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– ¡Vaya niño malo estás hecho! -intervino Rosamond cogiéndolo en brazos, apretándolo contra su pecho y acercando a sus mejillas aquella cabecita rubia con su cresta de rizos.

El pequeño seguía riendo y al mismo tiempo, como si estuviera absolutamente seguro de su simpatía, espiaba a Hester por encima del hombro de su madre.

Pasaron una hora muy agradable en amigable conversación y después dejaron que la niñera cumpliera con sus obligaciones en tanto Rosamond mostraba a Hester la habitación grande de los niños, en la que Lovel, Menard y Joscelin habían jugado de niños. Todavía seguían en ella el caballo de balancín, los soldados de juguete, las espadas de madera, las cajas de música y el calidoscopio. Y también las casas de muñecas que había dejado una generación anterior de niñas, ¿quizá la de Callandra?

Pasaron después al cuarto de estudio, con sus pupitres y sus estantes de libros. Hester se encontró tomando en sus manos, al principio de manera irreflexiva, un cuaderno de impecable caligrafía, los primeros y esforzados intentos de un niño; después, a medida que fue avanzando hacia las redacciones de la adolescencia, fue quedándose absorta sin darse cuenta en la lectura de lo que había dejado escrito aquella misma mano infantil, ahora ya más madura. Se trataba de una redacción escrita en un estilo fluido y ágil, sorprendentemente penetrante para un niño de su edad por su profundo y agudo ingenio. El tema era una comida campestre familiar y, sin querer, a Hester se le escapó una sonrisa mientras leía, pese a que detectó también dosis de tristeza en el escrito, una lucidez y una percepción de la crueldad que se ocultaban tras la fachada del humor. No necesitaba leer el nombre que figuraba en el lomo para saber que el autor era Joscelin.

Encontró un cuaderno de Lovel y fue volviendo las páginas hasta descubrir una redacción de extensión similar. Rosamond entretanto revolvía un pupitre buscando unos poemas, por lo que Hester tuvo ocasión de leer sin prisas la redacción. Era un escrito manifiestamente inverosímil, inseguro y romántico, en el que imaginaba, más allá de la arboleda de Shelburne, un bosque donde podían llevarse a cabo grandes hazañas, y una mujer ideal, cortejada y amada con un sentimiento limpio y transparente, tan alejado de la realidad de las necesidades y dificultades humanas que a Hester se le humedecieron los ojos al pensar en las desilusiones que aquel muchacho habría de sufrir irremisiblemente.

Cerró aquellas páginas escritas con una tinta que el tiempo había descolorido y miró a Rosamond, su cabeza iluminada por el sol e inclinada sobre el escritorio mientras revolvía los cuadernos de deberes en busca de un determinado poema que seguramente era la plasmación de sus propios sueños. ¿Alcanzaban a ver, ella o Lovel, en las princesas y en los caballeros revestidos de armadura, a los seres falibles-y a veces débiles, a veces asustados, a menudo necios pero mucho más preciosos que había más allá de sus nobles apariencias, y que demandaban muchísimo más valor, generosidad y poder para merecer el perdón, que los seres que poblaban los sueños de juventud?

Hester quería encontrar la tercera redacción, la de Menard. Tardó unos minutos en localizar su cuaderno y poder leerla. La redacción era envarada, era evidente que tenía más dificultad en el manejo de las palabras, y toda ella rezumaba un amor apasionado al honor, a la fidelidad en la amistad y una visión de la historia como la cabalgata interminable de los orgullosos y los buenos, con inesperadas imágenes tomadas de las historias del rey Arturo. Era un escrito adocenado y ampuloso, aunque lleno de sinceridad, y Hester pensó que era difícil que el hombre que había escrito aquello siendo niño hubiera perdido aquellos valores que describía con tanto apasionamiento… y tanta torpeza.

Rosamond había encontrado por fin el poema y estaba tan absorta en él que no advirtió que Hester se le acercaba ni tampoco que lo leía por encima de su hombro. Era un poema de amor, anónimo, breve y muy tierno.

Hester apartó los ojos y se acercó a la puerta. No era cuestión de fisgar en aquello.

Rosamond cerró el cuaderno y la siguió al cabo de un momento. No sin esfuerzo, recuperó su alegría de momentos antes, aunque Hester hizo como que no se daba cuenta.

– Gracias por acompañarme -le dijo mientras volvían al rellano principal con sus enormes jardineras de flores-. Ha sido muy amable dedicándome su atención.

– No ha sido amabilidad -se apresuró a desmentirla Hester-. Ha sido un privilegio poder echar una ojeada al pasado desde los cuartos de los niños y las habitaciones de estudio. Debo darle las gracias por haberme dejado entrar. Y, por cierto, Harry es un encanto de niño. Es imposible no estar a gusto en su presencia.

Rosamond rió e hizo un gesto negativo con la mano, pero era evidente que se sentía halagada. Bajaron, juntas, la escalera y entraron en el comedor, donde ya estaba servida la comida y Lovel las estaba esperando. Se levantó cuando entraron y dio un paso en dirección a Rosamond. Pareció que iba a decir algo, pero se abstuvo.

Rosamond aguardaba con los ojos llenos de esperanza. Hester se odió a sí misma por permanecer allí, pero habría sido absurdo abandonar la habitación en aquel momento. La comida estaba a punto y el lacayo esperando para servirla. Sabía que Callandra estaba ausente porque había ido a visitar a una vieja amistad y que el motivo de aquel viaje era ayudarla, pero vio que tampoco estaba Fabia ni estaban puestos los cubiertos en el sitio que ocupaba habitualmente.

Lovel se dio cuenta de su mirada.

– Mamá no se encuentra bien -dijo con un ligero estremecimiento-. Se ha quedado en su habitación.

– ¡Cuánto lo siento! -exclamó, aunque de manera automática-. Supongo que no será nada serio.

– Espero que no -auguró Lovel y, tan pronto se hubieron sentado, ocupó la silla de costumbre e indicó al criado que podía servir a los comensales.

Rosamond tocó ligeramente con el pie a Hester por debajo de la mesa y ésta comprendió que la situación era delicada, por lo que inteligentemente optó por no insistir.

La conversación que mantuvieron durante la comida fue manida y trivial, aunque cargada de sobreentendidos, lo que permitió a Hester pensar en la redacción del niño, en aquel viejo poema y en todos los sueños y realidades en los que tantas cosas se deslizan de un sentido a otro y acaban perdiéndose.

Terminada la comida se excusó y fue a cumplir con lo que consideraba su obligación. Debía ir a ver a Fabia y excusarse con ella por haber estado grosera con el general Wadham. El hombre se lo tenía merecido, pero al fin y al cabo ella sólo era una invitada que vivía en casa de Fabia y no tenía por qué ponerla en situación embarazosa, tanto si había existido provocación como si no.

Mejor actuar inmediatamente, porque cuanto más tardara en decidirse, más difícil sería. Hester tema poca paciencia con las dolencias de tono menor; había visto demasiadas enfermedades desesperadas y su propia salud era muy buena, por lo que ignoraba lo enervante que puede ser un trastorno, por insignificante que sea, cuando se prolonga mucho tiempo.

Llamó a la puerta de Fabia y esperó hasta que oyó su voz autorizándole a entrar; entonces hizo girar el pomo y pasó.

La habitación era menos femenina de lo que había esperado. Era de color azul Wedgwood claro y estaba sobriamente amueblada, si se la comparaba con la agobiante abundancia de muebles que había en toda la casa. Sobre una mesa junto a la ventana había un jarrón de plata con un ramo de rosas en todo su esplendor y la cama tenía un dosel de muselina blanca, igual que la de las cortinas. En la pared frontera, donde la luz del sol llegaba a penas, colgaba un bello retrato de un hombre vestido con el uniforme de oficial de caballería. Era delgado y se mantenía muy erguido, con sus rubios cabellos sobre su amplia frente, ojos claros e inteligentes y una boca de labios inquietos y burlones. Hester pensó fugazmente que aquellos labios revelaban una cierta debilidad.

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