Литмир - Электронная Библиотека

– Nunca sabremos si fue un encuentro casual -dijo Tánger.

Contemplaba el mar, pensativa. Incursión de un corsario en busca de botín al azar, o mano negra desde Madrid, guiando el rumbo del “Chergui” para interceptar al “Dei Gloria”, sabotear la maniobra de los jesuitas y hacerse con el cargamento de esmeraldas: alguien podía estar haciendo doble juego en el gabinete de la Pesquisa Secreta. Pero aquél era tal vez el único misterio que jamás podría ser resuelto.

– Quizá lo siguió desde Gibraltar -dijo Coy, recorriendo horizontalmente la carta con el dedo.

– O tal vez esperaba escondido en cualquier ensenada -apuntó ella-. Durante varios siglos, toda esa costa estuvo frecuentada por corsarios… Se acercaban mucho a tierra, guareciéndose en playas ocultas para protegerse de los vientos o hacer aguada, y sobre todo al acecho de presas. ¿Veis? -indicó un lugar en la carta, entre la Punta de los Frailes y la Punta de la Polacra-… Esta ensenada que hay aquí, y que ahora se llama de los Escullos, a principios del siglo XIX todavía se llamaba ensenada de Mahomet Arráez, y así figura en las cartas y derroteros de la época. Y un arráez, entre otras cosas, era el capitán de un barco corsario morisco… Y mirad este otro sitio: aún se llama isleta del Moro. Ésa es la razón de que todas las poblaciones se construyeran en el interior o en alturas, a fin de resguardarse de las incursiones piratas…

– Moros en la costa -apuntó el Piloto.

– Sí. De ahí viene esa frase hecha. Por eso está llena de antiguas torres de vigilancia, atalayas encargadas de alertar a los vecinos.

El sol, cada vez más bajo por la popa, empezaba a dar tonos rojizos a su piel moteada. La brisa hacía aletear la carta náutica en sus manos. Observaba la costa próxima con concentrada avidez, como si los accidentes geográficos estuvieran desvelándole viejos secretos.

– Aquella tarde del 3 de febrero -prosiguió-, nadie tuvo que alertar al capitán Elezcano. Conocía de sobra los peligros y debía de andar prevenido. Por eso el corsario no pudo sorprenderlo, y la persecución fue larga -ahora Tánger recorría el litoral trazado en la carta, en dirección ascendente-… Duró toda la noche, con el viento en popa, y el corsario sólo pudo atacar cuando, al desplegar más vela, al “Dei Gloria” se le rompió el palo trinquete.

– Seguramente -apuntó Coy- porque al fin decidió largar las juanetes. Si lo hizo a pesar de la arboladura en mal estado, es que debía de tener al corsario encima. Un recurso desesperado, supongo -consultó al Piloto-. Demasiado trapo arriba.

– Intentaría llegar a Cartagena -opinó el otro.

Coy observó a su amigo con curiosidad. La habitual flema de éste parecía dejar paso a un interés que raras veces había visto en él. Como si también, pensó asombrado, se estuviera contagiando del ambiente. Poco a poco, a medida que se intensificaba la fascinación del misterio próximo, Tánger los enrolaba a todos en aquella extraña tripulación seducida por el fantasma de un barco envuelto en penumbra verde. Clavado en el muñón de su mástil podrido, el doblón de oro del capitán Ahab relucía para todos.

– Claro -asintió Coy-. Pero no llegó a ninguna parte.

– ¿Y por qué no se rindió, en vez de pelear?

Como de costumbre, Tánger tenía una explicación para eso:

– Si los corsarios eran berberiscos, el destino de los marinos apresados habría sido terminar como esclavos. Y si eran ingleses, el hecho de que en ese momento España estuviese en paz relativa con Inglaterra empeoraba las cosas para la tripulación del “Dei Gloria”… Aquel tipo de acciones solían terminar con el exterminio de los testigos, para no dejar pruebas. Y además, estaban las esmeraldas… Así que no es extraño que el capitán Elezcano y sus hombres lucharan hasta el fin.

Con la bota de vino en la mano, el Piloto estudiaba la carta. Bebió un trago y chasqueó la lengua.

– Ya no hay marinos como ésos -dijo.

Coy estaba de acuerdo. A la crueldad del mar y su dureza, a las infames condiciones de vida a bordo, los marinos de aquel tiempo debían sumar los peligros de la guerra, el cañoneo, los abordajes. Si ya era terrible enfrentarse a un temporal, peor tenía que ser un barco enemigo. Recordaba sus prácticas como alumno en el “Estrella del Sur”, y se estremecía sólo de imaginarse trepando por la jarcia oscilante de un barco para aferrar una vela entre la metralla y los cañonazos, con las drizas rotas y las astillas saltando por todas partes.

– Lo que ya no hay -murmuró Tánger- es hombres como ésos.

Contemplaba el mar y las velas del “Carpanta” hinchadas por el viento, y en su voz latía la nostalgia de todo cuanto no había conocido; del enigma hallado entre viejos libros y cartas náuticas, alertándola, como el destello lejano de un faro en la marejada, de que todavía quedaban mares por navegar y naufragios por encontrar, y persecuciones a toda vela, y esmeraldas y sueños que sacar a la luz del día. Entre las puntas del cabello que le azotaban la cara, sus ojos parecían absortos evocando cubiertas escoradas, rumor del agua, espuma en la estela; aquella caza que de pronto parecía revivir dramática ante sus ojos, y que también los arrastraba a ellos dos: el marino sin barco y el marino sin sueños. Y Coy comprendió, de pronto, que en ese lejano atardecer del 3 de febrero de 1767, Tánger Soto habría querido estar en uno de aquellos dos barcos. De lo que no estaba seguro era de si a bordo de la presa, o del cazador. Aunque tal vez diera lo mismo.

Como había pronosticado el Piloto, el viento roló un poco a popa antes del anochecer; y todavía lo hizo más cuando doblaron el cabo de Gata, ya entre dos luces y con el sol bajo el horizonte, el haz del faro iluminando a trechos las paredes rocosas de la montaña. Así que arriaron la vela mayor y siguieron con rumbo nordeste, floja la escota del génova amurado ahora a babor. Antes de que estuviese oscuro del todo, los dos marinos dispusieron el barco para la navegación nocturna: líneas de vida a lo largo de las bandas, chalecos salvavidas autoinflables con arneses de seguridad, prismáticos, linternas y bengalas blancas al alcance de la mano. Después, el Piloto preparó una cena rápida a base de fruta, encendió el radar, la lámpara roja de la mesa de cartas y las luces de navegación a vela, y se fue a dormir un rato, dejando a Coy de guardia en la bañera.

Tánger se quedó con él. Mecida por el balanceo del barco, las manos en los bolsillos del chaquetón del Piloto, el cuello subido, miraba las luces que a veces aparecían lejos punteando la costa de Almería, cuyo perfil escarpado podía adivinarse en la breve claridad del cielo de poniente. Al rato expresó su extrañeza al ver tan pocas luces, y Coy le dijo que aquel sector, del cabo de Gata al cabo de Palos, era el único del litoral mediterráneo español no invadido aún por la lepra de cemento de las urbanizaciones turísticas. Demasiadas montañas, costa rocosa y pocas carreteras obraban el milagro de mantenerlo casi virgen. De momento.

Mar adentro, por la banda opuesta a la de tierra, pequeños puntos de claridad tras el horizonte delataban la presencia de mercantes que seguían rumbos paralelos al “Carpanta”. Sus derrotas más abiertas que la del velero los mantenían lejos; pero Coy procuraba no perderlos de vista, y a intervalos tomaba marcaciones mentales de sus posiciones respectivas: demora constante y distancia acortándose, según el viejo principio marino, significaba colisión segura. Se inclinó sobre la bitácora para comprobar rumbo y corredera. El “Carpanta” navegaba con la proa apuntando a los 40º del compás, a cuatro nudos. Impulsado por el lebeche bonancible, con el rumor del agua a lo largo del casco, el barco se deslizaba muy a gusto sobre el mar rizado, bajo la bóveda oscura donde ya podían reconocerse las estrellas. La Polar estaba en su sitio, centinela inmutable del norte, en la vertical de la amura de babor. Tánger siguió su mirada hacia lo alto.

64
{"b":"125164","o":1}