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"Genaro y yo tenemos que actuar igual que tú; dentro de ciertos límites. El poder dispone esos límites y un guerrero es, digamos, un prisionero del poder; un prisionero que puede hacer una decisión: la decisión de actuar como un guerrero impecable, o actuar como un asno. A fin de cuentas, quizás el guerrero no sea un prisionero sino un esclavo del poder, porque la decisión ya no es una decisión para él. Genaro no puede actuar en ninguna otra forma más que impecablemente. Actuar como un asno lo agota ría y lo llevaría a la tumba.

"La razón por la que tienes miedo de Genaro, es porque él debe usar la avenida del susto para encoger tu tonal. Tu cuerpo sabe eso, aunque tal vez tu razón lo ignore, y por esto tu cuerpo quiere salir corriendo cada vez que Genaro anda cerca."

Mencioné que tenía curiosidad por saber si don Genaro se proponía deliberadamente asustarme. Don Juan dijo que el nagual hacía cosas extrañas, cosas que no podían preverse. Puso como ejemplo lo que había ocurrido entre nosotros esa mañana, cuando él me impidió voltear a la izquierda para mirar a don Genaro en el árbol. Dijo que se dio cuenta de lo que su nagual había hecho, aunque no tenía manera de saberlo por adelantado. Su explicación del asunto fue que mi súbito movimiento hacia la izquierda era un paso en dirección de mi muerte, un acto suicida que mi tonal realizaba a propósito. Ese movimiento agitó el nagual de don Juan, con el resultado de que una parte suya cayó encima de mí.

Hice un gesto involuntario de perplejidad.

– Tu razón te está diciendo otra vez que eres inmortal -dijo.

– ¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?

– Un ser inmortal tiene todo el tiempo del mundo para dudas y desconciertos y temores. Un guerrero, en cambio, no puede aferrarse a los significados que se hacen bajo las órdenes del tonal, porque el guerrero sabe con certeza que la totalidad de sí mismo tiene sólo un poquito de tiempo sobre esta tierra.

Quise presentar un argumento serio. Mis temores, mis dudas, mi desconcierto, no se daban en un nivel consciente y, por mucho que intentara controlarlos, me sentía desamparado cada vez que me enfrentaba con don Juan y don Genaro.

– Un guerrero no puede sentirse desamparado -dijo él-. Ni desconcertado ni asustado, bajo ninguna circunstancia. Para un guerrero, sólo hay tiempo para su impecabilidad; todo lo demás agota su poder, la impecabilidad lo renueva.

– Volvamos a mi vieja pregunta, don Juan. ¿Qué es la impecabilidad?

– Sí, volvemos a tu vieja pregunta y por supuesto volvemos a mi vieja respuesta: "La impecabilidad es hacer lo mejor que puedas en lo que fuese."

– Pero, don Juan, yo me refiero a que siempre tengo la impresión de estar haciendo lo mejor que puedo, cuando por lo visto no lo hago.

– No es tan complicado como lo haces parecer. La clave de todos estos asuntos de impecabilidad es el sentido de tener o no tener tiempo. Por regla general, cuando te sientes y actúas como un ser inmortal que tiene todo el tiempo del mundo, no eres impecable; en esos momentos debes volverte, mirar alrededor tuyo, y entonces te darás cuenta de que tu sentimiento de tener tiempo es una idiotez. ¡No hay sobrevivientes en esta tierra!

LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN

Don Juan y yo pasamos todo el día en las montañas. Salimos al amanecer. Me llevó a cuatro sitios de poder, y en cada uno de ellos me dio instrucciones específicas sobre cómo proceder al cumplimiento de la tarea particular que años antes me había bosquejado como situación de por vida. Regresamos al atardecer. Después de comer, don Juan dejó la casa de don Genaro. Me dijo que esperara a Pablito, el cual llevaría combustible para la lámpara, y que hablara con él.

Me puse a trabajar en mis notas y, absorto, no oí llegar a Pablito sino hasta tenerlo a mi lado. Él comentó que había estado practicando el "paso de poder", y que debido a eso yo no hubiera podido oírlo de ningún modo, á menos que fuera capaz de "ver".

Pablito siempre me había simpatizado. Sin embargo, aunque éramos buenos amigos, las oportunidades de charlar a solas con él habían sido escasas. Pablito me parecía una persona sumamente encantadora. Su nombre, por supuesto, era Pablo, pero el diminutivo le sentaba mejor. Era pequeño de huesos, pero duro. Como don Genaro, era magro de carnes, insospechadamente musculoso y fuerte. Andaría quizá pisando los treinta años, pero parecía tener dieciocho. Era moreno y de estatura media. Tenía ojos cafés, claros y brillantes, y -de nuevo como don Genaro- una sonrisa cautivante, con cierto toque de malicia.

Le pregunté por su amigo Néstor, el otro aprendiz de don Genaro. Anteriormente siempre los había visto juntos, y me daban la impresión de tener una excelente relación mutua; sin embargo, eran opuestos en apariencia física y en carácter. Mientras Pablito era jovial y franco, Néstor era sombrío y reservado. También era más alto, más pesado, más moreno y mucho mayor.

Pablito dijo que Néstor se había involucrado finalmente en su trabajo con don Genaro, y que se había vuelto una persona totalmente distinta desde la última vez que lo vi. No quiso detallar el trabajo de Néstor ni su cambio de personalidad, y cambió abruptamente el tema.

– Entiendo que el nagual te anda pisando los talones -dijo.

Me sorprendió que lo supiera y le pregunté cómo lo averiguó.

– Genaro me cuenta todo -repuso.

Noté que no hablaba de don Genaro con el formalismo que yo usaba. Simplemente le decía Genaro, en tono familiar. Dijo que don Genaro era como su hermano, y que entre ambos existía una confianza de verdaderos parientes. Profesó abiertamente su gran cariño por don Genaro. Su sencillez y su candor me conmovieron en lo profundo. Hablándome, me di cuenta de la gran semejanza de temperamento entre don Juan y yo; debido a ella, nuestra relación era formal y estricta en comparación con la de don Genaro y Pablito.

Pregunté a Pablito por qué tenía miedo de don Juan. Hubo un titubeo en su mirada. Era como si la sola idea de don Juan lo hiciera retraerse. No respondió. Parecía evaluarme en alguna forma misteriosa.

– ¿A poco tú no le tienes miedo? -preguntó.

Le dije que tenía miedo de don Genaro, y rió como si hubiera esperado oír todo menos eso. Dijo que la diferencia entre don Juan y don Genaro era como la diferencia entre el día y la noche. Don Genaro era el día; don Juan era la noche y, como tal, el ser más atemorizante del mundo. De la descripción de su temor hacia don Juan, Pablito pasó a comentar su propia condición como aprendiz.

– Estoy que me lleva la chingada -dijo-. Si vieras lo que hay en mi casa, te darías cuenta de que sé demasiado para ser un hombre común, pero si me vieras con el nagual, te darías cuenta de que no sé lo suficiente.

Rápidamente cambió el tema y rió de que yo tomara notas. Dijo que don Genaro los había divertido horas enteras imitándome. Añadió que don Genaro me quería mucho, con todo y mis rarezas, y que se declaraba encantado de que yo fuera su "protegido".

Era la primera vez que yo escuchaba ese término. Guardaba coherencia con otro que don Juan introdujo en el comienzo de nuestra asociación. Me había dicho que yo era su "escogido".

Pregunté a Pablito por sus encuentros con el nagual y me contó el primero de ellos. Dijo que cierta vez don Juan le dio una canasta, que él consideró un regalo de buena voluntad. La puso en un gancho sobre la puerta de su cuarto, y como en ese momento no podía hallarle ningún uso, la olvidó todo el día. Pensaba, dijo, que la canasta era un regalo de poder y debía utilizarse para algo muy especial.

Al anochecer -ésa era, también para él, la hora mortífera-, Pablito fue a su cuarto por su chamarra. Estaba solo en la casa y se disponía a ir de visita. La habitación se hallaba a oscuras. Tomó la chamarra y, cuando estaba por llegar a la puerta, la canasta cayó frente a él y rodó cerca de sus pies. Pablito rió de su propio sobresalto al ver que sólo había sido la canasta, caída del gancho. Se inclinó para recogerla y se llevó el susto de su vida. La canasta saltó fuera de su alcance y empezó a sacudirse y a rechinar, como si alguien la aplastara y la torciera. Pablito dijo que de la cocina entraba luz suficiente para discernir con claridad cuanto había en el cuarto. Por un momento se quedó mirando la canasta, aunque sentía que no debía Hacerlo. La canasta empezó a convulsionarse en medio de una ardua respiración, pesada y rasposa. Al narrar su experiencia, Pablito aseveró que vio y oyó respirar a la canasta; que estaba viva y lo persiguió por el aposento, cortándole la salida. Dijo que luego la canasta empezó a hincharse; las tiras de carrizo se destramaron para formar una pelota gigantesca, como un amaranto seco que rodara hacia él. Cayó de espaldas en el piso y la bola empezó a reptar por sus pies. Pablito dijo que para entonces se hallaba fuera de quicio y gritaba como histérico. La bola lo tenía atrapado y se movía sobre sus piernas como alfileres que lo atravesaran. Trató de apartarla y entonces vio que la bola era el rostro de don Juan, con la boca abierta para devorarlo. Incapaz de soportar más tiempo el terror, perdió el conocimiento.

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