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Carlos Castaneda

El Arte De Ensoñar

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NOTA DEL AUTOR

En un periodo de más de veinte años, he escrito una serie de libros acerca de mi aprendizaje con un brujo: don Juan Matus, un indio yaqui. Expliqué en esos libros que él me enseñó brujería, pero no como nosotros la entendemos en el contexto de nuestro mundo cotidiano: el uso de poderes sobrenaturales sobre otros, o la convocación de espíritus a través de hechizos, encantamientos y ritos a fin de producir efectos sobrenaturales. Para don Juan, la brujería era el acto de corporizar ciertas premisas especializadas, tanto teóricas como prácticas, acerca de la naturaleza de la percepción y el papel que ésta juega en moldear el universo que nos rodea.

Siguiendo la sugerencia de don Juan, me he abstenido de utilizar una categoría propia de la antropología: el chamanismo, para clasificar su conocimiento. Siempre lo he llamado como él lo llamaba: brujería o hechicería. Sin embargo, al examinar este concepto me he dado cuenta de que llamarlo brujería oscurece aún más el ya en sí oscuro fenómeno que me presentó en sus enseñanzas.

En trabajos antropológicos, el chamanismo es descrito como un sistema de creencias de algunos grupos nativos del norte de Asia; un sistema prevaleciente también entre ciertas tribus de indios de Norteamérica, el cual sostiene que un mundo ancestral e invisible de fuerzas espirituales, benignas y malignas, predomina alrededor nuestro; fuerzas espirituales que pueden ser convocadas o controladas por practicantes, quienes son los intermediarios entre el reino natural y el sobrenatural.

Don Juan era ciertamente un intermediario entre el mundo natural de la vida diaria y un mundo invisible, al cual él no llamaba lo sobrenatural, sino la segunda atención. Su tarea de maestro fue hacer accesible a mí esta enseñanza que usó con este propósito, al igual que las prácticas que me hizo ejercitar, la más importante de las cuales fue, sin lugar a duda, el arte de ensoñar.

Don Juan sostenía que nuestro mundo, que creemos ser único y absoluto, es sólo un mundo dentro de un grupo de mundos consecutivos, los cuales están ordenados como las capas de una cebolla. Él aseveraba que aunque hemos sido condicionados para percibir únicamente nuestro mundo, efectivamente tenemnos la capacidad de entrar en otros, que son tan reales, únicos, absolutos y absorbentes como lo es el nuestro.

Don Juan me explicó que para poder percibir esos otros reinos, no sólo hay que desear percibirlos, sino también poseer la suficiente energía para entrar en ellos. Su existencia es constante e independiente de nuestra conciencia, pero su inaccesibilidad es totalmente una consecuencia de nuestro condicionamiento energético. En otras palabras, simple y llanamente a raíz de este condicionamiento estamos compelidos a asumir que el mundo de la vida cotidiana es el único mundo posible.

Seguros de que sólo nuestro condicionamiento energético es nuestro impedimento para entrar en esos otros reinos, los brujos de la antigüedad desarrollaron una serie de prácticas designadas a reacondicionar nuestras capacidades energéticas de percepción. Llamaron a esta serie de prácticas, el arte de ensoñar.

Con la perspectiva que el tiempo me da, ahora me doy cuenta de que la descripción más apropiada que don Juan le dio al ensueño fue llamarlo "la entrada al infinito". Cuando lo dijo, comenté que su metáfora no tenía ningún significado para mí.

– Descartemos las metáforas -concedió-. Digamos que ensoñar es la manera práctica en que los brujos ponen en uso los sueños comunes y corrientes.

– ¿Pero cómo pueden los sueños ser puestos en uso? -pregunté.

– Siempre caemos en la trampa del lenguaje -dijo-. En mi propio caso, mi maestro trató de describirme el ensueño como la manera en que los brujos le dicen hasta mañana al mundo. Por supuesto que él ajustaba su descripción a mi mentalidad. Yo estoy haciendo lo mismo contigo.

En otra ocasión, don Juan me dijo:

– El ensueño únicamente puede ser experimentado. Ensoñar no es tener sueños, ni tampoco es soñar despierto, ni desear, ni imaginarse nada. A través del ensueño podemos percibir otros mundos, los cuales podemos ciertamente describir, pero no podemos describir lo que nos hace percibirlos. Sin embargo, podemos sentir cómo el ensueño abre esos otros reinos. Ensoñar parece ser una sensación, un proceso en nuestros cuerpos, una conciencia de ser en nuestras mentes.

En el transcurso de sus enseñanzas, don Juan me explicó detalladamente los principios, las razones y las prácticas del arte de ensoñar. Su instrucción fue dividida en dos partes. Una era la enseñanza de los procedimientos del ensueño, y la otra, las explicaciones puramente abstractas de estos procedimientos. Su método implicaba la combinación activa de aguijonear mi curiosidad intelectual con los principios abstractos del ensueño, y de guiarme a buscar soluciones prácticas en los procedimientos.

Ya he descrito todo esto tan detalladamente como me fue posible. También he descrito el medio ambiente en el que don Juan me situó para poder enseñarme sus artes. Mi interacción en este ambiente de brujos fue de especial interés para mí, ya que tuvo lugar exclusivamente en la segunda atención. Ahí interactué con diez mujeres y cinco hombres que eran los brujos compañeros de don Juan; y con los ocho jóvenes, cuatro hombres y cuatro mujeres, que eran sus aprendices.

Don Juan los reunió inmediatamente después de que yo llegué a su mundo. Me explicó que ellos formaban un grupo tradicional de brujos; una copia estructural de su propia agrupación, y que se suponía que yo los habría de guiar. Sin embargo, al tratar más conmigo, descubrió que yo no era como él esperaba. Explicó la diferencia en términos de una configuración energética vista únicamente por los brujos: en lugar de tener cuatro compartimentos de energía, como él, yo tenía solamente tres. Tal configuración, la que erróneamente él había esperado fuera un defecto corregible, no me permitía de ningún modo guiar a esos ocho aprendices, o aun interactuar con ellos. La presión que esto creó fue tan intensa que don Juan se vio obligado a reunir otro grupo que fuera más semejante a mi estructura energética.

He escrito extensamente sobre esos eventos, pero nunca mencioné al segundo grupo de aprendices; don Juan no me lo permitió. Argüía que aquellas personas pertenecían exclusivamente a mi campo de acción, y que el acuerdo que tenía con él era escribir sobre las acciones y la gente de su campo, no del mío.

El segundo grupo de aprendices era extremadamente compacto. Consistía únicamente en tres miembros: una ensoñadora, Florinda Donner; una acechadora, Taisha Abelar; y la mujer nagual, Carol Tiggs.

Estas tres personas interactuaban entre ellas y conmigo exclusivamente en la segunda atención. En el mundo de la vida cotidiana no teníamos ni la menor idea los unos de los otros. Por otro lado, en términos de nuestra relación con don Juan, no había vaguedad. Él interactuó con nosotros en los dos estados de conciencia y su esfuerzo para entrenarnos fue igual en intensidad y minuciosidad. Hacia el final, cuando don Juan estaba a punto de dejar el mundo, la presión psicológica de su partida empezó a menoscabar, en nosotros cuatro, los rígidos parámetros de la segunda atención. El resultado fue que nuestra interacción irrumpió en el mundo de los asuntos cotidianos y todos nos conocimos, aparentemente, por primera vez.

Ninguno de nosotros estaba consciente de nuestra profunda y ardua interacción en la segunda atención. Puesto que los cuatro estábamos involucrados en estudios académicos, terminamos más que conmocionados al descubrir que ya nos habíamos conocido antes. Por supuesto que esto era, y todavía es, intelectualmente inadmisible para nosotros. Sin embargo sabemos que fue totalmente parte de nuestra experiencia. Al final, nos quedamos con la inquietante certeza de que la psique humana es infinitamente más compleja de lo que nuestro razonamiento académico o mundano nos lo ha hecho creer.

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