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Repetimos ese viaje incontables veces. Las primeras veces don Juan y Silvio Manuel nos auxiliaban a detener la pared de niebla, pero después la Gorda y yo nos volvimos tan expertos como la mujer nagual. Aprendimos a detener la rotación de la pared. Esto ocurrió de una forma muy natural. En mi caso, en una ocasión advertí que mi intento era la clave: un aspecto especial de mi intento, porque no se trataba de mi voluntad tal como la conozco. Era un deseo intenso que se concentraba en la parte media de mi cuerpo. Se trataba de una nerviosidad peculiar que me hacía estremecerme y que después se convertía en una fuerza que en realidad no detenía a la pared, pero que hacía que cierta parte de mi cuerpo involuntariamente se volviera noventa grados a la derecha. El resultado era que por un instante tenía dos puntos de vista. Miraba al mundo dividido en dos por la pared de niebla y al mismo tiempo contemplaba directamente un banco de vapor amarillento. Esta última visión ganaba predominancia y algo me jalaba hacia la niebla y más allá de ella.

Otra cosa que aprendimos fue a considerar ese lugar como algo real; nuestros viajes se transformaron para nosotros en algo tan concreto como una excursión a las montañas, o un viaje por mar en un bote de vela. El valle desierto con promontorios que semejaban dunas de arena, para nosotros era tan real como cualquier parte del mundo.

La Gorda y yo teníamos la sensación de que los tres pasábamos una eternidad en ese mundo que se halla entre las líneas paralelas, y sin embargo, no podíamos recordar qué era lo que realmente acontecía allí. Sólo podíamos recordar lo aterradores que eran los momentos cuando teníamos que salir de ese mundo para retornar al de la vida de todos los días. Siempre eran momentos de tremenda angustia e inseguridad.

Don Juan y todos sus guerreros siguieron nuestros empeños con gran curiosidad; solamente Eligio siempre se hallaba extrañamente ausente de todas nuestras actividades. Aunque era un guerrero insuperable, que sólo se podía comparar con los guerreros del grupo de don Juan, nunca tomó parte en nuestras luchas, ni nos auxilió de ninguna manera.

La Gorda decía que Eligio había logrado adherirse a Emilito y, así, directamente al nagual Juan Matus. Nunca fue parte de nuestro problema porque él podía trasladarse a la segunda atención en un abrir y cerrar de ojos. Para él, viajar a los confines de la segunda atención era tan fácil como sacudir los dedos.

La Gorda me hizo recordar el día en que los insólitos talentos de Eligio le permitieron descubrir que yo no era el hombre indicado para ellos, mucho antes de que cualquier otro tuviera la menor sospecha de la verdad.

Me hallaba sentado bajo una ramada atrás de la casa de Vicente cuando Emilito. y Eligio repentinamente aparecieron. Todos estaban acostumbrados a que Emilito se ausentara durante largos periodos de tiempo; cuando volvía a aparecer, todos daban, por cierto que había vuelto de un viaje. Nadie le formulaba preguntas. Él hacía una relación de sus descubrimientos primero a don Juan y después a todo aquel que quisiera escucharlo.

En ese día era como si Emilito y Eligio simplemente hubieran entrado en la casa por la puerta trasera. Emilito se hallaba tan efervescente como siempre. Eligio, en su acostumbrada condición silenciosa y sombría. Yo siempre pensé, cuando los dos se encontraban juntos, que la exquisita personalidad de Emilito abrumaba a Eligio y lo hacía aún más taciturno.

Emilito entró a la casa a buscar a don Juan y Eligio me abrazó sonriente. Fue a mi lado, puso su brazo sobre mis hombros y colocó su boca junto a mi oído para susurrarme que había roto el sello de las líneas paralelas y había entrado en algo que Emilito llamaba la gloria.

Eligio continuó explicándome ciertas cosas acerca de la gloria, que yo no pude comprender. Era como si mi mente sólo se pudiera concentrar en la periferia de ese evento. Después de explicármelo, Eligio me tomó de la mano y me hizo ponerme en pie a la mitad del patio, mirando al cielo con mi barbilla levemente alzada. Se hallaba a mi derecha, de pie junto a mí en la. mima posición. Me dijo que aflojara todos los músculos y que me dejara caer atrás, jalado por la pesadez de la tapa de mi cabeza. Algo me atrapó por detrás y me jaló hacia abajo. Había un abismo y me caí dentro de él. Súbitamente me hallaba en el valle desolado con promontorios que semejaban dunas.

Eligio me urgió a seguirlo. Me dijo que el borde de la gloria se hallaba al otro lado de las colinas. Caminé con él hasta que ya no pude moverme más. El corría delante de mí sin ningún esfuerzo, como si estuviera hecho de aire. Se detuvo en la cumbre de un gran promontorio y señaló más allá. Corrió hacia mí y me suplicó que me arrastrara hasta la cima de esa colina, que era, según dijo, el borde de la gloria. La colina se hallaba quizás a sólo treinta metros de mí, pero ya no pude moverme un centímetro más.

Trató de arrastrarme, no pudo hacerlo. Mi peso parecía haber aumentado cien veces. Finalmente, Eligio tuvo que traer a don Juan y su grupo. Cecilia me alzó en sus hombros y me llevó de regreso.

La Gorda añadió que Emilito había mandado a Eligio que hiciera todo eso. Emilito procedía de acuerdo con la regla. Mi propio había viajado a la gloria. Le era obligatorio mostrármela.

Pude recordar el anhelo en el rostro de Eligio y el fervor con el que me urgía a hacer un último esfuerzo para que presenciara la gloria. También pude recordar su tristeza y desilusión cuando fracasé. Nunca volvió a hablarme.

La Gorda y yo nos hallábamos tan inmersos en nuestros viajes al otro lado de la pared de niebla, que habíamos olvidado que era tiempo de emprender el siguiente no-hacer de la serie. Silvio Manuel nos dijo que éste podría ser devastador, y que consistía en cruzar las líneas paralelas con las tres hermanitas y los tres Genaros, directamente hacia la entrada del mundo de la conciencia total. No incluyó a doña Soledad porque sus no-haceres eran sólo para ensoñadores y ella era acechadora.

Silvio Manuel agregó que su interés era que nosotros nos fuéramos acostumbrando a la tercera atención, colocándonos al pie del Águila una y otra vez. Nos preparó para esa sacudida; nos explicó que los viajes de un guerrero hacia las desoladas dunas de arena, es un paso preparatorio para el verdadero cruce de linderos. Aventurarse tras la pared de niebla cuando uno se halla en un estado de conciencia acrecentada o cuando se está ensoñando, emplea solamente una pequeña porción de nuestra conciencia total, en tanto que cruzar corporalmente al otro mundo emplea la totalidad de nuestro ser.

Silvio Manuel había concebido la idea de usar el puente como símbolo del verdadero cruce. Razonó que el puente era adyacente a un sitio de poder; y los sitios de poder son grietas, pasajes hacia el otro mundo. Creía que era posible que la Gor da y yo hubiéramos adquirido la fuerza suficiente para resistir un vislumbre del Águila.

Anunció que era mi deber personal acorralar a las tres mujeres y a los tres hombres, y ayudarlos a entrar al nivel más profundo de conciencia acrecentada. Era lo menos que yo podía hacer por ellos, puesto que quizás yo había sido el instrumento que destruiría sus posibilidades de libertad.

Movió nuestro periodo de acción a la hora justa antes del alba. Obedientemente traté de hacerlos desplazar su conciencia, como don Juan había hecho conmigo. Puesto que yo no tenía la menor idea de cómo manejar sus cuerpos o de qué hacer con ellos, acabé golpeándolos en la espalda. Después de varios truculentos intentos de mi parte, don Juan intervino finalmente. Los alistó lo mejor que pudo y me los pasó a que los empujara como una manada de ganado en el puente. Mi tarea consistía en llevarlos, uno a uno, al otro lado del puente. El sitio de poder se hallaba en el lado sur, lo cual era un augurio muy favorable. Silvio Manuel planeó cruzar él primero, esperarme a que se los llevara y después conducirnos como grupo hacia lo desconocido.

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