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Don Genaro regaló los paquetes a un grupo de niños, diciéndoles que su patrona, la bondadosa señora, había comprado esas cosas para regalárselas. Era su buena acción del día. Después caminamos en silencio una media cuadra. Yo tenía la lengua trabada. De repente, Nélida señaló una tienda y nos pidió que nos detuviéramos un instante porque tenía que recoger una caja de medias que le estaban guardando allí. Me escudriñó sonriendo, con los ojos resplandecientes, y me dijo que, ya en serio, brujería o no brujería, ella tenía que usar medias de nailon y pantaletas de encaje. Don Juan y don Genaro rieron como idiotas. Yo me quedé mirándola con la boca abierta, porque no tenía otra cosa que hacer. Había algo absolutamente terrenal en ella y, sin embargo, era casi etérea.

En tono de broma le dijo a don Juan que me sostuviera porque estaba a punto de desmayarme. Después cortésmente le pidió a don Genaro que fuera corriendo adentro y que recogiera el paquete. Cuando él procedía a entrar en la tienda, Nélida cambió de idea y lo llamó, pero él al parecer no la escuchó y desapareció en la tienda. Nélida se disculpó y corrió tras él.

Don Juan oprimió mi espalda para sacarme de mis turbulencias. Me dijo que iba a conocer a la otra mujer del Norte, cuyo nombre era Florinda, por mi propia cuenta y en otra ocasión, porque ella sería mi enlace con otro ciclo, con otro estado de ser. Describió a Florinda como una copia al carbón de Nélida, o viceversa.

Observé que Nélida era tan sofisticada y de tan buen gusto que la podía imaginar en una revista de modas. El hecho de que fuese bella y tan blanca, quizá de familia francesa o del norte de Italia, me sorprendió. Aunque Vicente tampoco era indio, su apariencia rural no lo hacía ver como una anomalía. Le pregunté a don Juan por qué había gente blanca en su mundo. Dijo que el poder es lo que selecciona a los guerreros del grupo de un nagual, y que es imposible conocer sus designios.

Esperamos en frente de la tienda por lo menos una media hora. Don Juan pareció impacientarse y me pidió que entrara y los apresurara. Entré en la tienda. No era un lugar grande, no había puerta trasera, y ellos no estaban allí. Les pregunté a los empleados, pero nadie pudo darme razón.

Volví con don Juan y le exigí que me dijera qué había ocurrido. Me dijo que o habían desaparecido en pleno aire o habían salido a escurridillas cuando él me oprimió la espalda.

Me enfurecí y le grité que toda su gente eran unos embaucadores. El rió tanto que le rodaron lágrimas por las mejillas. Dijo que yo era la ideal víctima de engaño. Mi sentido de impaciencia personal me empujaba a jugar el papel de un tonto sin remedio. Mi irritación lo hacía reír con tanta fuerza, que tuvo que apoyarse en la pared.

La Gorda me relató su primer encuentro con los miembros del grupo de don Juan. Su versión difería sólo en el contenido: la forma era la misma. Los guerreros quizá fueron un poco más violentos con ella. La Gorda lo interpretó como un experimento para sacarla de su modorra, o una reacción natural, por parte de ellos, a lo que ella consideraba su detestable personalidad.

A medida que revisábamos el mundo de don Juan, nos íbamos dando cuenta de que éste era una réplica del mundo de su benefactor. Se podía ver que consistía o de grupos o de casas. Había un grupo de cuatro pares independientes de mujeres que parecían hermanas y que trabajaban y vivían juntas; otro grupo estaba compuesto por don Juan y tres hombres de la edad de don Juan, y muy allegados a él; un par de mujeres del Sur, más jóvenes que las demás, que parecían tener lazos de parentesco entre ellas, Marta y Teresa; y finalmente un par de hombres menores que don Juan, los propios Emilito y Juan Tuma. Pero también parecían consistir en cuatro casas aparte, localizadas muy lejos la una de la otra en distintas zonas de México. Una se hallaba compuesta por las dos mujeres del Oeste, Zuleica y Zoila, Silvio Manuel y Marta. La siguiente estaba formada por las dos mujeres del Sur, Cecilia y Delia; Emilito que era el propio de don Juan, y Teresa. Otra casa estaba hecha por Carmela y Hermelinda, las mujeres del Oeste, Vicente, y el propio Juan Tuma; y, por último, la de las mujeres del Norte, Nélida y Florinda, y don Genaro.

Según don Juan, su mundo no tenía ni la armonía ni el equilibrio del de su benefactor. Las dos únicas mujeres que se equilibraban completamente la una a la otra, y que parecían gemelas idénticas, eran las guerreras del Norte, Nélida y Florinda. Una vez, Nélida me dijo que las dos eran tan parecidas que incluso tenían el mismo tipo sanguíneo.

Para mí, una de las sorpresas más agradables fue la transformación de Zuleica y Zoila, quienes habían sido tan repugnantes. Resultaron ser, como había dicho don Juan, las guerreras más sobrias que se pudiera imaginar. No lo podía creer cuando las vi por segunda vez. El ataque de locura había pasado y ahora asemejaban dos señoras bien vestidas, altas, morenas y musculosas, con brillantes ojos oscuros como pedazos de resplandeciente obsidiana negra. Rieron y bromearon conmigo por lo que ocurrió la noche de nuestro primer encuentro, como si otras personas y no ellas hubieran tomado parte en él. Puede comprenderse fácilmente el tumulto emocional de don Juan causado por las guerreras del Oeste del grupo de su benefactor. Para mí también era imposible aceptar que Zuleica y Zoila pudiesen transformarse en criaturas repugnantes y detestables. Me tocó la oportunidad de presenciar esa metamorfosis en varias ocasiones; felizmente nunca pude juzgarlas tan ásperamente como lo hice en el primer encuentro. Más que nada, sus excesos me causaban tristeza.

Pero la sorpresa más grande me la deparó Silvio Manuel. En la oscuridad de nuestro primer encuentro lo imaginé como un hombre imponente, un gigante avasallador. En realidad era pequeño, pero no frágilmente pequeño. Su cuerpo era como el de un jinete de carreras, un jockey pequeño pero perfectamente proporcionado. Me pareció que hubiera podido ser un gimnasta. Su control físico era tan notable que podía inflarse, como si fuera un sapo, hasta casi el doble de su tamaño, expandiendo todos los músculos del cuerpo. Daba asombrosas demostraciones de cómo podía descoyuntar sus miembros y reacomodarlos nuevamente sin ninguna manifestación de dolor. Al mirar a Silvio Manuel, siempre experimenté un profundo, desconocido sentimiento de temor. Para mí, era como un visitante de otro tiempo. Era moreno pálido, como estatua de bronce. Sus rasgos eran afilados. Su nariz aguileña; sus labios gruesos y sus ojos oblicuos ampliamente separados, lo hacían parecer una figura estilizada de un fresco maya. Durante el día era amigable y simpático, pero tan pronto oscurecía se volvía insondable. Su voz se transformaba. Tomaba asiento en una esquina oscura y se dejaba devorar por la oscuridad. Todo lo que quedaba visible de él era su ojo izquierdo, que permanecía abierto y adquiría un fulgor extraño, como ojos de felino.

Una cuestión secundaria que emergió en el transcurso de nuestro trato con los guerreros de don Juan fue el tema del desatino controlado. Don Juan me dio una explicación suscinta de una vez que se hallaba exponiendo las dos categorías en las que obligatoriamente se dividen las mujeres guerreras: ensoñadoras y acechadoras. Me dijo que todos los miembros de su grupo hacían ensoñar y acechar como parte de sus vidas diarias, pero que las mujeres que componían el planeta de las ensoñadoras y el planeta de las acechadoras eran las máximas autoridades de sus actividades respectivas.

Las acechadoras son las que enfrentan los embates del mundo cotidiano. Son las administradoras de negocios, las que tratan con la gente. Todo lo que tiene que ver con el mundo de los asuntos ordinarios pasa por sus manos. Las acechadoras son las practicantes del desatino controlado, así como las ensoñadoras son las practicantes del ensueño. En otras palabras, el desatino controlado es la base del acechar, y los ensueños son las bases del ensoñar. Don Juan decía que, hablando en términos generales, el logro más importante de un guerrero en la segunda atención es ensoñar, y en la primera atención el logro más grande es acechar.

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