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La Gorda y yo llegamos a la ciudad de Oaxaca al anochecer. Estacioné el auto en una calle cercana y caminamos hacia el centro de la ciudad, al zócalo. Buscamos la banca en la que don Juan y don Genaro solían sentarse. No estaba ocupada. Tomamos asiento allí, en un silencio reverente. Luego, la Gorda dijo que muchas veces había estado allí con don Juan, al igual que con otras personas que no podía recordar, No estaba segura si esto se trataba solamente de algo que había soñado.

– ¿Qué hacías con don Juan en esta banca? -le pregunté.

– Nada Aquí nos sentábamos a esperar el camión, o un camión maderero que nos llevaba de aventón a las montañas -respondió.

Le dije que cuando don Juan y yo nos sentábamos allí platicábamos horas y horas.

Le conté la gran predilección que don Juan tenía por la poesía, y cómo yo solía leerle cuando no teníamos que hacer. Oía los poemas bajo la base de que sólo el primero, o en ocasiones el segundo párrafo, valía la pena de ser leído; creía que el resto sólo era un consentirse del poeta. Únicamente unos cuantos poemas, de los cientos que debí haberle leído, llegó a escuchar hasta el final. En un principio buscaba lo que a mí me agradaba; mi preferencia era la poesía abstracta, cerebral, retorcida. Después me hizo leer una y otra vez lo que a él le gustaba. En su opinión, un poema debía ser, de preferencia, compacto, corto. Y tenía que estar compuesto de imágenes punzantes y precisas, de gran sencillez.

A la caída de la tarde, sentados en esa banca de Oaxaca, un poema de César Vallejo siempre recapitulaba para él un especial sentimiento de añoranza. Se lo recité de memoria a la Gorda, no tanto en su beneficio como en el mío.

QUE ESTARÁ HACIENDO ESTA HORA MI ANDINA Y DULCE

Rita

de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita

la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita

planchaban en las tardes blancuras por venir,

ahora, en esta lluvia que me quita

las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus

afanes; de su andar;

de su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,

y al fin dirá temblando "Que frío hay… ¡Jesús!"

Y llorará en las tejas un pájaro salvaje.

El recuerdo que tenía de don Juan era increíblemente vívido. No se trataba de un recuerdo en el plano del sentimiento, ni tampoco en el plano de mis pensamientos conscientes. Era una clase desconocida de recuerdo, que me hizo llorar. Las lágrimas fluían de mis ojos, pero no me aliviaban en lo más mínimo.

Las últimas horas de la tarde siempre tenían un significado especial para don Juan. Yo había aceptado sus consideraciones hacia esa hora, y su convicción de que si algo de importancia me ocurría tendría que ser entonces.

La Gorda apoyó su cabeza en mi hombro. Yo puse mi cabeza sobre la suya. En esa posición nos quedamos unos momentos. Me sentí calmado; la agitación se había desvanecido de mí. Era extraño que el solo hecho de apoyar mi cabeza en la de la Gorda me proporcionara tal paz. Quería bromear y decirle que deberíamos amarrarnos las cabezas. La idea de que ella lo tomaría al pie de la letra me hizo desistir. Mi cuerpo se estremeció de risa y me di cuenta de que me hallaba dormido, pero que mis ojos estaban abiertos. De haberlo querido, habría podido ponerme en pie. No quería moverme, así es que permanecí allí, completamente despierto y sin embargo dormido. Vi que la gente caminaba frente a nosotros y nos miraba. No me importaba en lo más mínimo. Por lo general, me habría molestado que se fijaran en mí. Y de súbito, en un instante, la gente que se hallaba frente a mí se transformó en grandes burbujas de luz blanca. ¡Por primera vez en mi vida, de una manera prolongada me enfrentaba a los huevos luminosos! Don Juan me había dicho que, a los videntes, los seres humanos se aparecen como huevos luminosos. Yo había experimentado relampagueos de esa percepción, pero nunca antes había enfocado mi visión en ellos como ese día.

Las burbujas de luz eran bastante amorfas en un principio. Era como si mis ojos no se hallaran adecuadamente enfocados. Pero después, en un momento, era como si finalmente hubiese ordenado mi visión y las burbujas de luz blanca se transformaran en oblongos huevos luminosos. Eran grandes; de hecho, eran enormes, quizá de más de dos metros de altura y más de un metro de ancho, o tal vez más grandes.

En un momento me di cuenta de que los huevos ya no se movían. Vi una sólida masa de luminosidad frente a mi. Los huevos me observaban, se inclinaban peligrosamente sobre mi. Me moví deliberadamente y me senté erguido. La Gorda se hallaba profundamente dormida sobre mi hombro. Había un grupo de adolescentes en torno a nosotros. Deben haber creído que estábamos borrachos. Nos imitaban. El adolescente más atrevido estaba acariciando los senos de la Gorda. La sacudí y se despertó. Nos pusimos en pie apresuradamente y nos fuimos. Nos siguieron, vituperándonos y gritando obscenidades. La presencia de un policía en la esquina los disuadió de continuar con su hostigamiento. Caminamos en completo silencio, del zócalo hasta donde había estacionado mi auto. Ya casi había oscurecido. Repentinamente, la Gorda tomó mi brazo. Sus ojos estaban desmedidos, la boca abierta. Señaló y gritó:

– ¡Mira! ¡Mira! ¡Ahí está el nagual y Genaro!

Vi que dos hombres daban la vuelta a la esquina una larga cuadra adelante de nosotros. La Gorda se arrancó corriendo con rapidez. Corrí tras ella, preguntándole si estaba segura. Se hallaba fuera de sí. Me dijo que cuando había alzado la vista, don Juan y don Genaro la estaban mirando. En el momento en que sus ojos encontraron los de ellos, los dos se echaron a andar.

Cuando nosotros llegamos a la esquina, los dos hombres aún conservaban la misma distancia. No pude distinguir sus rasgos. Uno era fornido, como don Juan, y el otro, delgado como don Genaro. Los dos hombres dieron vuelta en otra esquina y de nuevo corrimos estrepitosamente tras ellos. La calle en la que habían volteado se hallaba desierta y conducía a las afueras de la ciudad. Se curvaba un tanto hacia la izquierda En ese momento, algo ocurrió que me hizo pensar que en realidad sí podría tratarse de don Juan y don Genaro. Fue un movimiento que hizo el hombre más pequeño. Se volvió tres cuartos de perfil hacia nosotros e inclinó su cabeza como diciéndonos que los siguiéramos, algo que don Genaro acostumbraba hacer cuando íbamos al campo. Siempre caminaba delante de mí, instándome, alentándome con un movimiento de cabeza para que yo lo alcanzara.

La Gorda empezó a gritar a todo volumen:

– ¡Nagual! ¡Genaro! ¡Espérense!

Corría adelante de mí. A su vez, ellos caminaban con gran rapidez hacia unas chozas que apenas se distinguían en la semioscuridad. Debieron entrar en alguna de ellas o enfilaron por cualquiera de las numerosas veredas; repentinamente, ya no los vimos más.

La Gorda se detuvo y vociferó sus nombres sin ninguna inhibición. Varias personas salieron a ver quién gritaba. Yo la abracé hasta que se calmó.

– Estaban exactamente enfrente de mí -aseguró, llorando-, ni siquiera a un metro de distancia. Guando grité y te dije que los vieras, en un instante ya se encontraban una cuadra más lejos.

Traté de apaciguarla. Se hallaba en un alto estado de nerviosismo. Se colgó de mí, temblando. Por alguna razón indescifrable, yo estaba absolutamente seguro de que esos hombres no eran don Juan ni don Genaro, por tanto no podía compartir la agitación de la Gorda. Me dijo que teníamos que regresar a casa, que el poder no le permitiría ir conmigo a Los Ángeles, ni siquiera a la ciudad de México. Estaba convencida de que el haberlos visto, significaba un augurio. Desaparecieron señalando hacia el este, hacia el pueblo de ella.

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