Литмир - Электронная Библиотека

Luces. A la deriva, zarandeado por la marejada, cerrados los ojos y moviéndose sólo de vez en cuando para conservar el calor y al mismo tiempo economizar energías, con los pantallazos blancos sobre el hombro que lo cegaban a intervalos, Coy seguía pensando en toda clase de luces, hasta la obsesión. Luces amigas y luces enemigas, alcance, fondeo, babor y estribor, faros verdes, faros azules, faros blancos, balizas, estrellas. Diferencias entre la vida y la muerte. Una nueva cresta de la marejadilla lo hizo girar sobre sí mismo, como una boya en el agua, sumergiéndole de nuevo la cabeza. Emergió entre sacudidas, parpadeando para expulsar la sal que le abrasaba los ojos. Otra cresta lo hizo girar de nuevo; y entonces, allí mismo, a menos de diez metros, vio dos luces: una roja y otra blanca. La roja era la de babor del “Carpanta”, y la blanca era el foco de la linterna con la que Tánger lo mantenía iluminado desde la proa, mientras el Piloto maniobraba despacio para situarse a barlovento.

Acostado en la litera de su camarote, Coy escuchaba el rumor del agua en el casco. El “Carpanta” navegaba de nuevo hacia el nordeste, con viento favorable; y el náufrago que ya no era náufrago estaba adormecido por el balanceo, bajo el cálido cobijo de las mantas y el saco de dormir que lo cubrían. Lo habían izado a bordo por la popa, tras pasarle la gaza de un cabo bajo los hombros, agotado y torpe con el chaleco y las ropas mojadas y con la luz que siguió destellando en su hombro hasta que, en cubierta, él mismo la arrancó del chaleco para arrojarla al mar. Las piernas le flaquearon apenas pisó la bañera: se había puesto a tiritar con violencia, y entre el Piloto y Tánger lo bajaron hasta su camarote después de echarle una manta por encima. Allí, aturdido, dócil como una criatura sin voluntad y sin fuerzas, se había dejado desnudar y secar con toallas; aunque el Piloto procuró no frotar demasiado, a fin de impedir que el frío que le envaraba brazos y piernas avanzase por los vasos sanguíneos hacia el corazón y la cabeza. Mientras lo despojaban de la última ropa, tumbado boca arriba en la litera como en la niebla de una extraña duermevela, había advertido el roce áspero de las manos del Piloto y también el tacto de las de Tánger sobre su piel desnuda. Sus dedos los sintió tomándole primero el pulso, que latía débil y lento. Luego, sosteniéndole el torso mientras el Piloto le quitaba la camiseta, en los pies para retirar los calcetines, y al fin en su cintura y muslos cuando le quitaron los calzoncillos empapados. En ese momento, la palma de la mano de ella se había apoyado un instante en la cadera de Coy, sobre el arranque del muslo, quedándose allí, leve y tibia, unos pocos segundos. Después cerraron el saco de dormir apilándole mantas encima, apagaron la luz y lo dejaron solo.

Vagó a través de la penumbra verdosa que lo llamaba desde abajo, y lo hizo en interminables guardias de nieves y de nieblas y de ecos en el radar. Marcaba con lápiz de cera rumbos rectilíneos en la pantalla de transporte de ángulos, mientras sobre cubierta había caballos comiéndose contenedores de madera que decían contener caballos, y capitanes silenciosos caminaban arriba y abajo del puente sin dirigirle la palabra. El agua gris y tranquila parecía plomo ondulado. Llovía sobre el mar y los puertos y las grúas y los cargueros. Sentados en los norays, hombres y mujeres inmóviles, empapados bajo el aguacero, permanecían absortos en sueños oceánicos. Y allá abajo, junto a una campana de bronce silenciosa en el centro de una esfera azul, había cetáceos apaciblemente dormidos con un pliegue en forma de sonrisa en la boca, cabeza abajo y con la cola vertical, suspendidos entre dos aguas en el sueño ingrávido de las ballenas.

El “Carpanta” cabeceó un poco, acentuando su escora. Coy entreabrió los párpados en la oscuridad del camarote, arrebujado en aquel calor confortable que devolvía poco a poco la vida a su cuerpo entumecido, encajado por la inclinación entre la litera y el casco. Estaba allí, a salvo, y había logrado escapar a las fauces del mar, tan despiadado en sus caprichos como imprevisible en su clemencia. Estaba a bordo de un buen barco gobernado por manos amigas, y podía dormir cuanto quisiera sin preocuparse de nada porque otros ojos y otras manos velaban su sueño, guiándolo tras el fantasma del barco perdido que aguardaba en la tiniebla donde él había estado a punto de zambullirse para siempre. Las manos de mujer que lo tocaron al quitarle la ropa habían regresado más tarde, para desembozarlo un poco antes de posarse en su frente y tomar el pulso en sus muñecas. Y ahora, el recuerdo de aquel tacto, la palma de la mano inmóvil la primera vez sobre su cadera desnuda, hizo que tuviese una lenta, cálida erección, entre el abrigo de los muslos que recobraban la tibieza. Eso lo hizo sonreír para sí, quedo y soñoliento, casi con sorpresa. Era bueno estar vivo. Después se quedó de nuevo dormido, frunciendo el ceño porque el mundo ya no era ancho y el mar se encogía. Soñó que añoraba desesperadamente mares prohibidos y costas bárbaras, e islas donde nunca llegaban órdenes de captura, ni bolsas de plástico, ni latas vacías. Y vagó de noche por puertos sin barcos, entre mujeres acompañadas de otros hombres. Mujeres que lo miraban porque no eran felices, como si quisieran contagiarle su desgracia.

Lloró en silencio, con los ojos cerrados. Para consolarse apoyaba la cabeza en el costado de madera del barco, sintiendo el rumor del mar al otro lado de las tablas de tres centímetros de grosor que lo separaban de la Eternidad.

XI. EL MAR DE LOS SARGAZOS

En el mar de los Sargazos, donde los huesos emergen

para blanquearse, mentir y

burlarse de los buques que

pasan.

Thomas Pynchon.

“Arco iris de gravedad”

Cuando subió a cubierta, el barco estaba inmóvil en el amanecer, sin un soplo de brisa, con la abrupta línea de la costa muy próxima y el cielo sin nubes virando en el oeste del gris negruzco al azul, roja la piedra, rojo el mar a levante, rojos los rayos que el sol dirigía horizontales hacia el mástil del “Carpanta” sobre la superficie del agua quieta.

– Fue aquí -dijo Tánger.

Tenía una carta náutica desplegada encima de las rodillas, y a su lado el Piloto fumaba un cigarrillo, con una taza de café en las manos. Coy fue hasta la cubierta de popa. Se había puesto unos pantalones secos y una camiseta, y el pelo revuelto y los labios tenían restos de sal de la zambullida nocturna. Miró alrededor, entre las gaviotas que planeaban graznando antes de posarse en el agua. La costa estaba a poco más de una milla al oeste, y luego se abría hacia arriba en forma de ensenada. Reconoció Punta Percheles, Punta Negra, el cabezo y la isla de Mazarrón en la distancia; y a lo lejos, unas ocho millas al este, la mole oscura del cabo Tiñoso.

Volvió a la bañera. El Piloto había bajado a buscarle una taza de café tibio, y Coy la bebió de un solo trago, torciendo el gesto al saborear las últimas gotas del brebaje amargo. Tánger señalaba en la carta el paisaje que tenían ante los ojos. Conservaba puesto el suéter negro e iba descalza. Mechones rubios escapaban de su pelo recogido bajo el gorro de lana del Piloto.

– Éste es el lugar -dijo- donde el “Dei Gloria” rompió el palo y tuvo que entablar combate.

Coy asintió sin dejar de observar la costa cercana, mientras ella explicaba los detalles del drama. Todo cuanto había investigado, los pormenores reunidos aquí y allá en legajos amarillentos, en papeles manuscritos, en las antiguas cartas náuticas del Urrutia, se ordenaba en su voz tranquila, tan segura como si ella hubiera estado también allí. Nunca había escuchado a nadie tan convencido de lo que contaba. Y oyéndola, con los ojos fijos en el arco de costa parda que se alejaba hacia el nordeste, Coy intentó reconstruir la propia versión de los hechos: el así fue; o, más exactamente, el así pudo ser. Invocaba para ello los libros leídos, su experiencia como marino, los días y las noches de su juventud empujada por velas silenciosas a través de aquel mar al que ella lo había traído de regreso. Por eso pudo imaginar fácilmente; y cuando Tánger se interrumpía en su relato y lo miraba, y los ojos azules del Piloto también se volvían hacia él, Coy encogía un poco los hombros, se tocaba la nariz y llenaba los huecos de la narración. Daba detalles, aventuraba situaciones, describía maniobras, situándolas en aquel amanecer del 4 de febrero de 1767, cuando el lebeche roló al norte al apuntar el sol, poniendo al cazador y a la presa a navegar de bolina. En esas circunstancias, dijo, el viento aparente se sumaba al viento real, y el bergantín y el jabeque debían de ceñir a siete u ocho nudos, con cangreja, mayor, foques, gavias, y las vergas bien braceadas a sotavento, el “Dei Gloria”; latinas de trinquete y mesana tensas como hojas de cuchillo el corsario, y barloventeando éste mejor que su presa. Muy escorados ambos a la banda de estribor, con el agua corriéndoles por los imbornales de sotavento y los timoneles atentos a la caña, los capitanes pendientes del viento y la lona, en una carrera donde el primero que cometiese un error perdería la partida.

68
{"b":"125164","o":1}