– Es usted muy hábil con las palabras, joven. -Cedía a contrapelo, pero no se abstenía de manifestar una cierta crítica-. ¿Qué supone que yo le puedo revelar?
– Podría darme una lista de sus amigos más íntimos -respondió Monk-, amigos de la familia, invitaciones que a usted le conste que él aceptó en los últimos meses, sobre todo si se trata de semanas enteras o de fines de semana. Tal vez el nombre de alguna dama en la que él pudiera estar interesado. -Monk observó que sobre los rasgos inmaculados de la señora se cernía una sombra de desagrado-. Creo que era extremadamente simpático. -Monk quiso añadir aquel halago sabiendo que lady Shelburne sentía una debilidad personal por su hijo.
– Lo era. -Sus labios se movieron apenas y hubo un cambio en su manera de mirar, como si por un momento se abandonara a la pena que sentía. Transcurrieron varios segundos antes de que volviera a tranquilizarse y se mostrara tan equilibrada como antes.
Monk esperó en silencio, consciente por primera vez de la intensidad de su dolor.
– Entonces quizás alguna señora se sentía más atraída hacia él que lo considerado aceptable por sus demás admiradores o quizá por un marido -apuntó él finalmente y en tono mucho más suave, aunque su decisión de encontrar al asesino de Joscelin Grey se había fortalecido y ya no permitía que el temor de herir a alguien consintiera excepciones u omisiones de ningún tipo.
La señora se quedó pensativa unos momentos antes de decidir si admitía haberlo oído. Monk se imaginó que ella veía en aquellos momentos a su hijo tal como fue en vida: elegante, dicharachero, un hombre que miraba directamente a los ojos.
– Podría ser -admitió-. Sí, podría ser que hubiera alguna jovencita un tanto indiscreta y capaz de provocar celos.
– ¿Tal vez en alguien un poco inclinado a la bebida? -prosiguió con un tacto que no era natural en él-. ¿Alguien capaz de ver más cosas que las que existían realmente?
– Cuando uno es un caballero sabe cómo conducirse -dijo mirando a Monk y torciendo levemente las comisuras de los labios. A él no se le escapó el empleo de la palabra «caballero»-. Sabe cómo hacerlo incluso cuando ha bebido en exceso. Con todo, hay personas que por desgracia no tienen un criterio lo bastante estricto en la elección de sus amistades.
– Si tuviera la bondad de darme algunos nombres y direcciones, señora, yo podría llevar a cabo mis pesquisas con la máxima cautela posible y, por supuesto, no mencionaría su nombre. Supongo que todas las personas de buena voluntad están tan interesadas como lo pueda estar usted en que se descubra al asesino del comandante Grey.
La argumentación estaba bien enfocada, lo que ella reconoció mirándolo un momento directamente a los ojos.
– En efecto -admitió-. Si tiene usted un bloc, de notas, le facilitaré los datos que me pide.
Lady Fabia se acercó a la mesa de palo de rosa que tenía prácticamente a su lado y abrió un cajón. De él sacó un libro de direcciones encuadernado en piel y con los bordes dorados.
Monk ya iba a ponerse manos a la obra cuando le sorprendió la entrada de Lovel Grey una vez más vestido sin especial esmero. Esta vez llevaba unos pantalones corrientes y una chaqueta de tweed tipo Norfolk bastante gastada. Se le ensombreció el semblante en cuanto vio a Monk.
– Quisiera decirle, señor Monk, que si ha de informarnos de algo, tenga la bondad de ponerse en contacto directamente conmigo -dijo extremadamente irritado-. Y en caso de que no tenga nada de que informar, su presencia en esta casa no tiene propósito alguno y sólo sirve para disgustar a mi madre. Me sorprende verlo otra vez por aquí.
Monk se puso en pie instintivamente, al tiempo que le molestaba haberlo considerado necesario.
– Si he venido, señor, ha sido porque me hacían falta unos datos que lady Shelburne ha tenido la amabilidad de proporcionarme. -Notó que le habían subido los colores a la cara.
– No podemos decirle nada particularmente relevante -lo cortó Lovel-. ¡Por el amor de Dios, hombre!, ¿no puede usted hacer su trabajo sin venir a vernos a cada momento? -Se movió, inquieto, mientras jugaba con la fusta que tenía en la mano-. ¡No podemos ayudarlo! Y si considera que ha fracasado, admítalo. Hay delitos que no llegan nunca a resolverse, en especial aquellos en los que intervienen locos.
Monk estaba tratando de elaborar una respuesta educada cuando intervino la propia lady Shelburne con voz tímida pero tensa.
– Tal vez tengas razón, Lovel, pero éste no es el caso. A Joscelin lo mató una persona que lo conocía, por muy desagradable que el hecho pueda resultarnos. Puede tratarse de alguien que conozcamos aquí. Y siempre será más discreto que el señor Monk venga a nuestra casa a interrogarnos a nosotros que dejar que ande por ahí preguntando al vecindario.
– ¡Santo Dios! -exclamó Lovel con desaliento-. ¡No lo dirás en serio! Sería monstruoso dejarlo a su aire, este hombre nos traería la ruina.
– ¡Qué tontería! -Cerró el libro de direcciones de un golpe y volvió a meterlo en el cajón-. No pueden arruinarnos tan fácilmente. Los Shelburne llevan quinientos años sobre la faz de la tierra y en ella seguiremos. De todos modos, yo no dejaría nunca que el señor Monk hiciera tal cosa. -Miró a Monk con maldad-. Ésta es la razón de que yo misma le haya proporcionado una lista y hasta le haya indicado qué preguntas pueden ser pertinentes… y cuáles sería mejor evitar.
– No es necesaria ninguna de las dos cosas. -Lovel pasó con rabia de su madre a Monk y después, con el rostro arrebolado, miró nuevamente a su madre-. La persona que mató a Joscelin debe de formar parte del círculo de sus amistades de Londres… suponiendo que se trate de alguien a quien conociera, lo que me permito seguir dudando. Pese a todo lo que usted diga, continúo creyendo que obedece puramente al azar el hecho de que la víctima fuera él y no otra persona. Me atrevería a decir que lo más probable es que alguien lo viera en algún club o en cualquier otro sitio y, dándose cuenta de que manejaba dinero, se propusiera robárselo.
– No hubo robo, señor -dijo Monk con decisión-. Había una gran cantidad de objetos valiosos colocados en lugares visibles y siguieron en su sitio, incluso tenía en la cartera todo el dinero que llevaba en ella.
– ¿Y sabe usted qué cantidad de dinero llevaba en la cartera? -preguntó Lovel-. A lo mejor llevaba centenares de libras.
– Los ladrones no suelen contar el dinero ni devuelven cambio -replicó Monk, que sólo consiguió moderar ligeramente la entonación sarcástica natural de su voz.
Lovel estaba demasiado indignado para quedarse callado.
– ¿Tiene motivos para suponer que se trataba de un ladrón de tipo corriente? No sabía que hubiera llegado tan lejos en sus pesquisas. Mejor dicho, no tenía constancia siquiera de que las hubiera iniciado.
– El ladrón no era nada corriente, esto por descontado. -Monk hizo como que ignoraba el comentario irónico-. Los ladrones raras veces matan. ¿El comandante Grey solía pasearse con centenares de libras en el bolsillo?
A Lovel se le había puesto el rostro como la grana. Arrojó la fusta al otro lado de la habitación y, pese a que lo hizo con intención de que aterrizara en el sofá, fue a parar más lejos y dio en el suelo, hecho al que no prestó la menor, atención.
– ¡No, claro que no! -gritó-. Pero las circunstancias eran únicas. No sólo fue víctima de robo, no sólo fue abatido, sino que además fue objeto de una sucesión de golpes que le provocaron la muerte, no sé si lo recuerda.
El rostro de lady Fabia se contrajo de dolor y de angustia.
– De veras, Lovel, que el hombre hace todo lo que puede y se esfuerza al máximo. No hay necesidad de ofenderlo.
De pronto Lovel cambió de actitud.
– Estás trastornada, mamá, y es natural que lo estés. Deja el asunto en mis manos. Si hay que decir algo al señor Monk, yo me ocupo del caso. ¿Por qué no vas a la salita y tomas el té con Rosamond?