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Necesitaba dormir. El reloj de la repisa señalaba las cuatro y trece minutos. Pensaba iniciar una nueva investigación al día siguiente, a pesar de todo. Si no quería volverse loco tenía que descubrir por qué había matado a Joscelin Grey y debía averiguarlo antes que Evan.

Cuando entró en su despacho por la mañana, no se sentía preparado para enfrentarse con Evan; aunque, a decir verdad, nunca más volvería a estarlo.

– Buenos días, señor Monk -lo saludó Evan, cordialmente.

Monk respondió a su saludo, pero sin devolverle la mirada, de modo que Evan no pudo leer su expresión. Le costaba enormemente mentir, pero a partir de ahora tendría que mentir siempre, todos los días, en todas las ocasiones en que pudieran coincidir.

– He estado reflexionando, señor Monk. -Al parecer, Evan no había notado nada extraño-. Antes de precipitarnos a acusar a lord Shelburne tendríamos que estudiar bien a todos los demás. Es posible que Joscelin Grey tuviera relaciones con muchas otras mujeres. Deberíamos probar con los Dawlish, tienen una hija. Y está también la esposa de Fortescue y es posible que Charles Latterly también tenga mujer.

Monk se quedó helado. Había olvidado que Evan había visto la carta de Charles en el escritorio de Grey. Se había figurado absurdamente que Evan no sabía nada de los Latterly. Su voz le llegó en tono bajo y amable. Sonaba preocupada pero nada más.

– Señor Monk.

– Sí, dígame -respondió Monk con presteza. Tenía que dominarse, hablar con sensatez-. Ah, sí, supongo que eso es lo que tenemos que hacer, efectivamente.

¡Qué hipócrita era dejando que Evan metiera las narices en los secretos de otros en su intento de encontrar al asesino! ¿Qué pensaría Evan, qué sentiría, cuando descubriese que el asesino era él?

– ¿Quiere que empiece con Latterly? -Evan siguió hablando-. No sabemos mucho de él.

– ¡No!

Evan pareció sorprendido. Monk se dominó y cuando volvió a hablar su voz había recuperado la serenidad, aunque seguía evitando los ojos de Evan.

– No, yo me encargo de toda esta gente, quiero que usted vuelva a Shelburne Hall. -Quería alejar un tiempo a Evan de la ciudad, darse tiempo-. Procure sonsacar a los criados -se le ocurrió decir-. Procure ganarse la confianza de las doncellas, si puede, y también de la camarera. Las camareras suelen estar al acecho por las mañanas y acostumbran a observar todo tipo de cosas mientras la gente está desprevenida. Podría tratarse de otra persona de cualquier familia, pero Shelburne continúa siendo el más probable. Debe de resultar más difícil perdonar a un hermano que te haya puesto los cuernos, que a un desconocido; no sólo te ofende en lo más íntimo, sino que ha traicionado tu confianza y su constante presencia te lo recuerda a cada momento, por si no hubiera bastante.

– ¿Está usted seguro, señor Monk? -La sorpresa elevó el tono de voz de Evan.

¡Dios mío! ¿Seguro que Evan no sabía la verdad? No era posible, demasiado pronto… Monk se notó todo el cuerpo sudoroso e inmediatamente después sintió frío, y se puso a temblar.

– ¿No es eso lo que opina el señor Runcorn? -preguntó con la voz ronca por el esfuerzo que le imponía la necesidad de obrar con naturalidad.

¡Qué aislamiento el suyo! Estaba excluido de todo contacto humano debido a aquella terrible verdad que sabía.

– Sí, señor. -Sabía que Evan tenía clavados en él sus ojos, que lo observaba con ansiedad pero desorientado-. Así es, pero puede equivocarse. Lo que él quiere es que usted detenga a lord Shelburne…

Aquél era un supuesto que con anterioridad Evan no se habría atrevido a transformar en palabras. Era la primera vez que reconocía haber notado aquella envidia que reconcomía a Runcorn, que manifestaba haberlo calado. Monk estaba tan sorprendido que no se atrevía a levantar los ojos y, cuando lo hizo, lo lamentó al momento. Los ojos de Evan estaban cargados de ansiedad y lo observaban de manera aterradoramente directa.

– Pues no lo conseguirá… a no ser que tenga pruebas -dijo Monk lentamente-. Vaya, pues, a Shelburne Hall y vea qué averigua, pero ándese con mucho cuidado y procure escuchar más que hablar. Y por encima de todo, evite las insinuaciones.

Evan titubeó. Monk no dijo nada más. No estaba para conversaciones.

Un momento después Evan salía de su despacho, Monk se sentaba y cerraba los ojos para evadirse de la habitación. Sería todavía más difícil de lo que había supuesto la noche anterior. Evan había creído en él, le tenía simpatía. La decepción a menudo se transformaba en piedad y ésta en odio.

¿Y Beth? Dado que Northumberland quedaba tan lejos, quizá no llegaría a enterarse. Tal vez encontraría a alguien que se encargase de escribir a su hermana y decirle simplemente que él había muerto. Nadie querría hacerle aquel favor a él pero, si explicaba el caso a alguien, si le hablaba de los hijos de Beth, no lo harían por él, sino por ella.

– ¿Duerme usted, Monk? ¿O puedo abrigar la esperanza de que esté pensando? -Era la voz de Runcorn y estaba preñada de sarcasmo.

Monk abrió los ojos. Su carrera había terminado, no tenía futuro. Con todo, una de las pocas satisfacciones que le proporcionaba aquel hecho era que ya no debía temer a Runcorn. Nada de lo que pudiera hacerle Runcorn importaba lo más mínimo habida cuenta lo que ya se había hecho él a sí mismo.

– Estaba pensando -replicó Monk fríamente-. Me resulta más fácil pensar antes de ver a un testigo que cuando estoy con él. Entonces suelo quedarme callado como un pasmarote o cometo la torpeza de decir algo que no hace al caso, sólo para llenar un silencio de la conversación.

– ¿Otra vez el arte de saber estar? -exclamó Runcorn enarcando las cejas-. Creía que ya no le quedaba tiempo para este tipo de cosas.

Estaba delante de Monk, balanceándose ligeramente, y tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. De pronto las desplazó hacia delante y, en actitud beligerante, tendió a Monk un fajo de periódicos del día.

– ¿Ha leído los periódicos esta mañana? Ha habido un asesinato en Stepney, han apuñalado a un hombre en plena calle, y dicen que ya es hora de que hagamos nuestro trabajo o de que dejemos el puesto a otros más competentes.

– ¿Por qué dan por sentado que en Londres sólo hay una persona capaz de apuñalar a un hombre? -preguntó Monk con amargura.

– Porque están furiosos y asustados -le echó en cara Runcorn- y se sienten abandonados por aquellos en quienes habían depositado su confianza y de quienes esperaban protección. Nada más que por esto. -Dejó caer ruidosamente el montón de periódicos sobre la mesa de Monk-. Les importa un bledo que usted hable como un señor o que se conozca al dedillo los cubiertos que hay que utilizar para comer lo que sea, señor Monk, lo que sí les importa y mucho es si sabe cumplir con su trabajo y atrapar asesinos y dejar las calles limpias de esta gentuza.

– ¿Cree que puede haber sido lord Shelburne el que apuñaló a este hombre de Stepney? -Monk miró a Runcorn directamente a los ojos.

Disfrutaba al sentirse libre de trabas para odiar a alguien, y de poder mentirle sin sentirse culpable.

– Por supuesto que no -la indignación enronqueció la voz de Runcorn-, pero creo que han pasado para usted los tiempos en que andaba presumiendo por ahí dándose humos como si fuera alguien y que debería tener valor suficiente para olvidarse de escalar puestos y decidirse de una vez a detener a Shelburne.

– ¿Ah, sí? Pues no pienso hacerlo, porque no estoy seguro de que sea culpable. -Monk le respondió con una mirada directa que rezumaba antipatía-. Si está tan seguro, ¿por qué no lo detiene usted?

– ¡Me acordaré de su insolencia! -le gritó Runcorn, inclinándose hacia él con los puños tan apretados que los nudillos le quedaron blancos-. Y mientras esté en esta comisaría, haré cuanto esté en mi mano para que no llegue nunca al nivel superior. ¿Me ha oído?

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