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El hombre miró a Monk como si de pronto se agudizara su interés e irguió mucho el cuerpo.

– ¿Sabe usted algo de Marner que yo no sepa, Monk? Hace años que intento cazar a este hijo de perra. ¿Me lo deja a mí? -Su cara reflejaba ansiedad y en sus ojos brilló una lucecita como si de pronto hubiera atisbado el fulgor repentino de una satisfacción que hasta ahora le había estado vetada-. No me interesa figurar, ni diré nada. Lo único que quiero es ver la cara que pone cuando lo pesquen.

Monk lo comprendía, pero lamentaba no poderle hacer este favor.

– No tengo nada contra Marner -respondió-, ni sé siquiera si el negocio que estoy investigando es ilícito o no, pero hay de por medio un suicidio y quiero averiguar el motivo.

– ¿Por qué? -Sentía curiosidad y era evidente que estaba desorientado, inclinó ligeramente la cabeza a un lado-, ¿Cómo es que le interesa un suicidio? Me figuraba que estaba con lo de Grey. No me diga que Runcorn le ha consentido dejar el caso… ¿sin meterle un buen paquete?

O sea que hasta aquel hombre estaba enterado de la animosidad de Runcorn contra él. ¿Estarían enterados todos? ¡Seguro que Runcorn había sabido todo el tiempo que había perdido la memoria! ¡Cómo debía reírse a sus espaldas de aquella confusión en que andaba metido, de todos sus fallos!

– No -le dijo Monk torciendo el gesto-, todo forma parte de lo mismo. Grey participaba del negocio.

– ¿Importación? -Su voz se elevó una octava-. ¡No me diga que lo mataron por una remesa de tabaco!

– No, por tabaco no, pero se había invertido mucho dinero en el proyecto y parece que la empresa se fue a pique.

– ¿Ah, sí? Entonces Marner ha emprendido un nuevo rumbo…

– Suponiendo que sea el mismo Marner -dijo Monk curándose en salud-, cosa que todavía no sé. No sé nada absolutamente del personaje, salvo el nombre; y bien, sólo una parte del nombre. ¿Dónde encontraré a ese Marner?

– En el número trece de Gun Lañe, Limehouse. -Vaciló un momento-. Si averigua algo, Monk, ¿querrá decírmelo? Siempre que no sea Marner el asesino, claro, que es de lo que usted anda detrás, ¿no?

– No, no, solamente busco información. Si encuentro pruebas de que hubo fraude, se lo comunicaré. -Sonrió con aire impenetrable-. Le doy mi palabra.

El hombre se deshizo en sonrisas.

– Gracias.

Monk salió por la mañana temprano y a las nueve estaba en Limehouse. De haber sido preciso, habría ido antes. Desde las seis de la mañana, hora a la que se había despertado, había dedicado prácticamente todo el tiempo a pensar en lo que le diría a Marner.

Limehouse quedaba muy lejos de Grafton Street, por lo que tomó un coche y emprendió el camino hacia el este a través de Clerkenwell, Whitechapel y los atestados y poco transitables muelles. Era una mañana tranquila y el sol brillaba en el río, arrancando blancos fulgores al agua entre las negras gabarras que remontaban la corriente desde el Pool de Londres. Al otro lado estaba Bermondsey – la Venecia de los sumideros- y Rotherhithe y, más adelante aún, los muelles de Surrey y, a todo lo largo del deslumbrante tramo recto del río, Isle of Dogs y, en la zona más distante, Deptford y, finalmente, el bellísimo Greenwich, con su verde parque y sus árboles y la exquisita arquitectura de la escuela naval.

Pero lo que él buscaba estaba en las sórdidas calles de Limehouse, con sus mendigos, usureros y ladrones de toda especie… y con su Zebedee Marner.

Gun Lañe era un desvío que arrancaba de West India Dock Road. No le costó localizar el número trece. En la acera se cruzó con un vagabundo de muy mala catadura y con otro que haraganeaba en la puerta, pero ninguno de los dos lo molestó, quizá por considerar improbable que diera limosna a un mendigo o porque juzgaran que caminaba con demasiada decisión para arriesgarse a robarle. Había otras presas más fáciles. Él sentía por ellos comprensión, pero también desprecio.

La suerte estaba de su parte porque encontró a Zebedee Marner y, tras un discreto tanteo, el empleado le indicó el camino para subir al despacho del piso de arriba.

– Buenos días, señor… Monk. -Marner estaba sentado detrás de una imponente mesa, el cabello blanco y ensortijado le caía sobre las orejas y sus blancas manos descansaban en el cuero que recubría la mesa-. ¿En qué puedo servirle?

– Quienes me han dirigido a usted me lo han destacado como entendido en variados negocios, señor Marner -comenzó Monk con voz suave, procurando reprimir el odio que podía traslucir su voz- y con un gran conocimiento de todo tipo de cosas.

– Así es, señor Monk, así es. ¿Desearía invertir su dinero?

– ¿Qué me puede ofrecer?

– Todo tipo de cosas. ¿De qué cantidad se trata? -Marner lo observaba con atención, aunque disimulada con una cordialidad campechana.

– Me interesa más la segundad que el beneficio rápido -respondió Monk, eludiendo la pregunta-. No me gustaría perder lo que tengo.

– Naturalmente, a nadie le interesa. -Marner extendió las manos y se encogió de hombros en un gesto muy expresivo, pese a que tenía los ojos clavados en él, sin pestañear, como una serpiente-. Usted quiere invertir dinero en un negocio seguro, ¿no es cierto?

– ¡Eso mismo! -admitió Monk-. El caso es que conozco a varios caballeros que también están interesados en hacer inversiones, por lo que quisiera tener la seguridad de que, en caso de recomendarles algo, lo puedo hacer con absoluta garantía.

En los ojos de Marner brilló una chispa y seguidamente bajó los párpados, como para ocultar sus pensamientos.

– Excelente -dijo con voz tranquila-, lo entiendo perfectamente, señor Monk. ¿Ha considerado usted la posibilidad de invertir en importación y exportación? Un negocio muy próspero, no falla nunca.

– Eso me han dicho -asintió Monk-, pero ¿es seguro?

– A veces sí, a veces no. Se requiere la práctica de personas como yo mismo, para saber distinguir. -Volvió a abrir mucho los ojos y enlazó las manos sobre la barriga-. Por esto usted ha venido aquí en lugar de hacer la inversión directamente.

– ¿Qué me dice del tabaco?

El rostro de Marner no se alteró lo más mínimo.

– Un artículo excelente -dijo asintiendo con un gesto-, realmente excelente. No hay quien renuncie a ese placer por muchos vuelcos que sufra su economía. Mientras haya hombres, habrá un mercado de tabaco y, a menos que cambie nuestro clima hasta un punto difícil de imaginar -se sonrió y balanceó el cuerpo como cediendo a la hilaridad que le provocaba la ocurrencia-, veo difícil que podamos cultivarlo, o sea que siempre tendremos que importarlo. ¿Ha pensado en alguna empresa en concreto?

– ¿Conoce a fondo el mercado? -le preguntó Monk, haciendo grandes esfuerzos para reprimir la repugnancia que le producía aquel hombre, sentado delante de él en su bien amueblado despacho como una araña blanca y gorda, perfectamente camuflado en su telaraña gris tejida con mentiras y apariencias. Sólo pobres moscas como Latterly, y tal vez como Joscelin Grey, caían en ella.

– Naturalmente que lo conozco -replicó Marner con aire de satisfacción.

– ¿Ha efectuado usted operaciones en este mercado?

– ¡Sí, claro! Con frecuencia, se lo aseguro, señor Monk. Sé muy bien lo que me llevo entre manos.

– ¿No irán a cogerlo desprevenido y verse abocado a la quiebra?

– ¡Imposible! -Marner lo miró como si Monk acabase de dejar un objeto asqueroso sobre la mesa.

– ¿Está seguro? -lo presionó Monk.

– ¡Más que seguro, mi querido señor! -Ahora estaba a las claras, ofendido-. ¡Absolutamente convencido!

– Muy bien -dijo Monk dejando finalmente que el veneno inundara su voz-, eso esperaba. Entonces yo también estoy convencido de que podrá decirme cómo ocurrió el desastre que dejó arruinado al comandante Joscelin Grey cuando hizo una inversión en este mismo producto. Usted estaba relacionado con él, ¿verdad?

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