– ¡Oh, sí! -admitió ella-. Habló de esto con mi marido y él me lo comentó, aunque sin entrar en detalles.
– ¿De qué se trataba, señora Dawlish?
– Creo que de una inversión de cierta envergadura en una empresa que comerciaba con Egipto. -El recuerdo brilló un momento en sus ojos, revivió el entusiasmo y las esperanzas de aquel instante.
– ¿Acaso el señor Dawlish participó en esta inversión?
– Consideró la posibilidad y habló de ella en términos muy favorables.
– Ya comprendo. ¿No podría hacerles otra visita en otro momento, cuando el señor Dawlish esté en casa y pueda darme más detalles acerca de esta empresa?
– ¡Oh, vaya! -Había desaparecido de ella aquel aire de naturalidad-. Me parece que no me he expresado de forma adecuada. La empresa no está formada y, por lo que oí decir, se trataba simplemente de un proyecto que Joscelin quería emprender.
Monk se quedó pensativo unos momentos. Si Grey estaba pensando en constituir una empresa y trataba quizá de convencer a Dawlish de que invirtiera dinero en ella, ¿con qué ingresos contaba él en aquel entonces?
– Gracias -dijo levantándose lentamente-. Ya comprendo. De todos modos, me gustaría hablar con el señor Dawlish porque supongo que podrá darme algunos informes acerca de las finanzas del señor Grey. Si consideraba la posibilidad de hacer negocios con él, lo más natural es que hiciese algunas averiguaciones.
– Sí, sí, claro. -Se ahuecó los cabellos con extrema ineficacia-. Quizás esté en casa alrededor de las seis.
Del interrogatorio a que sometió Evan a la media docena aproximada de sirvientes de la casa, lo único que sacó en limpio fue un cuadro doméstico absolutamente normal: una casa muy bien administrada por una mujer tranquila pero triste, atormentada por una pena que sobrellevaba con toda la entereza de que era capaz, cosa que todos le reconocían y que cada uno compartía con ella en cierta medida. El mayordomo tenía un sobrino que había sido soldado de infantería y que había regresado de la guerra convertido en un tullido. Evan pensó de pronto en las muchísimas pérdidas que tantas personas habrían debido de sufrir sin contar con la notoriedad ni la comprensión anejas a la familia de Joscelin Grey.
La doncella, que tenía dieciséis años, había perdido a un hermano mayor en Inkermann. Todos se acordaban del comandante Grey, de lo simpático que era y de que a la señorita Amanda le había caído muy bien. Todos esperaban con ansia su visita cuando quedaron horrorizados al enterarse de que había sido horriblemente asesinado en su propia casa. A Evan le dejó muy confundido aquel doble rasero de que todos hacían gala: les escandalizaba que un caballero como Grey hubiera sido asesinado de aquella manera, pero en cambio consideraban las pérdidas que ellos mismos habían sufrido en propia carne como desgracias que debían sobrellevar con tranquila dignidad.
Salió de la casa admirado del estoicismo de aquella gente, pero indignado de que aceptasen sin rechistar aquella diferencia. Después, justo al atravesar la puerta forrada de paño verde que daba al vestíbulo principal, se le ocurrió la idea de que quizás aquélla era la única forma de poder soportar la propia desgracia. Cualquier otra actitud habría sido destructiva y, a fin de cuentas, pura futilidad.
Por lo demás, se había enterado de pocas cosas más sobre Joscelin Grey que no hubiera deducido ya de las otras visitas.
Dawlish era un hombre corpulento, vestido con ropas caras y con un semblante en el que destacaba la amplia frente y sus ojos oscuros e inteligentes. De todos modos, en aquel momento se sentía contrariado ante la perspectiva de tener que hablar con la policía y su disgusto era bien evidente. No había motivos para pensar que la razón estaba en el hecho de no tener la conciencia tranquila, pero siempre resulta socialmente inconveniente que la policía venga a verte a casa, por la razón que sea, y, a juzgar por lo nuevo de los muebles y lo convencional de las fotografías de familia -la señora Dawlish sentada en una postura parecida a la que solía adoptar la reina-, se podía deducir que el señor Dawlish era un hombre ambicioso.
La conversación puso de manifiesto que, por sorprendente que pudiera parecer, sabía muy poco acerca del negocio en el que se había casi comprometido a participar. Su compromiso era de tipo personal, y lo vinculaba únicamente a Joscelin Grey, por quien estaba dispuesto a aportar a la empresa fondos y su buen nombre.
– Un chico muy simpático -comentó volviéndose a medias hacia Monk mientras seguía de pie junto a la chimenea-. Es duro eso de pertenecer a una familia, formar parte de ella y todas estas cosas y ver que de pronto el hermano mayor se casa y te conviertes en un don nadie. -Movió la cabeza con aire compungido-. Y más duro aún si tienes que abrirte camino y no te sientes inclinado a la vida eclesiástica y te quedas fuera del ejército por una invalidez. El único recurso que te queda es hacer una boda decente. -Miró a Monk como para comprobar si lo había entendido-. No comprendo por qué no se le ocurrió esa salida, porque era un joven de muy buen ver y gustaba a las mujeres. Poseía encanto, hablaba bien y todas estas cosas. Amanda lo ponía por las nubes. -Soltó una tosecilla-. Amanda es mi hija, ¿sabe usted? La pobre se llevó un gran disgusto cuando se enteró de su muerte. ¡Una cosa horrible! ¡Aterradora, vamos! -Bajó los ojos y los fijó en los rescoldos y una súbita tristeza le inundó los ojos y suavizó las arrugas que le circundaban los labios-. Joscelin era un hombre decente. Podía haber muerto en Crimea, morir por su patria, en fin, estas cosas. ¡Pero no esto! Amanda, la pobre, perdió a su primer novio en Sebastopol y, como usted ya sabe, también a su hermano en Balaclava. Después conoció a Grey. -Tragó saliva con dificultad y levantó los ojos para mirar a Monk, como reprimiendo la emoción-'-. Lo curioso del caso es que los dos habían hablado la noche anterior a la batalla. A uno le gusta pensar estas cosas, que has conocido a alguien que estuvo con Edward la noche antes de que lo matasen. Para nosotros fue…-Volvió a toser y se vio obligado a desviar la vista porque ya le estaban asomando las lágrimas a los ojos-. Fue un consuelo para nosotros, para mi esposa y para mí. Para ella ha sido muy duro, pobre mujer; era su único hijo, ¿sabe? Tiene cinco hijas. ¡Y ahora esto…!
– Tengo entendido que Menard Grey también era un gran amigo de su hijo -dijo Monk, más para llenar el silencio que porque realmente le importase saberlo.
Dawlish miró fijamente las brasas.
– Prefiero no hablar de esto -replicó pronunciando las palabras con dificultad y con la voz ronca-. Yo lo tenía en mucha estima… pero llevaba a Edward por mal camino… de eso no hay duda alguna. Joscelin se encargó de pagarle las deudas… para que no muriese con deshonor. Tragó saliva convulsivamente. -Le tomamos mucho cariño a Joscelin, aunque pasó muy pocos fines de semana con nosotros. -Descolgó el atizador y hurgó con energía entre las brasas-. ¡Ojalá cacen al loco que lo mató!
– Haremos lo posible, señor. -Monk habría querido decir algo más para expresar toda la pena que sentía ante una pérdida como aquélla.
Hombres y caballos habían muerto por millares, por congelación o por hambre o porque los habían matado o porque la enfermedad sufrida en las inhóspitas colinas de un país que no conocían ni amaban había acabado con ellos. Si alguna vez había llegado a saber el propósito de la guerra de Crimea, lo había olvidado. No se la podía considerar una guerra de defensa. Crimea estaba situada a mil millas de Inglaterra. De hacer caso a lo que decían los periódicos, uno hubiese debido creer que los motivos tenían que ver con las ramificaciones políticas de Turquía y la desintegración del imperio. Pero costaba creer que aquello por sí solo justificara las terribles y lamentables muertes de tantos hombres y el dolor que habían dejado tras ellos.