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Mientras se encontraba ocupada en este menester, disfrutando del placer físico que le proporcionaba, oyó unos golpes en la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó, alarmada.

En aquel momento sólo llevaba encima una camisola y unas calzas, lo que la dejaba en situación bastante comprometida. Por otra parte, dado que ya disponía de agua y toallas, no esperaba que se tratase de una doncella.

– Callandra -fue la respuesta.

– ¡Oh…! -Pero enseguida se hizo la reflexión de que era una tontería tratar de impresionar a Callandra Daviot con artificios-. ¡Adelante!

Callandra abrió la puerta y la miró con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

– ¡Mi querida Hester! ¡No sabe lo contenta que estoy de verla! Está igual que siempre… por lo menos en el aspecto.

Cerró la puerta tras ella y, ya dentro, se acomodó en uno de los sillones tapizados del dormitorio. No era ni había sido nunca una mujer hermosa; era excesivamente ancha de caderas, tenía una nariz demasiado larga y sus ojos no eran los dos exactamente del mismo color. Sin embargo, su rostro reflejaba ingenio e inteligencia, aparte de una notable fuerza de voluntad. Hester no había conocido nunca a nadie que fuera más de su agrado que lady Callandra y le bastaba mirarla para sentir que se le levantaban los ánimos y el corazón, lleno de confianza, se le henchía en el pecho.

– Quizá no. -Retorció los dedos de los pies en el agua, ahora ya fría, disfrutando de aquella sensación deliciosa-. Me han ocurrido muchas cosas y sobre todo se han modificado las circunstancias de mi vida.

– Eso me dijo en la carta. Siento extraordinariamente lo de sus padres… ya sabe que la estimo mucho.

Hester no quería tocar aquel tema porque el dolor todavía era fresco. Imogen le había escrito dándole la noticia de la muerte de su padre, aunque sin especificarle las circunstancias en que se había producido y comunicándole tan sólo que había sido víctima de un disparo, posiblemente accidental, hecho con una pistola de su propiedad de las empleadas en los duelos. También cabía la posibilidad de que hubiera entrado un intruso, pese a que esto era dudoso porque el hecho había ocurrido a última hora de la tarde. La policía había considerado que se trataba de suicidio aunque sin declararlo de manera taxativa. En consideración a la familia, el veredicto había quedado abierto y pendiente de fallo. El suicidio no sólo era un crimen contra la ley sino también un pecado contra la Iglesia, lo que excluía que el cadáver fuera enterrado en tierra sagrada, circunstancia que constituía un baldón que la familia arrastraría indefinidamente.

En la casa no se había echado en falta nada, ni tampoco se había detenido a ningún ladrón, por lo que la policía había dejado el caso en suspenso.

Una semana más tarde llegó otra carta, que en realidad le había sido remitida dos semanas después de la primera, en la que se anunciaba que también había muerto su madre. No se decía en ella que la muerte hubiera sido resultado de un ataque al corazón porque era innecesario decirlo.

– Gracias -respondió Hester, reconocida, con una discreta sonrisa. Callandra se quedó mirándola un momento pero, al ver que la herida seguía abierta y que continuar insistiendo sobre aquel tema no haría sino enconarla, tuvo el tino y la sensibilidad de abandonar aquel tema. Así pues, cambió de asunto y pasó a hablar de cuestiones prácticas.

– ¿Qué se propone hacer ahora? ¡Por el amor de Dios, le recomiendo que no se precipite hacia el matrimonio!

Hester pareció un tanto sorprendida ante un consejo tan poco ortodoxo, pero replicó con modesta franqueza:

– No se me va a presentar la ocasión. Tengo casi treinta años y sigo sin compromiso. Soy demasiado alta y no tengo dinero ni contactos. Si algún hombre me pretendiera hasta yo sospecharía de sus intenciones y de su buen juicio.

– El mundo está lleno de hombres con ambas deficiencias -replicó Callandra con una sonrisa por toda respuesta-. Usted misma me lo ha dicho repetidamente por carta. Por lo menos en el ejército son muchos los hombres de cuyas intenciones se puede sospechar o de cuyo buen juicio abominar.

Hester se puso muy seria.

– Toucbé -admitió-. Pero de todos modos no eran tan estúpidos en lo que a intereses personales se refería.

Sus pensamientos volaron durante breves momentos hacia un cirujano militar del hospital. Volvió a ver su rostro cansado, su sonrisa pronta y la belleza de sus manos cuando trabajaba. Una mañana espantosa durante el asedio lo había acompañado a la fortificación. Descubrió allí el olor de la pólvora y el de los cadáveres. Ahora volvía a sentir aquel frío acerbo, como si no hiciera más que un momento que había ocurrido todo. Pero la proximidad entre los dos había sido tan intensa que la había compensado de todo lo demás… sin embargo, un día le habló por vez primera de su esposa y Hester sintió de pronto unas náuseas espantosas. Habría debido saberlo… habría debido figurárselo… pero no había caído en la cuenta.

– Tendría que ser muy hermosa o estar muy desvalida, o mejor las dos cosas, para que viniesen a llamar en tropel a mi puerta. Y como usted bien sabe, no soy ni una cosa ni otra.

Callandra la observó con atención.

– ¿Estoy en lo cierto al advertir una nota de autocompasión?

Hester notó que se ruborizaba, lo que hizo innecesario dar respuesta.

– Tendrá que aprender a dominar esta reacción -observó Callandra arrellanándose en la butaca, aunque lo dijo en tono suave, sin ánimo de crítica, simplemente como la constatación de un hecho-. Hay demasiadas mujeres que malogran sus vidas lamentándose porque carecen de algo que a juicio de los demás deberían tener. Casi todas las casadas le dirán que su estado es maravilloso y que la compadecen porque usted no lo disfruta. Pero es una tontería absoluta. Que uno sea feliz no depende más que parcialmente de las circunstancias externas, sino, principalmente, de la manera que uno tiene de ver las cosas, independientemente de cómo valore lo que tiene o deja de tener.

Hester frunció el ceño como si no acabara de entender o de creerlo que Callandra le había dicho.

Callandra estaba un poco impaciente y de pronto adelantó bruscamente el cuerpo hacia Hester y, frunciendo el ceño, dijo:

– Hija mía, ¿se figura de verdad que todas las mujeres que sonríen son verdaderamente felices? No hay ninguna persona equilibrada que quiera que la compadezcan y la mejor forma de evitar que le tengan lástima consiste en guardarse las contrariedades y ofrecer a los demás un semblante risueño. Entonces la mayoría se figura que es tan feliz como aparenta. Antes de compadecerse, eche una mirada a los demás y diga con quién le gustaría cambiarse si pudiese, y qué sacrificio estaría dispuesta a hacer para conseguirlo. Conociendo como la conozco, creo que sacrificaría muy poco.

Hester aceptó esta opinión en silencio y se quedó pensativa mientras le iba dando vueltas en la cabeza.

Con aire ausente sacó por fin los pies de la jofaina y se los secó con la toalla.

Callandra se puso en pie.

– ¿Se reunirá con nosotros en el estudio para tomar el té? Normalmente es francamente bueno y, que yo recuerde, usted tenía buen apetito. Ya hablaremos más adelante de las posibilidades que se le ofrecen para demostrar su talento. Se pueden hacer muchas cosas, se esperan grandes reformas en muchos campos, no hay que dejar que se vayan al traste ni su experiencia ni sus sentimientos.

– Gracias. -De pronto Hester se sentía mucho mejor, se había refrescado y lavado los pies, tenía mucha hambre y, a pesar de que el futuro todavía era nebuloso y en él no se perfilaba aún forma alguna, en el espacio de media hora el color gris que antes tenía había adquirido nuevo brillo-. Me reuniré con ustedes sin falta.

Callandra se fijó ahora en los cabellos de Hester.

– Le enviaré a mi doncella. Se llama Effie y le aseguro que tiene unas manos más hábiles de lo que mi aspecto deja suponer. -Y con estas palabras como colofón atravesó alegremente la puerta tarareando una cancioncilla con su hermosa voz de contralto y cruzó el rellano con paso firme.

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