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Santiago la miraba. Torpe, naturalmente. La expresión halagada se había esfumado de un tajo, y ella adivinó sus palabras antes de que las pronunciara.

– No me gusta eso de recordarte a otro.

Pinche gallego, aquél. Pinches hombres de mierda. Tan fáciles todos, y tan pendejos. De pronto sintió la urgencia de acabar esa conversación.

– Chale. Yo no he dicho que me recuerdes a otro. He dicho que te pareces a alguien.

– ¿Y no quieres saber por qué me acuesto yo contigo?

– ¿Aparte de mi utilidad en las fiestas de Dris Larbi? Aparte.

– Porque te la pasas requetelindo en mi panochita. Y porque a veces te sientes solo.

Lo vio pasarse una mano por el pelo, confuso. Luego la agarró del brazo.

– ¿Y si me acostara con otras? ¿Te importaría? Liberó el brazo sin violencia; sólo fue apartándolo con suavidad hasta que de nuevo lo sintió libre. -Estoy segura de que también te acuestas con otras.

– ¿En Melilla?

– No. Eso lo sé. Aquí, no. -Di que me quieres. -Órale. Te quiero. -Eso no es verdad.

– Qué más te da. Te quiero.

No me fue difícil conocer la vida de Santiago Fisterra. Antes de viajar a Melilla completé el informe de la policía de Algeciras con otro muy detallado de Aduanas que contenía fechas y lugares, incluido su nacimiento en O Grove, un pueblo de pescadores de la ría de Arosa. Por eso sabía que, cuando conoció a Teresa, Fisterra acababa de cumplir los treinta y dos años. El suyo era un currículum clásico. Había estado embarcado en pesqueros desde los catorce, y después del servicio militar en la Armada trabajó para los amos do fume, los capos de las redes contrabandistas que operaban en las rías gallegas: Charlines, Sito Miñanco, los hermanos Pernas. Tres años antes de su encuentro con Teresa, el informe de Aduanas lo situaba en Villagarcía como patrón de una lancha planeadora del clan de los Pedrusquiños, conocida familia de contrabandistas de tabaco, que por esa época ampliaba sus actividades al tráfico de hachís marroquí. En aquel tiempo Fisterra era un asalariado a tanto el viaje: su trabajo consistía en pilotar lanchas rápidas que alijaban tabaco y droga desde buques nodriza y pesqueros situados fuera de las aguas españolas, aprovechando la complicada geografía del litoral gallego. Ello daba pie a peligrosos duelos con los servicios de vigilancia costera, Aduanas y Guardia Civil; y en una de esas incursiones nocturnas, cuando eludía la persecución de una turbolancha con cerrados zigzags entre las bateas mejilloneras de la isla de Cortegada, Fisterra, o su copiloto -un joven ferrolano llamado Lalo Veiga-, encendieron un foco para deslumbrar a los perseguidores en mitad de una maniobra, y los aduaneros chocaron contra una batea. Resultado: un muerto. La historia sólo figuraba a grandes rasgos en los informes policiales; así que marqué infructuosamente algunos números de teléfono hasta que el escritor Manuel Rivas, gallego, amigo mío y vecino de la zona -tenía una casa junto a la Costa de la Muerte-, hizo un par de gestiones y confirmó el episodio. Según me contó Rivas, nadie pudo probar la intervención de Fisterra en el incidente; pero los aduaneros locales, tan duros como los propios contrabandistas -se habían criado en los mismos pueblos y navegado en los mismos barcos-, juraron echarlo al fondo en la primera ocasión. Ojo por ojo. Eso bastó para que Fisterra y Veiga dejaran las Rías Bajas en busca de aires menos insalubres: Algeciras, a la sombra del Peñón de Gibraltar, sol mediterráneo y aguas azules. Y allí, beneficiándose de la permisiva legislación británica, los dos gallegos matricularon a través de terceros una potente planeadora de siete metros de eslora y un motor Yamaha PRO de seis cilindros y 225 caballos, trucado a 250, con la que se movían entre la colonia, Marruecos y la costa española.

– Por ese tiempo -me explicó en Melilla Manolo Céspedes, después de ver a Dris Larbi- la cocaína todavía era para ricos-ricos. El grueso del tráfico consistía en tabaco de Gibraltar y hachís marroquí: dos cosechas y dos mil quinientas toneladas de cannabis exportadas clandestinamente a Europa cada año… Todo eso pasaba por aquí, claro. Y sigue pasando.

Despachábamos una cena en regla sentados ante una mesa de La Amistad: un bar-restaurante más conocido por los melillenses como casa Manolo, frente al cuartel de la Guardia Civil que el propio Céspedes había hecho construir en sus tiempos de poderío. En realidad el dueño del local no se llamaba Manolo sino Mohamed, aunque también era conocido por hermano de Juanito, propietario a su vez del restaurante casa Juanito, quien tampoco se llamaba Juanito sino Hassán; laberintos patronímicos, todos ellos, muy propios de una ciudad con múltiples identidades como Melilla. En cuanto a La Amistad, era un sitio popular, con sillas y mesas de plástico y una barra para el tapeo frecuentada por europeos y musulmanes, donde a menudo la gente comía o cenaba de pie. La calidad de su cocina era memorable, a base de pescado y marisco fresco venido de Marruecos, que el propio Manolo -Mohamed- compraba cada mañana en el mercado central. Esa noche, Céspedes y yo tomábamos coquinas, langostinos de Mar Chica, mero troceado, abadejo a la espalda y una botella de Barbadillo frío. Disfrutándolo, claro. Con los caladeros españoles arrasados por los pescadores, era cada vez más difícil encontrar aquello en aguas de la Península.

– Cuando llegó Santiago Fisterra -continuó Céspedes-, casi todo el tráfico importante se hacía en lanchas rápidas. Vino porque ésa era su especialidad, y porque muchos gallegos buscaban instalarse en Ceuta, Melilla y la costa andaluza… Los contactos se hacían aquí o en Marruecos. La zona más transitada eran los catorce kilómetros que hay entre Punta Carnero y Punta Cires, en pleno Estrecho: pequeños traficantes en los ferrys de Ceuta, alijos grandes en yates y pesqueros, planeadoras… El tráfico era tan intenso que a esa zona la llamaban el Bulevar del Hachís.

– ¿Y Gibraltar?

– Pues ahí, en el centro de todo -Céspedes señaló el paquete de Winston que tenía cerca, sobre el mantel, y describió con el tenedor un círculo a su alrededor-. Como una araña en su tela. En aquella época era la principal base contrabandista del Mediterráneo occidental… Los ingleses y los llanitos, la población local de la colonia, dejaban las manos libres a las mafias. Invierta aquí, caballero, confíenos su pasta, facilidades financieras y portuarias… El alijo de tabaco se hacía directamente de los almacenes del puerto a las playas de La Línea, mil metros más allá… Bueno, en realidad eso todavía ocurre -señaló otra vez la cajetilla-. Éste es de allí. Libre de impuestos.

– ¿Y no te da vergüenza?… Un ex delegado gubernativo defraudando a Tabacalera Eseá.

– No fastidies. Ahora soy un pensionista. ¿Tú sabes cuánto fumo al día?

– ¿Y qué hay de Santiago Fisterra?

Céspedes masticó un poco de mero, saboreándolo sin prisas. Luego bebió un sorbo de Barbadillo y me miró. -Ése no sé si fumaba o no fumaba; pero de alijar tabaco, nada. Un viaje con un cargamento de hachís equivalía a cien de Winston o Marlboro. El hachís era mas rentable.

– Y más peligroso, imagino.

– Mucho más -después de chuparlas minuciosamente, Céspedes alineaba las cabezas de los langostinos en el borde del plato, como si fueran a pasar revista-. Si no tenías bien engrasados a los marroquíes, ibas listo. Fíjate en el pobre Veiga… Pero con los ingleses no había problema: ésos actuaban con su doble moral de costumbre. Mientras las drogas no tocasen suelo británico, ellos se lavaban las manos… Así que los traficantes iban y venían con sus alijos, conocidos de todo el mundo. Y cuando se veían sorprendidos por la Guardia Civil o los aduaneros españoles, corrían a refugiarse en Gibraltar. La única condición era que antes tirasen la carga por la borda.

– ¿Así, tan fácil?

Así. Por el morro -señaló otra vez la cajetilla de tabaco con el tenedor, dándole esta vez un golpecito encima-. A veces los de las lanchas tenían apostados en lo alto de la piedra a cómplices con visores nocturnos y radiotransmisores, monos, los llamaban, para estar al tanto de los aduaneros… Gibraltar era el eje de toda una industria, y se movían millones. Mehanis marroquíes, policías llanitos y españoles… Ahí mojaba todo Dios. Hasta a mí quisieron comprarme -reía entre dientes al recordar, la copa de vino blanco en la mano-… Pero no tuvieron suerte. Por esa época era yo quien compraba a otros.

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