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– ¿Cuántas estrellas conoces? -preguntó.

Coy encogió los hombros antes de responder que conocía treinta o cuarenta. Las imprescindibles para su trabajo. Aquélla era la estrella maestra; la Polar, dijo. A su izquierda podía verse la Osa Mayor, con su forma de cometa invertida, y un poco por encima estaba Cefeo. El grupo en forma de W era Casiopea. W de whisky.

– ¿Y cómo puedes localizarlas, entre tantas?

– A cierta hora, y según las épocas del año, unas son más visibles que otras… Si tomas la Polar como punto de partida y vas trazando líneas y triángulos imaginarios, puedes identificar las principales.

Tánger miraba arriba, interesada, apenas iluminado el rostro por la claridad rojiza que salía del tambucho. La luz de las estrellas se reflejaba en sus ojos, y Coy recordó una tonada de su juventud:

A cantar a una niña

yo la enseñaba…

Sonrió en la penumbra. Quién se lo hubiera dicho, veintitantos años atrás.

– Si formas un triángulo -dijo- con las dos estrellas bajas de la Osa Mayor y la Polar, en el tercer vértice, ¿ves?… encuentras Capella. Allí, sobre el horizonte. A esta hora todavía se la ve muy abajo, aunque luego ascenderá, porque esas estrellas giran hacia poniente alrededor de la Polar.

– ¿Y aquel montoncito luminoso?… Parece un racimo de uvas.

– Son las Pléyades. Brillarán más cuando estén arriba.

Ella repitió ‘las Pléyades’ en voz baja, contemplándolas largo rato. Aquellas lucecitas en las pupilas, pensó Coy, la hacían parecer sorprendentemente joven. De nuevo la foto en el marco, la copa abollada, vagaron por su memoria, envueltas en la vieja canción:

Nombres de las estrellas

saber quería.

– Ésa tan luminosa es Andrómeda -indicó-. Está junto al cuadrado de Pegaso, que los antiguos astrónomos imaginaban como un caballo alado visto al revés… Y allí mismo, si te fijas, un poco a la derecha, está la Nebulosa… ¿La ves?

– Sí… La veo.

Había una suave excitación en su voz; el descubrimiento de algo nuevo. De algo inútil, inesperado y hermoso.

Qué noche aquella,

en que le di mil nombres

a cada estrella.

Canturreaba Coy entre dientes, muy bajito. El balanceo del barco, la noche cada vez más intensa, la cercana presencia de ella lo sumían en un estado muy próximo a la felicidad. Uno va al mar, pensaba, para vivir momentos así. Le había pasado los prismáticos de 7’50 y Tánger observaba el cielo, las Pléyades, la Nebulosa, buscando puntos luminosos que él iba señalando con el dedo.

– Todavía no puede verse Orión, que es mi favorita… Orión es el Cazador, con su escudo, su cinturón y la vaina de su espada… Tiene unos hombros que se llaman Betelgeuse y Bellatrix y un pie que se llama Rigel.

– ¿Por qué es tu favorita?

– Resulta lo más impresionante que hay allá arriba. Más que la Vía Láctea. Y una vez me salvó la vida.

– Vaya. Cuéntame eso.

– No hay mucho que contar. Yo tendría trece o catorce años y había salido a pescar, con un botecito de vela. Se levantó mal tiempo, muy cerrado, y me pilló la noche en el mar. No llevaba brújula y no podía orientarme… De pronto se abrieron un poco las nubes y reconocí Orión. Puse rumbo y llegué a puerto.

Tánger se quedó un rato callada. Tal vez me imagina, aventuró Coy. Un niño perdido en el mar, buscando una estrella.

– El Cazador, el caballo Pegaso -ella volvía a recorrer el cielo-… ¿De veras eres capaz de ver todas esas figuras allá arriba?

– Claro. Resulta fácil cuando miras durante años y años… De cualquier modo, pronto las estrellas brillarán inútilmente sobre el mar, porque los hombres ya no las necesitan para buscar su camino.

– ¿Eso es malo?

– No sé si es malo. Sé que es triste.

Había una luz muy lejos frente a la proa, por la amura de estribor, que aparecía y desaparecía bajo la sombra oscura de la vela. Coy le echó un vistazo atento. Tal vez era un pesquero, o un mercante que navegaba cerca de la costa. Tánger miraba el cielo y él se quedó un rato pensando sobre luces: blancas, rojas, verdes, azules o de cualquier otro color, nadie ajeno al mar podía sospechar lo que significaban para un marino. La intensidad de su lenguaje de peligro, de aviso, de esperanza. Lo que suponía su búsqueda e identificación en noches difíciles, entre olas de temporal, en arribadas calmas, prismáticos pegados a la cara, intentando distinguir el centelleo de un faro o una baliza entre miles de odiosas, estúpidas, absurdas luces encendidas en tierra. Existían luces amigas y luces asesinas, e incluso luces vinculadas al remordimiento; como cierta vez que Coy, segundo oficial a bordo del petrolero “Palestine”, en ruta de Singapur al Pérsico, creyó ver a las tres de la madrugada dos bengalas rojas lanzadas muy lejos. Pese a no estar completamente seguro de que fueran señales de socorro, había despertado al capitán. Éste subió al puente a medio vestir, soñoliento, para echar un vistazo. Pero no hubo más bengalas, y el capitán, un guipuzcoano seco y eficiente llamado Etxegárate, no consideró oportuno desviarse de la ruta; ya habían perdido, dijo, demasiado tiempo dejando atrás el faro Raffles y el estrecho de Malaca con su tráfico endiablado. Aquella noche, Coy pasó el resto de la guardia atento al canal 16 de la radio, por si captaba la llamada de un barco en apuros. No hubo nada; pero nunca pudo olvidar las dos bengalas rojas, tal vez la provisión de emergencia que un marino angustiado disparaba en la oscuridad, a modo de última esperanza.

– Cuéntame -dijo Tánger- cómo fue aquella noche a bordo del “Dei Gloria”.

– Creí que lo sabías de sobra.

– Hay cosas que yo no puedo saber.

El tono de su voz no tenía nada que ver con el de otras veces. Para su sorpresa comprobó que sonaba muy próximo; casi dulce. Eso lo hizo removerse incómodo en el banco de teca, y al principio no supo qué responder. Ella aguardaba, paciente.

– Bueno -dijo él por fin-. Si el viento era el mismo que tenemos nosotros, casi en popa redonda, lo lógico es que el capitán…

– El capitán Elezcano -apuntó ella.

– Sí… Eso es… Que el capitán Elezcano hiciera arriar los foques y las velas de estay, si las llevaba. Seguramente dejaría también sin lona el palo mayor, para que la gran vela cangreja no forzase el timón ni le tapara el viento al velacho y la trinquete; o tal vez se limitó a quitar la cangreja, dejando desplegada la gavia. También pudo largar alas o rastreras, aunque dudo que lo hiciera de noche… Lo seguro es que, conociendo su barco, lo puso en disposición de correr lo más posible, sin que un exceso de lona le partiese un palo.

El viento refrescaba un poco, siempre por la popa, levantando marejadilla. Dedicó una ojeada al anemómetro y luego observó la enorme sombra de la vela. Puso la manivela en el alvéolo del winche de estribor, cazó un poco la escota y el “Carpanta” escoró unos pocos grados, ganando medio nudo.

– Según me contaste -prosiguió tras poner la manivela en su sitio y adujar el chicote de la escota-, el viento debía de ser algo más fuerte que el que nosotros tenemos ahora. Hay dieciséis nudos de viento real, lo que es fuerza 4 en la escala de Beaufort… Ellos posiblemente tendrían entre veinte y veintitantos nudos, lo que supone fuerza 5 a 6. Algo para hacerles correr, desde luego. Irían más rápidos que nosotros, ligeramente escorados a estribor, con el viento llegándoles igual, muy largo, desde popa.

– ¿Qué hacían los hombres?

– Dormirían poco; en especial tus dos frailes. Seguramente estaban todos atentos al perseguidor, al que apenas podrían distinguir en la noche. Si a esa hora había luna, quizá de vez en cuando avistaran la sombra de su vela por la popa… Uno y otro irían sin luces, para no delatar su posición. Los hombres de la guardia estarían agrupados al pie de los palos, dormitando un poco o mirando preocupados por la borda, a la espera de que les ordenasen subir otra vez para ajustar la lona… El resto, junto a los cañones; prevenidos por si de pronto el corsario se echaba encima. El capitán, en la toldilla todo el tiempo; atento atrás y a los crujidos de la arboladura y al gualdrapeo de las velas en lo alto. Un timonel a la caña, manteniendo el rumbo… Sin duda esa noche gobernaba el mejor timonel.

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