Entonces algo más atrajo mi atención: un sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza, un sol tibio -a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de frente- que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme.
Antes de que pudiese ponderar todas estas visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi cabeza oscilaba hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda, riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro estaba cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me levantó y me llevó hasta sus hombros como si fuera yo un muñeco. Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda. Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal. Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de sus pies dejaba en él.
Me colocó bocabajo frente a una estructura, una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño. Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer, ajusté mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron.
La muchacha gigante se sentó junto a mí haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura, decía que yo iba a vivir allí.
Mi habilidad de observador parecía aumentar conforme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté que el edificio tenía cuatro exquisitas columnas no funcionales. No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían tenderse hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque de éxtasis estético.
Las columnas parecían hechas de una pieza; yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de enfrente estaban unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé, podía ser un barandal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada.
La muchacha gigante me deslizó bocarriba al interior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de agujeros simétricos que dejaban pasar el resplandor amarillento del sol, creando intrincados diseños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mostraban a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura era cuadrada, Y más allá de su punzante belleza, incomprensible para mí.
Mi exaltación era en ese momento tan intensa que quise llorar, o quedarme allí para siempre. Pero alguna fuerza o tensión, o algo indefinible, empezó a jalarme. De pronto me hallé fuera de la estructura; aún yacía bocarriba. La muchacha gigante seguía allí, pero con ella había otro ser, una mujer tan grande que casi llegaba al cielo y eclipsaba el sol. Comparada con ella, la muchacha era sólo una niñita. La mujer estaba enojada; asió la estructura por una de sus columnas, la alzó, la volteó al revés y la puso en el suelo. ¡Era una silla!
Esa realización fue como un catalizador; dio rienda suelta a percepciones avasalladoras. Atravesé una serie de imágenes que, pese a su inconexión, podían ordenarse en una secuencia. En destellos sucesivos vi o supe que el suelo magnífico e incomprensible era una estera de paja; el cielo amarillo, era el techo estucado de una habitación; el gol, un foco eléctrico; la estructura que tanto me extasió, una silla puesta de cabeza por una niña que jugaba a la casita.
Tuve aún otra visión coherente y secuencial de una misteriosa estructura arquitectónica de proporciones monumentales. Se erguía aislada. Casi parecía la concha puntiaguda de un caracol parado de cabeza. Las paredes constaban de placas cóncavas y convexas de algún extraño material violeta; cada placa tenía surcos que parecían más funcionales que ornamentales.
Examiné la estructura meticulosa y detalladamente, y hallé que, como la anterior, era incomprensible por completo. Esperaba ajustar de pronto mi percepción para captar la "verdadera" naturaleza de la estructura. Pero no ocurrió nada por el estilo. Experimenté luego un conglomerado de "tomas de conciencia" o "hallazgos", ajenos e inextricables, acerca del edificio y su función; no tenían sentido, pues yo carecía de un marco de referencia donde colocarlos.
De un momento a otro recobré mi conciencia normal. Don Juan y don Genaro estaban junto a mí. Me hallaba cansado. Buqué mi reloj; había desaparecido. Don Juan -y don Genaro soltaron risitas unísonas.
Don Juan dijo que no me preocupara por el tiempo y que me concentrara en seguir ciertas recomendaciones que don Genaro me había hecho.
Miré a don Genaro y él hizo un chiste. La recomendación más importante, dijo, era que aprendiese a escribir con el dedo, para ahorrar lápices y para presumir.
Bromearon un rato más acerca de mis notas y luego me quedé dormido.
Don Juan y don Genaro escucharon el detallado recuento de mi experiencia, que a petición de don Juan hice al despertar al día siguiente.
– Genaro cree que ya tuviste suficiente por el momento -dijo don Juan cuando hube terminado.
Don Genaro asintió con la cabeza.
– ¿Qué significa lo que experimenté anoche? -inquirí.
– Le echaste un vistazo al asunto más importante de la brujería -dijo don Juan-. Anoche te asomaste a la totalidad de ti mismo. Pero éstas palabras, desde luego, no tienen sentido para ti en este momento. Por lo que queda dicho, ya sabes que llegar a la totalidad de uno mismo no es cosa de que uno quiera aceptar, o de que uno esté dispuesto a aprender. Genaro piensa que tu cuerpo necesita tiempo para que el susurro del nagual te penetre.
Don Genaro volvió a asentir.
– Bastante tiempo -dijo, meneando la cabeza de arriba a abajo-. Unos veinte o treinta años.
No supe cómo reaccionar. Miré a don Juan en busca de una guía. Ambos tenían expresiones serias.
– ¿De veras me faltan veinte o treinta años? -pregunté.
– ¡Claro que no! -gritó don Genaro, y ambos soltaron la risa.
Don Juan me dijo que volviera cuando mi voz interna así lo indicase, y que mientras tanto intentara ordenar todas las sugerencias que me hicieron cuando estaba partido.
– ¿Cómo lo hago? -pregunté.
– Cerrando tu diálogo interno y dejando que algo en ti fluya y se expanda -repuso don Juan-. Ese algo es tu percepción, pero no trates de razonar de lo que te digo. Nada más déjate guiar por el susurro del nagual.
Luego dijo que la noche anterior yo había tenido dos perspectivas intrínsecamente distintas. Una era inexplicable; la otra, perfectamente natural, y el orden en que ocurrieron indicaba una condición inmanente en todos nosotros.
– Una vista era él nagual, la otra el tonal -añadió don Genaro.
Le pedí explicar su frase. Me miró y me palmeó la espalda.
Don Juan terció para decir que las dos primeras visiones eran el nagual, y que don Genaro había elegido un árbol y el suelo como puntos de énfasis. Las otras dos eran visiones del tonal seleccionadas por él mismo; una de ellas fue mi percepción del mundo cuando niño.
– Te parecía un mundo extraño porque tu percepción todavía no había sido cortada para ajustarla al molde deseado -dijo.
– ¿Era así como yo veía realmente el mundo? -pregunté.
– Claro -dijo-. Eso fue tu memoria.
Pregunté a don Juan si el sentimiento de apreciación estética que me había extasiado era también parte de mi recuerdo.
– Entramos en esas vistas tal como somos hoy -dijo-. Veías la escena como la verías ahora. Pero el ejercicio era de percepción. Ésa era la escena de la época en que el mundo se volvió para ti lo que es ahora. Una época en que una silla se hizo una silla.