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A las diez de la noche alcanzaron los 3º de longitud al oeste de Greenwich. Salvo breves apariciones en cubierta, siempre con su aire de sonámbula, Tánger pasó casi todo el tiempo recluida en su camarote, y un par de veces que Coy pasó por allí, encontrándola dormida, comprobó que la caja de Biodramina disminuía sus existencias con rapidez. El resto del tiempo, cuando estaba despierta, volvía a sentarse a popa, quieta y silenciosa, frente a la línea de la costa que pasaba despacio por la banda de babor. Apenas probó la comida que preparaba el Piloto, aunque aceptó cenar un poco más cuando éste dijo que eso le asentaría el estómago. Se fue a dormir pronto, apenas oscureció, y los dos hombres se quedaron en la bañera viendo aparecer las estrellas. El viento sopló de proa toda la noche, obligándolos a navegar a motor. Eso los decidió a entrar en el puerto de Almerimar a las seis dela mañana del día siguiente, para repostar gasóleo, descansar un poco y cargar provisiones en tierra.

Soltaron amarras a las dos de la tarde con viento favorable: un sursudeste fresquito que, apenas dejaron en franquía la baliza de Punta Entinas, les permitió por fin apagar el motor y largar primero la mayor y luego el génova amurado a estribor, navegando a un descuartelar a velocidad razonable. La marejada había disminuido y Tánger se encontraba mucho mejor. En Almerimar, amarrados junto a un añejo pesquero báltico transformado por los ecologistas para el seguimiento de cetáceos en el mar de Alborán, había estado ayudando al Piloto a baldear a manguerazos la cubierta. Parecía hacer buenas migas con él, y éste la trataba con una mezcla de atención y respeto. Después de comer en el club náutico estuvieron tomando café en un bar de pescadores, y allí Tánger le explicó los avatares de la singladura del “Dei Gloria”, que había estado siguiendo, dijo, una ruta semejante a la que ellos recorrían. El Piloto se interesó por las características marineras del bergantín, y ella respondió a todas sus preguntas con el aplomo de quien había estudiado el asunto hasta en sus menores detalles. Una chica lista, comentó el Piloto en un aparte, cuando iban de regreso al velero cargados con paquetes de comida y botellas de agua. Coy, que la miraba caminar delante de ellos por el muelle, tejanos, camiseta y zapatillas deportivas, la cintura esbelta y el pelo agitado por la brisa, una bolsa del supermercado en cada mano, se mostró de acuerdo. Tal vez demasiado lista, estuvo a punto de decir. Pero no lo dijo.

Ella no volvió a marearse. El sol empezaba a descender en el horizonte, a popa, y el “Carpanta” navegaba con toda la vela arriba y cuatro nudos en la corredera, frente al golfo de Adra, con el viento rolando ahora al sur, por el través. Coy, cuyo ojo tumefacto ya estaba aliviado de modo razonable, vigilaba la proa; y en la bañera, con manos expertas en remendar redes y velas, el Piloto le repasaba con aguja e hilo las costuras en la chaqueta descosida cuando el incidente de Old Willis, sin dar puntada en falso pese al balanceo. Tánger asomó por el tambucho, preguntó la posición y Coy se la dijo. Al cabo de un momento vino a sentarse entre ellos con una carta náutica en las manos. Cuando la desplegó al socaire de la pequeña cabina, Coy vio que era la 774 del Almirantazgo británico: de Motril a Cartagena, incluida la isla de Alborán. Para uso en distancias largas, las cartas inglesas de punto menor resultaban más cómodas que las españolas: tenían todas el mismo tamaño y eran muy manejables.

– Fue por aquí, y más o menos a esta hora, cuando desde el “Dei Gloria” vieron las velas del corsario -explicó Tánger-. Navegaba siguiendo su estela, acortando distancia poco a poco. Podía tratarse de un barco cualquiera, pero el capitán Elezcano era hombre desconfiado, y le pareció sospechoso que empezara a acercarse después de dejar atrás Almería, cuando había por delante una larga costa desprovista de refugios para el bergantín… Así que ordenó poner más vela y mantener la vigilancia.

Indicaba la posición aproximada en la carta, ocho o diez millas al sudoeste del cabo de Gata. Coy pudo imaginar sin esfuerzo la escena: los hombres escudriñando a popa desde la cubierta inclinada, el capitán en la toldilla estudiando a su perseguidor a través del catalejo, los rostros preocupados de los padres Escobar y Tolosa, el cofre de esmeraldas cerrado con llave en la cámara. Y de pronto el grito, la orden de forzar vela que envía a los marineros flechastes arriba para desplegar más lona; los foques flameando sobre el bauprés antes de tensarse con el viento, el barco escorando un par de tracas más al sentir arriba el aumento de trapo. La estela de espuma recta sobre el mar azul; y atrás en ella, hacia el horizonte, las velas blancas del “Chergui” iniciando ya abiertamente la caza.

– Faltaba poco para el anochecer -prosiguió Tánger, tras echar una ojeada al sol que seguía bajando hacia la popa del “Carpanta”-. Más o menos como ahora. Y el viento soplaba del sur, y luego del sudoeste.

– Eso es lo que está pasando -dijo el Piloto, que había terminado con la chaqueta y observaba el mar rizado y el aspecto del cielo-. Todavía rolará un par de cuartas a popa antes de que se haga de noche, y tendremos lebeche fresco al doblar el cabo.

– Magnífico -dijo ella.

Los ojos azul marino iban de la carta al mar y las velas, expectantes. Tenía dilatadas las aletas de la nariz, comprobó Coy, y respiraba profundamente con la boca entreabierta, como si en ese momento se hallase contemplando la lona en la arboladura del “Dei Gloria”.

– Según el informe del pilotín superviviente -prosiguió Tánger-, el capitán Elezcano dudaba al principio sobre izar todas las velas. El barco había sufrido durante el temporal de las Azores, y los palos superiores no eran de fiar.

– Te refieres a los masteleros -apuntó Coy-. Los palos superiores se llaman masteleros. Y si como dices estaban mal, un exceso de vela podía terminar partiéndolos… Si el bergantín tenía el viento como nosotros por el través, supongo que largaría foques, velas bajas de estay, cangreja, trinquete, y tal vez la gavia y el velacho, bien braceadas a sotavento y reservándose las velas altas, las juanetes, para no correr riesgos… Al menos de momento.

Tánger asintió con un movimiento de la cabeza. Contemplaba el mar a popa cual si el corsario estuviese allí.

– Debía de volar sobre el mar. El “Dei Gloria” era un barco rápido.

Coy miró a su vez hacia atrás.

– Por lo visto, también el otro lo era.

Ahora se trasladaba con la imaginación a la cubierta del corsario. Según las características del barco que les había descrito Lucio Gamboa en Cádiz, el “Chergui”, jabeque aparejado de polacra, navegaría en ese momento con toda la vela arriba, la enorme latina del trinquete bien henchida al viento y amurada en el bauprés, velas del palo mayor desplegadas, latina y gavia en el mesana, cortando el mar con sus afiladas líneas de barco construido para el Mediterráneo, las portas cerradas pero la tripulación de guerra preparando los cañones lista para combatir, y aquel fulano inglés, el capitán Slyne, o Misián, el hijo de la gran puta, de pie en la alta e inclinada toldilla, sin apartar los ojos de su presa. La caza por la popa solía ser caza larga, el bergantín perseguido también era rápido, y la tripulación corsaria debía de tomarse las cosas con calma, consciente de que, salvo que la presa rompiera algo, no estarían cerca hasta después del amanecer. Coy podía imaginarlos bien: renegados, escoria peligrosa de los puertos. Malteses, gibraltareños, españoles y norteafricanos. Lo peor de cada casa, prostíbulo y taberna: piratas cualificados que navegaban y combatían bajo una cobertura técnicamente legal la patente de corso, que en teoría los ponía a salvo de colgar de una cuerda si eran capturados. Chusma valerosa y cruel, desesperados sin nada que perder y todo por ganar, bajo el mando de capitanes sin escrúpulos que hacían el corso con patentes de los reyezuelos moros o de su majestad británica, según las circunstancias, con cómplices en cualquier puerto donde las voluntades se compraran con dinero. También España había tenido gente así: oficiales expulsados de la Armada, privados de su título o caídos en desgracia, aventureros en busca de fortuna o de seguir pisando la cubierta de un navío, que se ponían al servicio de cualquiera; a menudo sociedades comerciales que armaban barcos y vendían el producto de las presas cotizando tranquilamente en bolsa. En otro tiempo, reflexionaba Coy con íntimo sarcasmo, oficial deshonrado y sin trabajo, tal vez él mismo habría terminado en un corsario. Con los avatares del mar, lo mismo podía haberse hallado a bordo de la presa que del cazador, dos siglos y medio atrás, navegando aquellas mismas aguas, a toda vela y con la silueta parda del cabo de Gata adivinándose en el horizonte.

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