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– Ésta es peligrosa -dijo por fin el Piloto-. Como ese mar donde se atrancaban los buques hasta pudrirse…

– El mar de los Sargazos.

– Tú me dijiste que es mala. Yo sólo digo que es peligrosa.

Le había pasado otra vez la botella de coñac, que Coy sostenía en una mano, sin beber.

– Eso mismo dijo Nino Palermo, Piloto. ¿Qué te parece?… El día que hablé con él en Gibraltar.

El Piloto encogió los hombros. Aguardaba, paciente.

– No sé qué te dijo.

Coy le dio un trago a la botella.

– Los hombres somos malos por estupidez, Piloto. Por torpeza. Lo somos por ambición o por lujuria, o ignorancia… ¿Comprendes?

– Más o menos.

– Quiero decir que ellas son distintas.

– Ellas no son distintas. Sólo son supervivientes.

Coy se quedó callado, sorprendido por la exactitud del comentario.

– También fue eso lo que dijo Palermo.

Luego apuntó al otro con la mano en que sostenía la botella, pero no dijo nada más. El Piloto se inclinó para quitarle la botella de la mano:

– Demasiados libros.

Tras decir aquello bebió un último trago, puso el tapón y dejó la botella sobre cubierta. Ahora miraba a Coy, esperando que dejara de reír.

– ¿De qué se defiende ella? -preguntó.

Coy alzó las manos, evasivo. Cómo diablos, decía el gesto, te lo cuento.

– Ella lucha -dijo- por una niña que conoció hace tiempo. Una niña protegida, soñadora, que ganaba concursos de natación. Que creció feliz hasta que dejó de serlo y supo que todos morimos solos… Ahora se niega a dejarla desaparecer.

– ¿Y qué pintas tú en esto?

– Se me pone tan dura como a cualquiera, Piloto.

– Es mentira. Eso tiene arreglo, y nada que ver con ella.

Tiene razón, se dijo Coy. A fin de cuentas ya se me ha puesto dura otras veces, y nunca he ido por ahí haciendo el idiota. No más de lo corriente.

– Quizá haya cierta relación con los barcos que pasan de noche -dijo-. ¿Te has fijado?… Estás en la borda y pasa un barco del que ignoras todo: nombre, bandera, adónde se dirige… Sólo ves unas luces, y piensas que también habrá alguien apoyado en la borda que en ese momento mira tus luces.

– ¿De qué color son las luces que ves?

– Qué más da el color -Coy encogía los hombros, irritado-. Yo qué sé… Rojas, blancas.

– Si son rojas, el otro tiene prioridad de paso. Mete a estribor.

– Hablo en metáfora, Piloto… ¿Comprendes?

El Piloto no dijo si comprendía o no. Su silencio resultaba elocuente, poco favorable a las metáforas de barcos, o de noches, o de cualquier otra cosa. No marees la aguja, decía su parquedad de palabras. Estás encoñado, y punto. Antes o después todo termina pasando por ahí. La causa es asunto tuyo, y a mí lo que me inquietan son las consecuencias.

– ¿Y qué vas a hacer? -preguntó por fin.

– ¿Hacer? -Coy se tocó la nariz-. No tengo ni idea… Estar aquí, supongo. Observarla.

– Pues recuerda el refrán: a la mujer y al viento, con mucho tiento.

Tras decir aquello, el Piloto se sumió en otro silencio huraño. Contemplaba las luces del puerto en el agua aceitosa.

– Fue una lástima lo de tu barco -añadió al cabo de un rato-. Allí todo estaba resuelto. En tierra sólo hay problemas.

– Estoy enamorado de ella.

El otro se había levantado. Oteaba el cielo, interrogándolo sobre el tiempo que haría mañana.

– Hay mujeres -dijo como si no hubiera oído nada- que tienen cosas extrañas en la cabeza, igual que otras tienen gonorrea. Y resulta que van y te las pegan.

Se había inclinado a coger la botella; y al incorporarse, las luces de la ciudad iluminaron sus ojos, muy cerca.

– A fin de cuentas -dijo- quizá no sea culpa tuya.

Con las arrugas haciéndole sombras en la cara, y el pelo corto y canoso que la penumbra tornaba ceniciento, parecía un Ulises cansado; indiferente a las sirenas y las arpías, y las jovencitas púberes al acecho en playas tentadoras, y las miradas turbias, ven o vete, despectivas o indiferentes. De pronto Coy lo envidió con todas sus fuerzas: a su edad, ya era difícil que una mujer le costase a un hombre la vida o la libertad.

XII. SUDOESTE CUARTA AL ESTE

Este camino difiere de

los de tierra en tres cosas:

el de la tierra es firme,

éste flexible. El de la tierra es quedo, éste móvil. El

de la tierra señalado, el de

la mar, ignoto.

Martín Cortés.

“Breve compendio

de la esfera”

Al amanecer del cuarto día, el viento que había estado soplando suave del oeste empezó a rolar al sur. Inquieto, Coy miró la oscilación del anemómetro y luego el cielo y el mar. Era un día anticiclónico convencional, de principios de verano. Todo estaba en apariencia tranquilo, el agua rizada y el cielo azul, con algunos cúmulos; pero podían distinguirse cirros medios y altos moviéndose en la distancia. También el barómetro mostraba tendencia a bajar: tres milibares en dos horas. Al despertar, después de darse un chapuzón en el agua azul y fría, y oír el parte meteorológico, había anotado en el cuaderno de la mesa de cartas la formación de un centro de bajas presiones que se desplazaba en cuña por el norte de África, vecino a una alta de 1.012 inmóvil sobre Baleares. Si las isobaras de una y otra se aproximaban demasiado, los vientos soplarían duros desde mar adentro, y el “Carpanta” tendría que refugiarse en un puerto e interrumpir la búsqueda.

Desconectó el piloto automático, empuñó el timón e hizo maniobrar al velero ciento ochenta grados. La proa apuntó de nuevo al norte, a la costa iluminada por el sol bajo la falda oscura del cabezo de las Víboras, iniciando la exploración del sector que, sobre la carta de búsqueda, estaba designado como franja número 43. Aquello significaba que la Pathfinder había cubierto ya más de la mitad del área, sin resultado. La parte positiva era que así quedaba descartado el sector de mayores fondos, donde las inmersiones habrían sido complicadas y profundas. Coy miró por el través de babor hacia Punta Percheles, donde un pesquero calaba redes tan cerca de tierra que parecía dispuesto a llevarse las conchas de la playa. Calculó rumbo y distancia, concluyendo que no se acercarían demasiado el uno al otro, aunque el errático comportamiento de los pesqueros era imprevisible. Después echó un nuevo vistazo al cielo, conectó el piloto automático y bajó a la camareta, donde el monótono ronroneo del motor situado bajo la escala se hacía más intenso.

– Franja cuarenta y tres -dijo-. Rumbo norte.

El sol estaba en la meridiana, y hacía calor pese a los portillos abiertos. Sentada ante la mesa de cartas, junto a la sonda, el radar y el repetidor del sistema de posicionamiento por satélite Gps, Tánger vigilaba la pantalla en actitud de alumna aplicada, anotando latitud y longitud cada vez que el fondo mostraba alguna irregularidad. Coy miró el indicador de sonda y velocidad: 36 metros, 2,2 nudos. A medida que el “Carpanta” seguía la ruta trazada por el piloto automático, en la pantalla de la Pathfinder se modificaba el preciso dibujo del fondo del mar. Se habían turnado allí el tiempo suficiente para identificar ya, sin dificultad, los distintos tonos que el instrumento atribuía a las características del fondo: naranja suave era arena y fango, naranja oscuro algas, rojo pálido indicaba piedra suelta y cascajo. Los bancos de peces constituían manchas móviles marrón rojizo con vetas verdes y bordes azulados; y las irregularidades importantes, grandes piedras sueltas, incluso los restos metálicos de un viejo pesquero hundido y señalado en las cartas, se detallaban con la apariencia de lomas picudas de color rojo intenso.

– Nada -dijo ella.

Arena y algas, señalaba la pantalla. Sólo en dos ocasiones el eco se había vuelto rojo sangre, con crestas significativas en el relieve submarino, ecos duros en sondas respectivas de cuarenta y ocho y cuarenta y tres metros. No fueron capaces de esperar; de modo que anotaron las posiciones, regresando a la mañana siguiente, muy temprano, tras haber pasado la noche, como de costumbre, fondeados entre Punta Negra y la Cueva de los Lobos. Coy estaba bajo los últimos efectos de un resfriado, recuerdo leve del chapuzón nocturno, pero suficiente para impedirle compensar la presión en los tímpanos y en los senos frontales; de modo que fue el Piloto quien se equipó con su remendado traje de neopreno negro y se dejó caer al mar, la botella de aire comprimido a la espalda, chaleco autoinflable, cuchillo en la pantorrilla derecha y un cabo de cien metros atado con un as de guía a la cintura. Coy se quedó arriba, nadando en la superficie con aletas, tubo y máscara, vigilando el rastro de burbujas que ascendía de la arcaica reductora Snark Silver III con doble tráquea de caucho que el Piloto seguía empeñado en usar, porque no se fiaba del plástico moderno, y aquellos chismes de antes, decía, no te dejaban tirado nunca. Los ecos del fondo, informó al emerger, procedían de una roca enorme con restos de redes enganchadas, y de tres bidones metálicos grandes, cubiertos de óxido y algas. En uno aún podía leerse “Campsa”.

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