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X. LA COSTA DE LOS CORSARIOS

Se pone la vida a tres o

cuatro dedos de la muerte,

que es el grueso de la tabla

del navío.

García de Palacios.

“Instrucción náutica”

El viento de levante roló a tierra antes del amanecer, aunque volvió a soplar de proa en cuanto el sol se levantó un poco en el horizonte. No era muy fuerte, apenas diez o doce nudos, pero bastó para convertir la marejada en la ola corta, picada y molesta del Mediterráneo. De ese modo, cabeceando impulsado por el motor entre pequeños rociones que a veces dejaban rastros de sal en el quita vientos de la bañera, el “Carpanta”pasó al sur de Málaga, ganó el paralelo 360º 30’, y allí puso rumbo directo al este.

Al principio Tánger no mostró señales de mareo. Coy la había estado observando en la oscuridad, sentada e inmóvil en una de las sillas de madera que el barco tenía sujetas al balcón de la cubierta de popa, enfundada en el chaquetón marino del Piloto cuyas solapas levantadas le cubrían medio rostro. Poco después de medianoche, cuando arreciaba la marejada, fue a llevarle un chaleco salvavidas auto inflable y un arnés de seguridad, cuyo mosquetón él mismo enganchó al baquestay. Le preguntó cómo se encontraba, ella respondió que perfectamente, gracias, y él sonrió para sus adentros recordando la caja de Biodramina que un rato antes, al bajar en busca de los chalecos y los arneses, había visto abierta sobre la litera que el Piloto le había asignado en los camarotes de popa. De cualquier modo, estar sentada allí con la brisa nocturna en la cara la haría sentirse menos incómoda. Aun así, le dijo, aunque te encuentres perfectamente, yo de ti me sentaría en la otra banda, en la aleta de babor, lejos de la salida de gases del motor que tienes debajo. TÁNGER repuso que estaba bien allí. Él se encogió de hombros, regresando a la bañera, y ella aguantó diez minutos antes de cambiar de sitio.

A las cuatro de la madrugada el Piloto se había hecho cargo de la guardia, y Coy bajó a descansar. Se tumbó en su estrecho camarote de popa, que tenía apenas el espacio para una litera y una taquilla. Lo hizo vestido, sobre un saco de dormir, y minutos después dormía mecido por el balanceo: un sopor profundo, desprovisto de sueños, donde vagaban sombras difusas parecidas a barcos, sumidas en una fantasmal penumbra verde. Al fin lo despertó un rayo de sol que entraba por el portillo, subiendo y bajando con el vaivén de la marejada. Se quedó sentado en la litera, frotándose el cuello y el ojo dolorido, con el roce de la barba en la palma de la mano. Más vale que te afeites de una vez, se dijo. Así que pasó por el estrecho pasillo en dirección al cuarto de baño, y de camino miró dentro del otro camarote de popa, que tenía la puerta y el portillo abiertos para que corriese el aire. Tánger estaba dormida boca abajo en la litera, todavía con el chaleco salvavidas y el arnés puestos. No se le veía el rostro porque el pelo rubio estaba revuelto por encima. Los pies calzados con zapatillas de tenis sobresalían de la litera. Apoyado en el marco de la puerta, Coy estuvo escuchando su respiración, que a veces interrumpía un sobresalto o un leve gemido. Luego fue a afeitarse. El ojo hinchado no estaba mal, y la mandíbula sólo dolía mucho al bostezar. Pese a todo, meditó consolándose, había salido bien librado de la entrevista en Old Willis. Animado por la idea, conectó la bomba de agua para lavarse un poco, calentó café en el microondas, y procurando que no se derramara con el balanceo, bebió una taza y le subió otra al Piloto. Al asomar la cabeza por el tambucho lo encontró sentado en la bañera, con un gorro de lana en la cabeza y pelos grises de barba en la cara cobriza. La costa andaluza se adivinaba en la calima, dos millas por el través de babor.

– Apenas te fuiste a dormir, ella vomitó por la borda – informó el Piloto, cogiendo la taza caliente-. Lo echó todo. Hasta la última papilla.

La perra orgullosa, pensó Coy. Lamentaba haberse perdido el espectáculo: la reina de los mares y los naufragios, con todo su golpe de superioridad manifiesta, agarrada al guardamancebos y echando la pota. Maravilloso.

– No me lo puedo creer.

Era evidente que sí se lo creía. El Piloto lo observaba, pensativo.

– Parecía que sólo esperaba a que te quitaras de en medio…

– De eso no te quepa duda.

– Pero no se quejó ni una vez. Cuando fui a preguntarle si necesitaba algo, me mandó al diablo. Luego, más tranquila, bajó a acostarse como una sonámbula.

El Piloto bebió algunos tragos de café y chasqueó la lengua, como cada vez que llegaba a una conclusión.

– No sé por qué sonríes -dijo-. Esa chica tiene casta.

– Demasiada, Piloto -Coy dejó escapar entre dientes una carcajada agria-. Demasiada casta.

– Hasta la vi levantarse tanteando en busca de sotavento antes de largarlo todo… No se precipitó, sino que fue allí despacio, sin perder las maneras. Y luego, al pasar por mi lado, miré su cara ala luz de la camareta: estaba blanca, pero tuvo voz para darme las buenas noches.

Dicho aquello, el Piloto se quedó un rato callado. Parecía reflexionar.

– ¿Estás seguro de que sabe lo que hace?

Le ofrecía a Coy la taza, mediada. Éste bebió un corto sorbo antes de devolvérsela.

– Yo sólo estoy seguro de ti.

El otro se rascó bajo el gorro, y al rato asintió. No parecía muy convencido. Entornaba los ojos para contemplar la difusa línea de tierra, una mancha alargada y parda que era difícil precisar al norte, entre la bruma.

Se cruzaron con pocos barcos devela. La temporada turística en la Costa del Sol no había empezado, y las únicas embarcaciones deportivas avistadas fueron un francés de un solo palo, y más tarde un queche holandés, que navegaban a un largo hacia el Estrecho. Por la tarde, y a la altura de Motril, una goleta de casco negro pasó de vuelta encontrada, a medio cable, con la bandera inglesa en el pico de la cangreja del palo mayor. El resto fueron pesqueros faenando, a los que el “Carpanta” tuvo que maniobrar con frecuencia. El reglamento de abordajes ordenaba a todo barco mantenerse lejos de un pesquero con las artes caladas, así que durante sus turnos de guardia -el Piloto y él se relevaban cada cuatro horas Coy tuvo que desconectar el gobierno automático y empuñar el timón para eludir palangreros y arrastreros. Lo hizo muy a desgana, pues no simpatizaba con los pescadores; les debía horas de incertidumbre en el puente de los mercantes en que había navegado, cuando de noche sus luces punteaban el horizonte, saturando las pantallas de radar y los parajes perturbados por la lluvia o la niebla. Además los encontraba hoscos y egoístas, dispuestos a arrasar sin remordimientos todo rincón del mar a su alcance. Malhumorados por una existencia de peligros y sacrificios, vivían al día, exterminando especie tras especie sin importarles un futuro que para ellos no iba más allá del beneficio de cada jornada. Entre todos, los más despiadados eran los japoneses: con la complicidad de comerciantes españoles y ante la sospechosa pasividad de las autoridades de marina y pesca, estaban aniquilando el atún rojo en el Mediterráneo con sonares ultramodernos y avionetas. De cualquier modo, los pescadores no eran los únicos culpables. En aquellas mismas aguas, Coy había visto rorcuales asfixiados por tragarse sacos de plástico a la deriva, y manadas enteras de delfines enloquecidos por la contaminación suicidándose en las playas, entre chicos y voluntarios que lloraban impotentes, empujándolos a un mar donde se negaban a volver.

Fue un largo día de maniobras entre pesqueros de comportamientos impredecibles, que lo mismo navegaban a toda máquina que viraban de pronto a babor o estribor para largar o recoger las redes. Coy gobernaba entre ellos alterando el rumbo con paciencia profesional, mientras pensaba que a bordo de un mercante, en alta mar o en países con menor vigilancia de sus aguas, los marinos actuaban con menos miramientos. Embarcaciones a vela y pesqueros faenando tenían teórica preferencia de paso; pero en la práctica más les valía mantenerse lejos de un mercante lanzado a toda máquina, con tripulación reducida por razones de ahorro del armador, bandera de conveniencia, indios o filipinos o ucranianos mandados por oficiales de fortuna, una derrota lo más recta posible para economizar tiempo y combustible, y a veces, de noche, una vigilancia mínima en el puente: máquinas desatendidas y un oficial soñoliento confiado casi por completo en los aparatos de a bordo. Y si de día era poco frecuente tocar las máquinas o el timón para alterar velocidad o rumbo, de noche un barco se convertía en amenaza letal para toda embarcación pequeña que se cruzase en su camino, tuviese prioridad reglamentaria o no. A veinte nudos, lo que equivalía a veinte millas recorridas en una hora, un mercante oculto tras el horizonte podía pasarte por encima en diez minutos. Una vez, en ruta de Dakar a Tenerife, el buque en el que Coy navegaba como segundo oficial había embestido a un pesquero. Pasaban cinco minutos de las cuatro de la madrugada; acababa de salir de guardia en el puente del “Hawaiian Pilot”, un carguero de palos de 7. 000 toneladas, y cuando bajaba por la escalerilla hacia su camarote le pareció escuchar un ruido apagado en la banda de estribor, como si algo crujiese de proa a popa. Se asomó a la borda justo a tiempo de ver una sombra oscura zozobrante en la ola del barco, con una débil luz, parecida a la de una bombilla de poca intensidad, que bailaba enloquecida antes de apagarse de pronto. Regresó con rapidez al puente, donde el primer oficial estaba comprobando tranquilamente en el repetidor de la magistral el rumbo de la giroscópica. Creo que hemos abordado un pesquero, expuso Coy. Y el primero, un hindú flemático y triste llamado Gujrat, se lo quedó contemplando sin decir palabra. ¿En tu guardia o en la mía?, preguntó al fin. Coy dijo que a las cuatro y cinco había oído el ruido y visto la luz apagarse. El primero todavía lo miró un rato, pensativo, antes de ir hasta el alerón a echar un breve vistazo a popa y comprobar luego el radar, donde los ecos de las olas no señalaban nada especial. En mi guardia no hay novedad, concluyó, volviendo a ocuparse de la giroscópica. Después, cuando el primer oficial puso las sospechas de Coy en conocimiento del capitán – un inglés arrogante, que hacía listas de tripulación separando a los súbditos británicos de los extranjeros, incluidos los oficiales – éste aprobó que no se hubiera hecho constar el incidente en el libro de a bordo. Estamos en aguas abiertas, dijo. Para qué complicarse la vida.

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