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– ¿No podéis avisarlo por radio? -preguntó Tánger.

– Ya no hay tiempo.

El Piloto había desconectado el automático y gobernaba a mano, pero Coy sabía cuál era el problema. La maniobra evasiva más lógica era a estribor, porque si el mercante los avistaba en el último momento, también él debería meter timón a su estribor. El problema era que, navegando tan cerca de la costa, el estribor de éste podría llevarlo demasiado cerca de tierra; y era posible que, en vista de eso, el oficial del puente hiciera la maniobra contraria, buscando su babor y mar abierto. LPPP: Ley de lo Peor que Puede Pasar. Así, al querer apartarse de la ruta del otro, el “Carpanta” terminaría exactamente en medio de ésta.

Tenían que hacerse ver. Coy cogió una de las bengalas blancas que había en la bañera y volvió a la proa. Las luces parecían una verbena, luces por todas partes, una claridad que debía de estar ya a menos de media milla. Del mar llegaba ahora un rumor sordo, constante y siniestro: el ruido de las máquinas del mercante. Se agarró al balcón de proa y echó un último vistazo, intentando comprender al menos lo que estaba ocurriendo, antes de que el otro les pasara por encima. Y entonces, a sólo dos cables de distancia, recortada como un fantasma sombrío en el resplandor de su propia luz, alcanzó a distinguir una masa negra, alta y terrible: la proa del mercante. Ahora sus luces permitían distinguir numerosos contenedores apilados en cubierta; y de pronto, por fin, Coy comprendió lo que había ocurrido. De lejos, las luces roja y verde habían quedado ocultas por las otras, más fuertes. De cerca, desde la posición baja del velero, era la misma proa y el ancho casco del mercante lo que impedía verlas.

Quedaba menos de un minuto. Sujetándose con las rodillas contra el balcón de proa, sacando el cuerpo por delante del estay del génova, quitó la tapa superior de la bengala, hizo girar la base, la apartó bien del cuerpo extendiendo el brazo lo más a sotavento que pudo, y golpeó fuerte con la palma de la otra mano el disparador. Con tal de que no esté caducada, pensó. Entonces hubo un fuerte soplido, una humareda saltó de la bengala, y una claridad cegadora iluminó a Coy, la vela y una buena porción de mar alrededor del “Carpanta”. Agarrado al estay y con la otra mano en alto, deslumbrado por el intenso resplandor, vio cómo la proa del mercante aún mantenía unos instantes el rumbo y luego empezaba a virar a estribor, a menos de cien metros; y a la luz ya agonizante de la bengala advirtió la enorme ola del barco: una cresta blanca que se abalanzaba sobre el velero. Tiró la bengala al mar, agarrándose con las dos manos, mientras el Piloto metía toda la rueda del “Carpanta” a estribor. Ahora el costado negro, iluminado arriba como para una fiesta, pasaba muy cerca entre el estrépito de las máquinas, y el velero, golpeado por la ola, bailaba enloquecido. Entonces el enorme génova, cogido por el viento a la otra banda, se acuarteló bruscamente, la lona tomada a la contra golpeó a Coy, y éste se vio proyectado por encima del balcón de proa, zambulléndose en el mar.

Estaba fría. Estaba demasiado fría, pensó aturdido, mientras el agua negra se cerraba sobre su cabeza. Sintió las turbulencias de la hélice del velero cuando el casco pasó junto a él, alejándose, y luego otras mayores, que hacían bullir a su alrededor la esfera oscura y líquida en la que se agitaba: las grandes hélices del mercante. El agua atronaba con el ruido de las máquinas, y en ese instante comprendió que iba a ahogarse sin remedio, porque las turbulencias tiraban hacia abajo de sus pantalones y de su chaqueta, y de un momento a otro tendría que abrir la boca para respirar, para llenarse los pulmones de aire, y lo que iba a entrarle allí no era aire sino todo lo contrario: agua salada criminal y abundante. Por su cabeza no pasó toda su vida en rápidas imágenes, sino una furia ciega por terminar de aquel modo absurdo, y el deseo de bracear hacia arriba, de sobrevivir a toda costa. El problema era que las turbulencias lo revolvían en la maldita esfera negra, y arriba y abajo eran conceptos demasiado relativos, suponiendo que él estuviera en condiciones de bracear en dirección a algún sitio. El agua empezó a entrarle por la nariz, con una sensación molesta y agudísima, y se dijo: ya está, ya me estoy ahogando. Ya estoy listo de papeles. Así que abrió la boca para blasfemar al tiempo del último trago; y para su sorpresa encontró aire limpio, y estrellas en el cielo, y la luz estroboscópica del chaleco salvavidas autoinflable dándole pantallazos junto a la oreja, con destellos blancos que le cegaban el ojo derecho. Y con el ojo izquierdo, menos deslumbrado que el otro, vio el resplandor del mercante que se alejaba, y al otro lado, a medio cable de distancia, con la luz verde de estribor apareciendo y desapareciendo tras la enorme sombra del génova que flameaba al viento, la silueta oscura del “Carpanta”.

Intentó nadar hacia él, pero el chaleco salvavidas entorpecía sus movimientos. Sabía de sobra que un barco puede pasar cien veces junto a un hombre en el agua, de noche, y no verlo. Buscó el silbato de emergencia que tendría que hallarse junto a la luz estroboscópica, pero no estaba allí. Y gritar a aquella distancia era inútil. La marejadilla resultaba molesta, con pequeñas olas que lo hacían subir y bajar, ocultándole la vista del velero. También lo ocultaban a él, pensó desolado. Luego se puso a nadar despacio, a braza, procurando no fatigarse demasiado, con objeto de acortar la distancia. Calzaba las zapatillas de deporte, que lo entorpecían poco; así que decidió conservarlas puestas. No sabía cuánto tiempo iba a pasar en el agua, y contribuirían a abrigarlo un poco más. El Mediterráneo no era un mar de bajas temperaturas; y en aquella época del año, de noche, un náufrago vestido y con buena salud podía aguantar varias horas vivo.

Seguía viendo las luces del “Carpanta”, al que parecían estarle recogiendo el génova. Por su posición respecto a él y al mercante, Coy comprendió que, apenas lo vio caer al agua, el Piloto había largado las velas en banda, deteniéndose, y ahora se dispondría a desandar el camino para intentar acercarse al punto de caída. Sin duda él y Tánger estaban uno en cada borda, buscándolo entre el movimiento del mar. Tal vez habían echado al agua el salvavidas de emergencia con la baliza luminosa atada al extremo de una rabiza, y se dirigían ahora hacia ella para comprobar si había logrado encontrarla. En cuanto a su propia luz, la del chaleco, seguramente la marejadilla seguía ocultándosela.

La luz verde de estribor pasó frente a él, cerca, y Coy gritó, agitando inútilmente un brazo. El gesto lo sumergió en el seno de una cresta; y cuando sacó la cabeza, resoplando el agua salada que le escocía en la nariz, los ojos y la boca, la luz verde se había convertido en la blanca de alcance: el velero le daba la popa, alejándose.

Todo esto es demasiado absurdo, pensó. Empezaba a tener frío, y aquella luz que centelleaba en su hombro parecía invisible para todos menos para él. El chaleco inflado en torno a su nuca le mantenía la mayor parte del tiempo la cabeza fuera del agua. Ahora no veía la luz del “Carpanta”; sólo el resplandor del mercante, muy lejos. Y cabe, se dijo, la posibilidad de que no me encuentren. Cabe la posibilidad de que esta maldita luz gaste las pilas y se apague, y yo me quede aquí a oscuras. LAV: Ley de Apaga y Vámonos. Una vez, jugando a las cartas, un viejo maquinista había dicho: ‘Siempre hay un tonto que pierde. Y si miras alrededor y no ves ninguno, es que el tonto eres tú’. Miró a su alrededor, el mar oscuro que chapaleaba contra el cuello inflado del chaleco salvavidas. No vio a nadie. A veces hay alguien que muere, añadió para sus adentros. Y si no ves a otro, el que muere puede que seas tú. Observó los puntos de las estrellas en lo alto. Podía establecer la dirección de la costa con su ayuda, pero no servía de nada: estaba lejos para alcanzarla a nado. Si el Piloto, que habría anotado la posición de su caída al mar, lanzaba por radio un Mayday de hombre al agua, la búsqueda efectiva no empezaría hasta el amanecer; y a esas horas él podía llevar cinco o seis a remojo, con todas las papeletas en el bolsillo para una peligrosa hipotermia. No había nada que pudiera hacer, salvo ahorrar fuerzas y procurar que la pérdida de calor se produjera lo más despacio posible. Posición HELP, recordó. “Heat Escape Lessening Posture”, decían los manuales. O algo así. De modo que procuró adoptar una postura fetal, colocando los muslos doblados junto al vientre y cruzados los brazos delante del pecho. Esto es ridículo, pensó. Menuda postura, a mis años. Pero mientras la luz estroboscópica siguiera centelleando, había esperanza.

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