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– No me gusta tu trabajo -dijo al rato él. A mí me encanta el tuyo.

Sonó como el reproche que era, e incluía demasiadas cosas en sólo seis palabras. Él desvió la vista. -Quería decir que no necesitas a ese moro. -Pero tú sí necesitas a otros moros… Y me necesitas a mí.

Recordó sin desear hacerlo. El coronel Abdelkader Chaib andaba por los cincuenta y no era mal tipo. Sólo ambicioso y egoísta como cualquier hombre, y tan razonable como cualquier hombre inteligente. También podía ser, cuando se lo proponía, educado y amable. A Teresa la había tratado con cortesía, sin exigir nunca más de lo que ella planeaba darle, y sin confundirla con la mujer que no era. Atento al negocio y respetando la cobertura. Respetándola hasta cierto punto.

– Ya nunca más.

– Claro.

– Te lo juro. Lo he pensado mucho. Ya nunca más. Seguía ceñudo, y ella se giró a medias. Dris Larbi estaba al otro lado de la placita, en la esquina del Hogar del Pescador, con una chela en la mano, observando la calle. O a ellos dos. Vio que levantaba el botellín, como para saludarla, y respondió inclinando un poco la cabeza. -Dris es un buen hombre -dijo, vuelta de nuevo a Santiago-. Me respeta y me paga.

– Es un chulo de putas y un moro cabrón. -Y yo soy una india puta y cabrona.

Se quedó callado y ella fumó en silencio, malhumorada, escuchando el rumor del mar tras el arco del muro. Santiago se puso a entrecruzar distraídamente los pinchos de metal en el plato de plástico. Tenía manos ásperas, fuertes y morenas, que ella conocía bien. Llevaba el mismo reloj sumergible barato y fiable, nada de pulseras o anillos. Los reflejos de luz en el encalado de la plaza le doraban el vello sobre el tatuaje del brazo. También clareaban sus ojos.

– Puedes venirte conmigo -apuntó él por fin-. En Algeciras se está bien… Nos veríamos cada día. Lejos de esto.

– No sé si quiero verte cada día.

– Eres una tía rara. Rara de narices. No sabía que las mejicanas fuerais así.

– No sé cómo son las mejicanas. Sé cómo soy yo -lo pensó un instante-. Algunos días creo que lo sé. Tiró el cigarrillo al suelo, apagándolo con la suela del zapato. Luego se volvió a comprobar si Dris Larbi seguía en el bar de enfrente. Ya no estaba. Se puso en pie y dijo que se le antojaba dar un paseo. Todavía sentado, mientras buscaba el dinero en el bolsillo de atrás del pantalón, Santiago seguía mirándola, y su expresión era distinta. Sonreía. Siempre sabía cómo sonreír para que a ella se le desvaneciesen las nubes negras. Para que hiciera esto, o lo de más allá. Abdelkader Chaib incluido. joder, Teresa.

.-¿Qué?

A veces pareces una cría, y me gusta -se levantó, dejando unas monedas sobre la mesa-. Quiero decir cuando te veo caminar, y todo eso. Andas moviendo el culo, te vuelves, y te lo comería todo como si fueras fruta fresca… Y esas tetas.

– ¿Qué pasa con ellas?

Santiago ladeaba la cabeza, buscando una definición adecuada.

– Que son bonitas -concluyó, serio-. Las mejores tetas de Melilla.

– Híjole. ¿Ése es un piropo español?

– Pues no sé -esperó a que ella terminara de reírse-. Es lo que pasa por mi cabeza.

– ¿Y sólo eso?

– No. También me gusta cómo hablas. O cómo te callas. Me pone, no sé… De muchas maneras. Y para una de esas maneras, a lo mejor la palabra es tierno.

– Bien. Me agrada que a veces olvides mis chichotas y te pongas tiernito.

– No tengo por qué olvidarme de nada. Tus tetas y yo tierno somos compatibles.

Ella se quitó los zapatos y echaron a andar por la arena sucia, y después entre las rocas por la orilla del agua, bajo los muros de piedra ocre por cuyas troneras asomaban cañones oxidados. A lo lejos se dibujaba la silueta azulada del cabo Tres Forcas. A veces la espuma les salpicaba los pies. Santiago caminaba con las manos en los bolsillos, deteniéndose a trechos para comprobar que Teresa no corría riesgo de resbalar en el verdín de las piedras húmedas.

– Otras veces -añadió de pronto, como si no hubiera dejado de pensar en ello- me pongo a mirarte y pareces de golpe muy mayor… Como esta mañana.

– ¿Y qué pasó esta mañana?

– Pues que me desperté y estabas en el cuarto de baño, y me levanté a verte, y te vi delante del espejo, echándote agua en la cara, y te mirabas como si te costara reconocerte. Con cara de vieja.

– ¿Fea?

– Feísima. Por eso quise volverte guapa, y te apalanqué en brazos y te llevé a la cama y estuvimos dándonos estiba una hora larga.

– No me acuerdo.

– ¿De lo que hicimos en la cama? -De estar fea.

Lo recordaba muy bien, por supuesto. Había despertado temprano, con la primera claridad gris. Canto de gallos al alba. Voz del muecín en el minarete de la mezquita. Tic tac del reloj en la mesilla. Y ella incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz aclaraba poco a poco el techo del dormitorio, con Santiago dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y la áspera barba naciente de su mentón que le rozaba el hombro. Su respiración pesada y su inmovilidad casi continua, idéntica a la muerte. Y la angustia súbita que la hizo saltar de la cama, ir al cuarto de baño, abrir la llave del agua y mojarse la cara una y otra vez, mientras la mujer que la observaba desde el espejo se parecía a la mujer que la había mirado con el pelo húmedo el día que sonó el teléfono en Culiacán. Y luego Santiago reflejado detrás, los ojos hinchados por el sueño, desnudo como ella, abrazándola antes de llevarla de nuevo a la cama para hacerle el amor entre las sábanas arrugadas que olían a los dos, a semen y a tibieza de cuerpos enlazados. Y luego los fantasmas desvaneciéndose hasta nueva orden, una vez más, con la penumbra del amanecer sucio -no había nada tan sucio en el mundo como esa indecisa penumbra gris de los amaneceres- al que la luz del día, derramándose ya en caudal entre las persianas, relegaba de nuevo a los infiernos.

– Contigo me pasa, a ratos, que me quedo un poco fuera, ¿entiendes? -Santiago miraba el mar azul, ondulante con la marejada que chapaleaba entre las rocas; una mirada familiar y casi técnica-… Te tengo bien controlada, y de pronto, zaca. Te vas.

– A Marruecos.

– No seas tonta. Por favor. He dicho que eso terminó.

Otra vez la sonrisa que lo borraba todo. Guapo para no acabárselo, pensó de nuevo ella. El pinche contrabandista de su pinche madre.

– También a veces tú te vas -dijo-. Requetelejos.

– Lo mío es distinto. Tengo cosas que me preocupan… Quiero decir cosas de ahora. Pero lo tuyo es diferente.

Se quedó un poco callado. Parecía buscar una idea difícil de concretar. O de expresar.

– Lo tuyo -dijo al fin- son cosas que ya estaban ahí antes de conocerte.

Dieron unos pasos más antes de volver bajo el arco de la muralla. El viejo de los pinchitos limpiaba la mesa. Teresa y el moro cambiaron una sonrisa.

– Nunca me cuentas nada de México -dijo Santiago.

Ella se apoyaba en él, poniéndose los zapatos. -No hay mucho que contar -respondió-… Allí la gente se chinga entre ella por el narco o por unos pesos, o la chingan porque dicen que es comunista, o llega un huracán y se los chinga a todos bien parejo.

– Me refería a ti.

– Yo soy sinaloense. Un poquito lastimada en mi orgullo, últimamente. Pero atrabancada de a madre. -¿Y qué más?

– No hay más. Tampoco te pregunto a ti sobre tu vida. Ni siquiera sé si estás casado.

– No lo estoy -movía los dedos ante sus ojos-. Y me jode que no lo hayas preguntado hasta hoy.

– No pregunto. Sólo digo que no lo sé. Así fue el pacto.

– ¿Qué pacto? No recuerdo ningún pacto. -Nada de preguntas chuecas. Tú vienes, yo estoy. Tú te vas, yo me quedo.

– ¿Y el futuro?

– Del futuro hablaremos cuando llegue. -¿Por qué te acuestas conmigo?

– ¿Y con quién más? -Conmigo.

Se detuvo ante él, los brazos en jarras, las manos apoyadas en la cintura como si fuera a cantarle una ranchera. -Porque eres un güey bien puesto -dijo, mirándolo de arriba abajo, con mucha lentitud y mucho aprecio-. Porque tienes ojos verdes, un trasero criminal de bonito, unos brazos fuertes… Porque eres un hijo de la chingada sin ser del todo egoísta. Porque puedes ser duro y dulce al mismo tiempo… ¿Te basta con eso? -sintió que se le tensaban los rasgos del rostro, sin querer-… También porque te pareces a alguien que conocí.

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