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En esa ocasión, a petición de Silvio Manuel, don Juan congregó a la mujer nagual, a la Gorda y a mí. Me dijo que nos había convocado porque sin saber cómo, yo había entrado en un receso especial de la conciencia, que era el centro de la más aguda atención. Yo había ya llegado previamente a ese estado, al que don Juan llamaba "el lado izquierdo izquierdo", pero muy brevemente, y siempre guiado por él. Uno de los rasgos principales, y el que tenía el valor más grande para todos los que nos hallábamos involucrados con don Juan, era que en ese estado podíamos percibir un colosal banco de vapor amarillento, algo que don Juan llamaba "la pared de niebla". Cada vez que yo podía percibirla, ésta se hallaba siempre a mi derecha, extendiéndose hasta el horizonte y, por lo alto, hacia el infinito, dividiendo en dos al mundo. La pared de niebla solía desplazarse ya fuese a la izquierda o la derecha, según yo volviese mi cabeza; parecía no haber modo de enfrentarla.

En aquel día, tanto don Juan como Silvio Manuel me habían hablado de la pared de niebla. Recordé que cuando terminó de hablar Silvio Manuel tomó a la Gorda de la nuca, como si fuera una gatita, y desapareció con ella dentro del banco de niebla. Yo sólo tuve una fracción de segundo para presenciar su desaparición, porque don Juan de alguna manera había logrado hacer que yo enfrentase la pared. No me tomó de la nuca, sino que me empujó adentro de la niebla; y de inmediato me encontré mirando esa planicie desolada. Don Juan, Silvio Manuel, la mujer nagual y la Gorda también se hallaban allí. No tomé en cuenta qué era lo que estaban haciendo. Me preocupaba una sensación que experimentaba, una opresión de lo mas desagradable y amenazador. Percibí que me hallaba en el interior de una caverna sofocante, amarilla, de techos bajos. La sensación física de presión se volvió tan avasalladora que ya no pude seguir respirando. Era como si todas mis funciones físicas se hubiesen detenido. No podía sentir ninguna parte de mi cuerpo. Y sin embargo, me podía mover, caminar, extender los brazos, girar la cabeza. Puse mis manos en los muslos: no había sensación en mis muslos ni en las palmas de mis manos.

Mis piernas y brazos se hallaban allí visiblemente, pero no eran palpables.

Movido por el infinito terror que experimentaba, tomé a la mujer nagual de un brazo y la hice perder el equilibrio. Pero no fue mi fuerza muscular lo que la empujó. Era una energía que no estaba almacenada en mis músculos o en el armazón óseo, sino en el mismo centro de mí.

Se me antojó poner a funcionar otra vez esa energía y prendí a la Gorda. Ella se meció a causa de la fuerza de mi jalón. Entonces comprendí que la energía que me permitía moverla emanaba de una protuberancia que se hallaba equilibrada en el punto central de mi cuerpo. Eso la empujaba y jalaba como lo haría un tentáculo.

Ver y comprender todo eso me tomó sólo un instante. Al momento siguiente de nuevo me hallaba en el mismo estado de angustia y terror. Miré a Silvio Manuel con una muda súplica de ayuda. La manera como me devolvió la mirada me convenció de que yo estaba perdido. Sus ojos eran fríos e indiferentes. Don Juan me dio la espalda y yo me sacudía desde mi interior con un terror que rebasaba mi compresión. Pensé que la sangre de mi cuerpo se hallaba en ebullición, no porque sintiese calor, sino porque una presión interior crecía hasta el punto de estallar.

Don Juan me ordenó que me calmara y que me abandonara a mi muerte. Dijo que yo me iba a quedar allí hasta que muriese y que tenía la posibilidad de morir apaciblemente si hacía un esfuerzo supremo y dejaba que el terror me poseyese; o podía morir en agonía, si elegía combatirlo.

Silvio Manuel me habló, algo que muy raramente hacía. Dijo que la energía que yo necesitaba para aceptar mi terror se hallaba en mi parte media, y que la única manera de triunfar era doblegándome, rindiéndome sin rendirme.

La mujer nagual y la Gorda estaban en perfecta calma. Yo era el único que agonizaba allí. Silvio Manuel dijo que me hallaba desperdiciando tanta energía que mi fin era cuestión de momentos, y que yo podía considerarme ya muerto. Don Juan le hizo una seña a la mujer nagual y a la Gorda para que lo siguieran. Ellas me dieron la espalda. Ya no pude ver qué más hicieron. Sentí una vibración poderosa recorriéndome. Supuse que era el estertor de mi muerte; mi lucha había concluido. Ya no me preocupé más. Cedí al inconmensurable terror que me estaba matando. Mi cuerpo, o la configuración que yo consideraba mi cuerpo, se calmó, se abandonó a la muerte. Cuando dejé que el terror entrara en mi, o quizá que saliera de mí, sentí y vi un tenue vapor -una mancha blancuzca contra los alrededores amarillo-sulfurosos- que abandonaba lo que yo creía que era mi cuerpo.

Don Juan regresó a mi lado y me examinó con curiosidad. Silvio Manuel se alejó y volvió a tomar a la Gorda de la nuca. Claramente lo vi echándola, como si fuera una gigantesca muñeca de trapo, dentro del banco de niebla. Después él mismo se introdujo allí y desapareció.

La mujer nagual hizo un gesto como invitándome a acercarme. Me volví hacia ella, pero, antes de que pudiera alcanzarla, don Juan me dio un poderoso empellón que me lanzó a través de la espesa niebla amarilla. No trastabillé, sino que planeé a través del banco y terminé cayendo de cabeza en el suelo del mundo de todos los días.

La Gorda recordó todo esto conforme yo se lo narraba. Luego, agregó más detalles.

– La mujer nagual y yo no temíamos por tu vida -aseguró-. El nagual ya nos había dicho que tú tenías que ser forzado a abandonar tus defensas, eso no era nuevo. Todo guerrero hombre tiene que ser forzado mediante el miedo.

"Silvio Manuel ya me había llevado tres veces antes al otro lado de la pared, para que yo aprendiera a sosegarme. Dijo que si tú me veías tranquila, eso te afectaría, y así fue. Tú te abandonaste y te apaciguaste.

– ¿Te dio mucho trabajo a ti también aprender a calmarte? -pregunté.

– No. Eso es fácil para una mujer -respondió-. Esa es la ventaja que tenemos. El único problema es que alguien nos tiene que transportar a través de la niebla. Nosotras no podemos hacerlo solas.

– ¿Por qué no, Gorda? -pregunté.

– Se necesita ser pesado para atravesar la niebla, y una mujer es liviana -dijo-. Demasiado liviana, en realidad.

– ¿Y la mujer nagual? Yo no vi que nadie la transportara -dije.

– La mujer nagual era especial -aseguró la Gorda-. Ella sí podía hacer todo por sí misma. Me podía llevar allá, o llevarte a ti. Incluso podía atravesar toda esa planicie desierta, algo que el nagual dijo que era obligatorio para todos los viajeros que se aventuraban en lo desconocido.

– ¿Y por qué fue conmigo allá la mujer nagual? -le pregunté.

– Silvio Manuel nos llevó para apoyarte -dijo-. El creía que tú necesitabas la protección de dos mujeres y de dos hombres que te flanquearan. Silvio Manuel creía que necesitabas ser protegido de las entidades que rodean y acechan en ese lugar. Los aliados vienen de esa planicie desierta. Y otras cosas aún más feroces.

– ¿A ti también te protegieron? -pregunté.

– Yo no necesito protección -respondió-. Soy mujer. Estoy libre de todo eso. Pero todos creíamos que tú te hallabas en un aprieto terrible. Tú eras el nagual, pero un nagual muy estúpido. Creíamos que cualquiera de esos feroces aliados, o demonios si prefieres llamarlos así, podía haberte despanzurrado, o desmembrado. Eso fue lo que dijo Silvio Manuel. Nos llevó para que flanqueáramos tus cuatro esquinas. Pero lo más chistoso era que ni el nagual ni Silvio Manuel sabían que en realidad no nos necesitabas. Lo que era dable era que tú tenías que caminar muchísimo hasta que perdieras tu energía. Entonces Silvio Manuel te iba a asustar señalándote los aliados y convocándolos para que se te vinieran encima. El y el nagual planeaban ayudarte poco a poquito. Esa es la regla. Pero algo salió mal. Al instante en que llegaste ahí, te volviste loco. No te habías movido ni un centímetro y ya te estabas muriendo. Estabas muerto de susto y ni siquiera habías visto a los aliados.

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