En forma muy franca y abierta, Pablito me relató una serie de encuentros aterradores que él y otros miembros de su familia habían tenido con el nagual. Pasamos horas hablando. El brete en el cual se hallaba parecía ser muy similar al mío, pero Pablito poseía sin duda mayor sensibilidad para conducirse dentro del marco de referencia proporcionado por la brujería.
En determinado momento se levantó y dijo que sentía venir a don Juan y no deseaba que lo hallara allí. Se marchó con rapidez increíble. Fue como si algo lo jalara sacándolo del cuarto. Me dejó con el adiós en la boca.
Don Juan y don Genaro no tardaron en volver. Reían.
– Pablito corría por el camino como alma que lleva el diablo -dijo don Juan-. ¿Pero qué tendrá?
– Yo creo que se asustó de ver a Carlitos gastarse los dedos hasta el hueso -dijo don Genaro, burlándose de mi escritura.
Se me acercó.
– ¡Oye! Tengo una idea -dijo, casi en un susurro-. Ya que tanto te gusta escribir, ¿por qué no aprendes a escribir sin lápiz, con el puro dedo? Eso sería lo mejor.
Don Juan y don Genaro tomaron asiento junto a mí y especularon, entre risas, sobre la posibilidad de escribir con el dedo. Don Juan, en tono serio, hizo un comentario extraño. Dijo:
– No hay duda de que podría escribir con el dedo, ¿pero sería capaz de leerlo?
Don Genaro se dobló de risa y repuso:
– Estoy seguro de que puede leer cualquier cosa.
Luego empezó a narrar una historia muy desconcertante acerca de un patán campesino que se convirtió en funcionario de importancia durante una época de trastornos políticos. Don Genaro dijo que el héroe de su cuento fue nombrado ministro, o gobernador, quizás incluso presidente, porque no había modo de saber lo que la gente haría en su locura. A causa de este nombramiento, llegó a creer que en verdad era importante y aprendió a actuar en consecuencia.
Don Genaro hizo una pausa y me examinó con el aire de un cómico sobreactuado. Me guiñó los ojos y movió las cejas de arriba a abajo. Dijo que el héroe de la historia era muy bueno en las apariciones públicas y podía improvisar discursos sin la menor dificultad, pero su posición requería que leyera sus discursos y el hombre era analfabeto. De modo que usó el ingenio para salvar las apariencias. Tenía una hoja de papel con algo escrito, y la blandía cada vez que pronunciaba un discurso. Así, su eficiencia y sus otras cualidades eran innegables para todos los campesinos. Pero cierto día, un fuereño con alguna preparación llegó por allí y advirtió que, al leer su discurso, el héroe sostenía la hoja al revés. Se echó a reír y señaló el engaño a todo el mundo.
Don Genaro hizo una nueva pausa; me miró, achicando los ojos, y preguntó:
– ¿Crees que el héroe quedó atrapado? Ni modo. Miró a la gente con toda calma y dijo: "¿Al revés? Eso no le hace al que sabe leer." Y los campesinos estuvieron de acuerdo.
Don Juan y don Genaro estallaron en carcajadas. Don Genaro me dio suaves palmadas en la espalda. Era como si yo fuese el héroe del cuento. Me sentí apenado y reí con nerviosismo. Pensé que acaso la historia tenía algún sentido oculto, pero no me atreví a preguntar.
Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose, susurró en mi oído derecho:
– ¿No te parece chistoso?
Don Genaro se inclinó también hacia mí y susurró en mi oído izquierdo:
– ¿Qué cosa dijo?
Tuve una reacción automática a ambas preguntas y realicé una síntesis involuntaria.
– Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso? -dije.
Obviamente advertían el efecto de sus maniobras; ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de costumbre, don Genaro exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre.
Don Juan se agarraba los costados. Reía muy duro y al parecer le dolía el estómago.
Tras un rato, ambos volvieron a hablarme al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas.
Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior, me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía todo en forma directa. Es decir, yo "conocía" las cosas. No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en contacto con una sensación suave, esponjosa, elástica, exterior a mí y sin embargo parte mía, "supe" que era un árbol. Lo percibí por su olor. No olía como ningún árbol específico que yo recordara, pero algo en mí "sabía" que ese olor peculiar era la "esencia" del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba mi conocimiento, ni barajaba datos. Simplemente sabía que había algo en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable, apremiante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un indefinido algo más, que yo "sabía" que era un árbol. Sentí que al "saber" en esa forma calaba yo su esencia. No me repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo lo abarcaba. Había entre nosotros un lazo que no era exquisito ni desagradable.
La siguiente sensación que pude recordar con claridad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser vibraba. Era como si me atravesaran cargas de electricidad. No dolían. Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo de categorizarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté de discernir la infinitud de percepciones directas que experimentaba, perdí toda capacidad de diferenciarlas.
Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo. Pensaba. La transición fue tan abrupta que creí haber despertado. Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío. Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos. Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna visión. Sin embargo, mis procesos mentales no sólo funcionaban intactos, sino con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi estado onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme.
Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar un sentimiento de pavor y maravilla. No concebía de qué pudiera estar hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres de presión volvían en el acto a su posición original.
Quise incorporarme y me vi poseído por una grotesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo; de hecho, no parecía pertenecerme. Se hallaba inerte; yo no tenía conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estómago, rodé hasta quedar de costado. El impulso del balanceo casi me hizo dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas, extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimentaba una escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole. Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono amarillo más oscuro, y un número interminable de protuberancias que colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo increíble era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes. También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo, que descubrí al mover la cabeza de lado a lado.