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– ¿Y el pilotín?

– Cerca del capitán y del piloto, atento a sus órdenes. Anotando en el libro de a bordo las incidencias, las horas, la maniobra… Era un chico joven, ¿verdad?

– Quince años.

Advirtió una nota de conmiseración en la voz de Tánger. Casi un niño, quería decir. Al menos, pensó, había vivido para contarlo.

– En aquel tiempo se embarcaban ya desde los diez o los doce para aprender el oficio… Supongo que estaría excitado por la aventura. A esa edad no se asusta uno fácilmente. Y aquel muchacho ya era veterano. Al menos había cruzado una vez el Atlántico en ambas direcciones.

– Su relato fue muy preciso. Era un jovencito listo… Gracias a él podemos reconstruir aproximadamente lo que pasó. Y gracias a ti.

Coy hizo una mueca.

– Yo sólo puedo imaginar cómo sucedió lo que tú me cuentas.

La luz rojiza que salía por el tambucho le seguía iluminando a Tánger el rostro. Escuchaba con avidez las explicaciones de Coy, con una atención que éste nunca la había visto dedicarle en tierra.

– ¿Y el corsario? -preguntó ella.

Coy intentó evocar la situación a bordo del jabeque. Cazadores profesionales en plena faena.

– Con este rumbo y este viento -aventuró-, tal vez tenía la ventaja de su gran vela latina en el trinquete. Era un barco diseñado para navegar por el Mediterráneo, adaptándose a los cambios de viento y a que éste soplara escaso… Aquella noche, esa vela a proa lo hizo sin duda ir muy rápido. Su aparejo de polacra le permitiría, además, llevar desplegada alguna gavia, y tal vez el juanete del mayor. Creo que llevaría un rumbo que lo situase poco a poco entre el “Dei Gloria” y la costa, para cortarle al bergantín la posibilidad de refugiarse en Águilas cuando roló el viento al amanecer.

– Tuvo que ser angustioso.

– Claro que lo fue.

Miró la línea algo más sombría de la costa, tras la que se ocultaba ya la luz del faro de Gata. Por el través, una punta de tierra sombría empezaba a descubrir la ensenada luminosa de San José. Con esas dos referencias hizo un par de enfilaciones mentales, situándose sobre una carta imaginaria. Pensó en la tripulación del bergantín subiendo a tientas a los palos, aferrando o largando vela según el viento y las necesidades de la maniobra, la áspera lona en los dedos entumecidos, el estómago apoyado en las vergas, oscilantes los pies en el vacío con el único apoyo de los marchapiés.

– Creo que sucedió más o menos así -concluyó-. Y la esperanza del capitán Elezcano de dejar atrás al jabeque duró toda la noche. Quizá intentó alguna maniobra evasiva, como cambiar de rumbo e intentar despistarlo en la oscuridad, pero ese tal Misián debía de sabérselas todas… Al hacerse de día, los tripulantes del “Dei Gloria” debieron de descorazonarse cuando vieron al “Chergui” todavía allí, entre ellos y tierra, acortando distancia… Tal vez entonces, mientras el piloto se encargaba de calcular la posición, el capitán del bergantín tomó una decisión desesperada: más lona arriba, desplegando juanetes. Entonces se rompió el mastelero, y el corsario se les vino encima.

Y hablando de venirse encima, observó Coy, la luz a proa que el génova ocultaba de vez en cuando parecía hallarse más cerca, en la misma posición que antes. Así que cogió los prismáticos Steiner y anduvo por la banda de barlovento, agarrándose a los obenques, hasta el balcón de proa, junto al ancla trincada en su roldana. La luz tenía una forma extraña, demasiada para un simple pesquero, pero no lograba identificarla con una forma definida. Si fuese un barco navegando de vuelta encontrada, tal vez un mercante por la cantidad y el tamaño de las luces, debería divisar su roja de babor o la verde de estribor, o las dos en caso de que el otro les apuntara con su proa. Pero no lograba ver nada de eso. Y sin embargo, decidió inquieto, parecía demasiado cerca.

Navegar de noche era una puñetera mierda, se dijo con fastidio, regresando a la bañera. Tánger lo miraba inquisitiva.

– Ponte el chaleco salvavidas -dijo él.

Algo no iba bien, y su instinto de marino empezaba a tocar zafarrancho. Bajó a la camareta, puso a funcionar el radar que se hallaba en espera, y en la pantalla verde apareció un eco negro. Tomó distancia y marcación, comprobando que estaba a dos millas y que venía directamente hacia ellos. Un eco grande y amenazador.

– ¡Piloto! -llamó.

No sabía qué diablos era aquello, pero en poco tiempo iban a tenerlo encima. Mientras subía por la escala del tambucho hizo cálculos rápidos. En las inmediaciones del cabo de Gata, el dispositivo de separación del tráfico ordenaba a los mercantes en ruta hacia el sur mantenerse a cinco millas de la costa. El “Carpanta” navegaba cerca de ese límite, así que podía tratarse de un buque navegando más pegado a tierra de la derrota habitual. Su velocidad sería de unos quince nudos; sumados a los cinco del “Carpanta”, eso hacía veinte millas recorridas en sesenta minutos. Dos millas en seis: ése era el tiempo de que disponían para que uno u otro maniobrasen, antes de la colisión. Seis minutos. Tal vez menos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tánger.

– Problemas.

Comprobó que ella se había puesto el chaleco salvavidas autoinflable, provisto de una luz estroboscópica que se encendía al contacto con el agua. Se puso el suyo a medias, cogió la linterna y volvió a la proa, iluminado al pasar por la luz roja de babor situada en los obenques. Las otras luces, amenazadoras, se hallaban cada vez más cerca, sin alterar el rumbo. Encendió la linterna, haciendo señales intermitentes hacia ellas, y luego repitió lo mismo alumbrando la gran vela desplegada del “Carpanta”. Cualquier marino en el puente de un mercante debía ver aquello. Iluminó un instante la esfera del reloj. Doce menos cinco. Aquélla era la peor hora del mundo. A bordo del barco que se aproximaba estaría a punto de cambiar la guardia. Seguramente, confiado en el radar, el oficial se encontraba sentado en la mesa de cartas, escribiendo las incidencias en el libro de a bordo antes de ser relevado; y el responsable del siguiente cuarto no estaba todavía en el puente. Tal vez hubiera un adormilado timonel filipino, ucraniano o indio holgazaneando en alguna parte, o en el retrete. Los muy canallas.

Regresó apresuradamente a la bañera. El Piloto ya estaba allí, preguntando qué pasaba. Coy señaló las luces a proa.

– Jesús -murmuró el Piloto.

Tánger los observaba desconcertada, con la gruesa banda roja del chaleco salvavidas ajustada sobre el chaquetón.

– ¿Es un barco?

– Es un hijo de puta y viene derecho.

Ella tenía el mosquetón del arnés de seguridad en la mano, y miraba a uno y otro como si no supiera qué hacer. A Coy le pareció insólitamente indefensa.

– No te enganches a nada -aconsejó-. Por si acaso.

No era bueno estar amarrado a un barco que pueda ser partido en dos. Volvió a meterse por el tambucho y se pegó a la pantalla de radar. Navegaban a vela y tenían teórica preferencia de paso, pero eso y nada era lo mismo. Por otra parte, estaban ya demasiado cerca para maniobrar alejándose de la derrota del otro. Y de lo que no cabía duda era de que se trataba de un barco grande. Demasiado grande. Maldecía de sí mismo por el descuido, por no haber previsto antes el peligro. Seguía sin ver luces rojas ni verdes, y sin embargo el mercante estaba allí, en línea recta hacia ellos, a una milla escasa. Sintió temblar el motor del “Carpanta” al ponerse en marcha. El Piloto acababa de encenderlo. Salió de nuevo afuera.

– No nos ve -dijo.

Y sin embargo llevaban sus luces de navegación encendidas, le habían hecho señales luminosas, y el “Carpanta” arbolaba en lo alto del palo un buen repetidor de señales de radar. Coy terminó de ajustarse el chaleco salvavidas. Estaba furioso y confundido. Furioso consigo mismo por haberse distraído con las estrellas y la conversación, y no prever el peligro. Confundido porque seguía sin ver las luces roja y verde de lo que se les venía encima.

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