Haciendo acopio de toda la energía que pude, le dije lo que pensaba.
– Puede usted tomar mi energía -dije-. Es un regalo para usted, pero no quiero que me dé ningún regalo de poder. Y le digo esto sinceramente.
– No puedo tomar tu energía gratis -susurró-. Yo pago por lo que recibo, ese es el trato. Es una tontería regalar tu energía.
– Créame, he sido un tonto durante toda mi vida -dije-. Puedo darme el lujo de hacerle un regalo. No me causa ningún problema. Usted necesita la energía, tómela. Pero yo no puedo cargar cosas innecesarias. No tengo nada, y me encanta no tenerlo.
– A lo mejor -dijo con un aire pensativo.
Le pregunté agresivamente si quería decir que a lo mejor tomaría mi energía o que no me creyó que no tenía nada y que me encantaba no tenerlo.
Se rió con deleite y dijo que a lo mejor tomaría mi energía ya que yo era tan generoso de ofrecérsela. Pero que tenía que hacer un pago; me tenía que dar algo de valor similar.
Al escucharla hablar, me di cuenta de que hablaba el español con un extravagante acento extranjero. Añadía un fonema extra en la sílaba media de cada palabra. Nunca en mi vida había escuchado a nadie hablar así.
– Su acento es verdaderamente extraordinario -dije-. ¿De dónde es?
– De casi la eternidad -dijo suspirando.
Habíamos empezado a entablar una conexión. Comprendí por qué suspiró. Ella era lo más cercano a lo permanente, mientras que yo era transitorio. Esa era mi ventaja. El desafiante de la muerte estaba acorralado, y yo era libre.
La examiné de cerca. Parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Era de piel oscura; una mujer completamente india, casi corpulenta, pero no gorda, ni siquiera pesada. Podía ver que la piel de sus brazos y sus manos era suave; sus músculos firmes y jóvenes. Juzgué que medía entre un metro setenta o setenta y cinco. Tenía puesto un vestido largo, un rebozo negro y huaraches. Estando arrodillada también le podía ver sus tobillos y parte de sus bien formadas pantorrillas. Su cintura era delgada. Tenía unos senos grandes los cuales no podía, o quizá no quería esconder bajo su rebozo. Su cabello era negro azabache y estaba atado en una larga trenza. No era hermosa, pero tampoco era fea. Sus facciones no eran de ninguna manera sobresalientes. No podía haber atraído la atención de nadie, excepto por sus ojos, que los mantenía bajos, escondidos debajo de sus enormes, largas y espesas pestañas. Eran unos ojos magníficos, claros y serenos. Aparte de los ojos de don Juan, yo nunca había visto otros ojos más brillantes, más vivos.
Sus ojos me inspiraron total confianza. Ojos como esos no podrían ser malévolos. Sentí una oleada de optimismo, y la sensación de que la había conocido toda mi vida; pero también estaba consciente de algo más: mi inestabilidad emocional. Esta era, en el mundo de don Juan, como mi enfermedad crónica. Tenía momentos de agilidad mental, esperanza y sencillez, pero luego entraba en la desconfianza y las dudas abominables. Este evento con la mujer de la iglesia no iba a ser diferente. Mi mente sospechosa se salió repentinamente con el pensamiento de que ya estaba cayendo preso del encanto de esa mujer.
– Aprendió español cuando era ya grande ¿no es así? -dije sólo para salirme de mis pensamientos y evitar que los leyera.
– Sólo ayer -replicó, con una risa cristalina; sus pequeños y blancos dientes brillaban como una hilera de perlas.
La gente se dio vuelta para mirarnos. Bajé mi frente como si estuviera orando profundamente.
– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar? -pregunté.
– Estamos hablando aquí -dijo-. Aquí he hablado con todos los naguales de tu línea. Si susurras, nadie se dará cuenta de que estamos hablando.
Me moría de ganas de preguntarle cuántos años tenía, pero un pensamiento sobrio vino a mi rescate. Me acordé de que por años un amigo mío estuvo tendiéndome toda clase de trampas para que le confesara mi edad. Detestaba sus banales preocupaciones, y ahora yo estaba a punto de comportarme de la misma manera. Dejé mi empeño instantáneamente.
Le quise contar eso a ella sólo para seguir conversando. Parecía saber lo que estaba pasando por mi mente; me apretó el brazo en un gesto amistoso, como diciendo que acabábamos de compartir un pensamiento.
– En lugar de darme un regalo, ¿me puede decir algo que me ayude en mi camino? -le pregunté.
Movió la cabeza negativamente.
– No -susurró-. Somos extremadamente diferentes. Más diferentes de lo que creí posible. Se levantó y se deslizó fuera de la banca. Hizo hábilmente una genuflexión frente al altar mayor. Se persignó, y me hizo una seña para que la siguiera a un altar que estaba a un costado, a nuestra izquierda.
Nos hincamos en la banca, frente a un crucifijo de tamaño natural. Antes de que tuviera tiempo de decir nada, ella habló.
– He estado viva por larguísimo tiempo -dijo-. La razón por la cual he durado tanto es porque controlo los cambios y movimientos de mi punto de encaje, y porque no me quedo aquí en tu mundo por mucho tiempo. Tengo que ahorrar la energía que obtengo de los naguales de tu línea.
– ¿Cómo es existir en otros mundos? -le pregunté.
– Es como estar en un ensueño, excepto que tengo más movilidad y me puedo quedar en cualquier lugar cuanto quiera. Tal como si te quedaras todo el tiempo que quisieras en cualquiera de tus ensueños.
– ¿Cuando está usted en este mundo, está atada solamente a esta área?
– No. Voy a todos lados, adonde se me da la gana.
– ¿Va siempre como mujer?
– He sido más tiempo mujer que hombre. Me gusta definitivamente mucho más ser mujer. Creo que ya casi se me olvidó cómo ser hombre. ¡Soy una mujer! ¿Sabes?
Me tomó de la mano y me hizo que le tocara la entrepierna. Mi corazón latía en mi garganta. Era realmente una mujer.
– No puedo simplemente tomar tu energía -dijo cambiando el tema-. Tenemos que llegar a otro acuerdo.
En esos momentos me llegó otra oleada de raciocinios mundanos. Le quería preguntar dónde vivía cuando estaba en este mundo. No necesité decirle en voz alta mi pregunta para obtener una respuesta.
– Eres mucho, muchísimo más joven que yo -dijo-, y ya tienes dificultades para decirle a la gente dónde vives. Y aunque los lleves a tu propia casa o la casa que alquilas, no es ahí donde vives.
– Hay tantas cosas que le quisiera preguntar, pero todo lo que hago es tener pensamientos estúpidos.
– No necesitas preguntarme nada. Tú ya sabes lo que sé. Todo lo que necesitaste fue un empujón para reclamar lo que ya sabías. Yo te di y aún te estoy dando ese empujón.
No sólo tenía pensamientos estúpidos sino que estaba en un estado de tal sugestión que tan pronto acabó de decir que yo sabía lo que ella sabía ya sentía que sabía todo, y que no necesitaba hacerle más preguntas. Riéndome, le conté cuán crédulo era yo.
– No eres crédulo -me aseguró con autoridad-. Sabes todo porque ahora estás totalmente en la segunda atención. ¡Mira a tu alrededor!
Por un momento, no pude enfocar mi vista. Era exactamente como si se me hubiera metido agua a los ojos. Cuando acomodé mi vista, supe que algo portentoso había ocurrido. La iglesia era diferente; más oscura, siniestra, y de alguna manera más dura. Me levanté y di un par de pasos hacia la nave. Lo que atrapó mi atención fueron las bancas; no estaban hechas de tablas de madera, sino de largos, delgados y retorcidos postes. Estas eran bancas caseras, puestas adentro de un magnífico edificio de piedra. También la luz de la iglesia era diferente; era amarillenta, y su brillo creaba las sombras más oscuras que jamás había yo visto. Venía de las velas de todos los altares de la iglesia, y era una luz que se mezclaba de lo más bien con las masivas paredes de piedra y los adornos coloniales de la iglesia.
La mujer me miraba, la brillantez de sus ojos era verdaderamente notable. En ese momento supe que estaba ensoñando y que ella dirigía el ensueño. Pero no le tenía miedo ni a ella ni al ensueño.