de los asuntos más importantes de la brujería, y que don Genaro era capaz de enfocarse en su grito, usándolo como vehículo.

Tienes razón -dijo-. A Genaro lo jalaron en parte su grito y en parte el árbol. En eso sí viste bien. Esa fue una verdadera vista del nagual. La voluntad de Genaro estaba enfocada en su grito, y su carácter personal hizo que el árbol jalara al nagual. Las líneas iban en ambos sentidos, de Genaro al árbol y del árbol a Genaro.

"Lo que debiste ver cuando Genaro saltó del árbol era que estaba enfocando un sitio enfrente de ti y luego el árbol lo empujó. Pero sólo parecía un empujón; en esencia era más bien como si el árbol lo soltara. El árbol soltó al nagual y el nagual regresó al mundo del tonal en el sitio que Genaro enfocaba.

"La segunda vez que Genaro bajó del árbol, tu tonal no estaba tan desconcertado; no te entregabas tan duro y por eso no te agotaste tanto como la primera vez."

A eso de las cuatro de la tarde, don Juan detuvo la conversación.

– Vamos a volver a los eucaliptos -dijo-. El nagual nos espera allí.

– ¿No corremos el riesgo de que nos vea la gente? -pregunté.

– No. El nagual mantendrá todo suspendido -respondió.

EL SUSURRO DEL NAGUAL

Cuando nos acercamos a los eucaliptos vi a don Genaro sentado en un tronco. Sonriente, agitó la mano. Fuimos hasta él.

Había en los árboles una bandada de cuervos. Graznaban como asustados. Don Genaro dijo que permaneciéramos quietos y en silencio hasta que los cuervos se calmaran.

Don Juan reclinó la espalda contra un árbol y me indicó otro que estaba cerca, a su izquierda. Ambos dábamos la cara a don Genaro, que estaba a tres o cuatro metros de nosotros.

Con un sutil movimiento de los ojos, don Juan me indicó reacomodar mis pies. Se erguía de pie, con firmeza, los pies ligeramente separados, y sólo la parte superior de sus omoplatos, y el centro de su nuca, tocaban el tronco. Los brazos le pendían a los lados.

Estuvimos así tal vez una hora. Yo los vigilaba detenidamente, sobre todo a don Juan. En determinado momento se dejó resbalar suavemente por el tronco y tomó asiento, manteniendo aún las mismas áreas de su cuerpo en contacto con el árbol… Sus rodillas quedaron alzadas, y descansó en ellas los brazos. Imité sus movimientos. Tenía las piernas sumamente fatigadas, y el cambio de postura me confortó.

Los cuervos cesaron poco a poco de graznar, hasta que no hubo un sonido en el campo. El silencio me turbaba más que el ruido de los cuervos.

Don Juan me habló en voz baja. Dijo que el crepúsculo era mi mejor hora. Miró el cielo. Pasarían de las seis. El día fue nublado y yo no había tenido manera de comprobar la posición del sol. Oí a lo lejos alboroto de gansos y quizá pavos. Pero en el campo de los eucaliptos no había rumor alguno. Desde un largo rato atrás, no se escuchaban pájaros ni insectos grandes.

Los cuerpos de don Juan y don Genaro habían guardado una inmovilidad perfecta, hasta donde yo podía juzgar, excepto en los instantes en que, para descansar, desplazaban su centro de gravedad.

Cuando don Juan y yo estábamos sentados en el suelo, don Genaro hizo un movimiento súbito. Alzó los pies y se puso en cuclillas sobre el tronco. Luego giró cuarenta y cinco grados, y me hallé mirando su perfil izquierdo: Busqué en don Juan una indicación. Él echó hacia adelante la barbilla; era una orden de mirar a don Genaro.

Una agitación monstruosa me invadió. Era incapaz de contenerme. Mis intestinos se soltaban. Pude sentir en lo absoluto lo que Pablito debe de haber sentido al ver el sombrero de don Juan. Experimentaba tal tumulto intestinal que me fue necesario correr a los arbustos. Oí a los viejos aullar de risa.

No me atreví a regresar con ellos. Titubeé un rato; pensé que mi repentina explosión habría roto el hechizo. No tuve que meditar mucho tiempo; don Juan y don Genaro vinieron a donde me hallaba. Me flanquearon y fuimos a otro campo. Nos detuvimos en su centro mismo, y recordé que estuvimos allí en la mañana.

Don Juan me habló. Me dijo que fuera fluido y silencioso y detuviera mi diálogo interno. Yo escuché con atención. Don Genaro debe haber advertido que toda mi concentración se enfocaba en las admoniciones de don Juan, y aprovechó ese momento para repetir lo que hizo en la mañana; de nuevo soltó su grito enloquecedor. Me pescó de sorpresa, pero no desprevenido. Casi inmediatamente recuperé mi equilibrio por medio de la respiración. El choque fue aterrador, pero no tuvo un efecto prolongado, y pude seguir con la vista los movimientos de don Genaro. Lo miré saltar a una rama baja. Al seguir su curso en una distancia de más o menos veinticinco metros, mis ojos experimentaron una extravagante distorsión. No era que saltara por medio de la acción elástica de sus músculos; más bien se deslizaba por el aire, catapultado en parte por su formidable alarido, y jalado por unas vagas líneas emanadas del árbol. Era como si el árbol lo chupara a través de esas líneas.

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