Evan se interpuso en sus pensamientos como si hubiera leído en ellos.
– ¿Usted cree que fue Shelburne quien mató a Joscelin? -Lo dijo con el ceño fruncido, la ansiedad pintada en el rostro y sus grandes ojos nublados.
Si algo temía, ciertamente, no era por su carrera: la sociedad, incluso los Shelburne, no iban a culparlo a él si se producía un escándalo. ¿Temía, quizá, por Monk? Entonces no dejaba de ser reconfortante. Monk levantó la cabeza y lo miró.
– Quizá no, pero si pagó a alguien para que lo hiciera habría debido ser más limpio y eficiente, menos violento. Los profesionales no pegan una paliza, a un hombre hasta matarlo, lo que suelen hacer es asestarle un navajazo o estrangularlo y nunca en su propia casa.
Las comisuras de los finos labios de Evan se torcieron hacia abajo.
– ¿Se refiere a que lo atacan en la calle o lo siguen hasta un lugar tranquilo… y allí queda zanjado el asunto en un momento?
– Suele ocurrir así, y después dejan el cadáver abandonado en un callejón desierto, preferiblemente fuera de su propio barrio, y se tarda un cierto tiempo en encontrarlo. De este modo hay menos posibilidades de relacionarlos con la víctima y corren menos riesgo de ser identificados.
– ¿No podría ser que el hombre tuviera prisa? -apuntó Evan-. Quizá no podía entretenerse en buscar el momento y el lugar adecuados.
Se apoyó en el respaldo de la silla y la inclinó para atrás levantándole las patas de delante.
– ¿Por qué había de tener prisa? -dijo Monk encogiéndose de hombros-. Si era Shelburne, no veo por qué había de tener prisa, y menos si se trataba de un asunto relacionado con Rosamond. No tema importancia que fueran unos días más o menos o incluso unas semanas.
– No -dijo Evan con aire sombrío y volviendo a apoyar las patas de la silla en el suelo-. No veo por dónde empezaremos a probar nada, ni siquiera dónde hay que buscar.
– Hay que descubrir dónde estaba Shelburne cuando mataron a Grey -respondió Monk-. Habría debido ocuparme antes de este particular.
– Yo lo pregunté a los criados de manera indirecta. -Evan pareció sorprendido, pero tan satisfecho que le costaba disimularlo.
– ¿Y qué dijeron? -preguntó Monk con interés porque no quería aguarle el entusiasmo.
– No estaba en Shelburne, parece que había ido a cenar a la ciudad. Quise comprobarlo. Efectivamente, cenó fuera y pasó la noche en su club, cerca de Tavistock Place. Difícilmente habría podido encontrarse en Mecklenburg Square en la hora precisa porque habrían notado su ausencia, aunque no es imposible.
Podía pasar por Compton Street, seguir por Hunter Street abajo, rodear Brunswick Square y Lansdowne Place, pasar por delante del Foundling Hospital hasta Caroline Place… y ya estaba en el sitio. Total: diez minutos de trayecto, menos quizá. Pero habría estado fuera como mínimo tres cuartos de hora si hay que contar la pelea con Grey… y el regreso. Con todo, el camino a pie es posible… habría sido fácil. Monk sonrió. Evan se merecía un elogio y estaba contento de poder hacérselo.
– Gracias. Debería haberlo comprobado yo mismo. Incluso pudo haber necesitado menos tiempo si el motivo de litigio era antiguo: pongamos diez minutos de ida, diez de vuelta y cinco de pelea. No es mucho tiempo echar a alguien en falta en un club.
Evan bajó los ojos, el rostro se le había enrojecido levemente. Sonreía.
– Esto no nos lleva más lejos de donde ya estábamos -apuntó no sin cierto pesar-. Tanto pudo ser Shelburne como otro cualquiera. Tendríamos que hacer pesquisas y averiguar a qué otra familia habría podido extorsionar. Pero esto nos granjeará más antipatías que si se tratara de un vulgar maleante. ¿Usted cree que pudo ser Shelburne pero que no conseguiremos demostrarlo nunca?
Monk se levantó.
– No lo sé, pero no será porque no lo hayamos intentado.
Estaba pensando en Joscelin Grey en Crimea, lo imaginó paralizado por el horror al ver cómo el frío, las enfermedades y la inanición acababan lentamente con centenares, testigo de la ciega incompetencia de unos mandos que habían enviado a sus hombres a morir destrozados por el fuego enemigo, asistiendo a la absoluta insensatez de todo aquello; él mismo víctima del miedo y del dolor físico, del agotamiento; sintiendo piedad, sin duda, por aquellos a los que había reconfortado a las puertas de la muerte en el hospital de Shkodér. Y mientras tanto, Lovel vivía en su gran mansión, se casaba con Rosamond y seguía acumulando dinero y comodidades.
Monk se dirigió a grandes zancadas a la puerta. La injusticia le dolía como un absceso rabioso y emponzoñado. Agarró el pomo de la puerta con brusquedad y la abrió de un tirón.
– ¡Señor Monk! -Evan se levantó apenas.
Monk se volvió.
Evan no encontraba las palabras apropiadas, no sabía cómo formular con palabras el aviso urgente que quería darle, pero Monk lo leyó en su cara, en sus grandes ojos color avellana, en su boca sensible.
– No ponga esta cara de susto -se apresuró a decirle volviendo a cerrar la puerta-. Vuelvo al piso de Grey, recuerdo que allí había una foto de la familia en la que aparece Shelburne y también Menard Grey. Quiero comprobar si Grimwade o Yeats reconocen a alguno de los personajes. ¿Quiere acompañarme?
La transformación del rostro de Evan, ahora tranquilizado, fue realmente cómica. Sonrió incluso en contra de su voluntad.
– Sí, claro que sí-dijo yendo a por el abrigo y la bufanda-. ¿Pero no podría hacerlo sin decir quién son los personajes? Me refiero a que, si saben que son sus hermanos… no sé… lord Shelburne…
Monk lo miró de reojo y Evan le sonrió como excusándose.
– Sí, claro -farfulló mientras seguía a Monk-. De todos modos, los Shelburne lo negarán y, como arremetamos contra ellos, nos enviarán directo al infierno.
Monk lo sabía y, por otra parte, tampoco tenía un plan específico en el caso de que alguna de las personas de la fotografía resultara identificada, pero ello supondría un paso más y había que darlo.
Grimwade estaba en su cubículo como de costumbre y los saludó cordialmente.
– Un día bastante agradable, ¿verdad, señor? -dijo echando una mirada fugaz a la calle-. Parece que va a despejarse.
– Sí -confirmó Monk sin prestar atención a lo que decía-, un día estupendo. -Parecía no darse cuenta de que llevaba la ropa mojada-. Vamos a volver a inspeccionar el piso del señor Grey, quiero coger una o dos cosas.
– Lo están ustedes llevando muy bien, cualquiera de estos días atrapan al culpable -exclamó Grimwade moviendo la cabeza y con un casi inapreciable rastro de sarcasmo en su rostro lúgubre-. Todos ustedes son muy trabajadores, las cosas como sean.
Monk ya estaba a media escalera, llave en mano, antes de que llegara a sus oídos la observación de Grimwade. Se detuvo súbitamente y Evan tropezó con sus talones.
– ¡Lo siento! -se disculpó.
– ¿Qué ha querido decir? -dijo Monk volviéndose con el ceño fruncido-. ¿Todos ustedes? ¡Si sólo somos usted y yo!
Los ojos de Evan se ensombrecieron.
– ¡Por lo menos, que yo sepa! ¿Cree que Runcorn habrá estado aquí?
Monk se había quedado clavado en el sitio.
– ¿Por qué iba a venir? Él no quiere que se resuelva el caso, sobre todo si el culpable es Shelburne. No quiere tener nada que ver con el asunto.
– ¿Será por curiosidad? -dijo Evan, aunque en su rostro había otros sentimientos que no expresó con palabras.
Monk pensaba lo mismo. Tal vez Runcorn quería tener alguna prueba que le confirmara que había sido Shelburne, obligar después a Monk a desenmascararlo y pasar después él al ataque. Se miraron un momento y entre los dos se estableció una connivencia silenciosa y total.
– Iré a averiguarlo. -Evan se volvió y, lentamente, bajó de nuevo la escalera.
Tardó no poco en volver mientras Monk se quedaba esperándolo en la escalera, primero pensando en encontrar una escapatoria, una forma de evitar tener que ser él quien acusara a Shelburne. Después pensó en Runcorn. ¿Desde cuándo existía aquella enemistad entre los dos? ¿Se trataría simplemente del miedo que abriga el profesional de más edad frente a un rival que se interpone en su ascenso al éxito, un rival más joven e inteligente que él?