En lugar de ir a ver a los Shelburne quedó con Evan para volver a Mecklenburg Square a la mañana siguiente, esta vez no para ir tras las huellas de un intruso sino para enterarse de todo lo que pudiera sobre Grey. Aunque hicieron el camino sin apenas decir palabra, sumido cada uno en sus pensamientos, Monk estaba contento de no estar solo. El piso de Grey le producía una profunda opresión, no podía liberar sus pensamientos del acto violento que en él había ocurrido. No era la sangre, ni siquiera la muerte, lo que le obsesionaba, sino el odio. Debía de haber visto la muerte en múltiples ocasiones anteriores, por no decir infinidad de veces, pero a buen seguro qué nunca debía de haberse sentido tan turbado como en esta ocasión. Habrían sido, por lo general, muertes accidentales, asesinatos lamentables e insensatos, el manifiesto egocentrismo del atacante que quiere algo y lo consigue o el asesinato del ladrón que encuentra bloqueada la salida. Sin embargo, en la muerte de Grey estaba en juego una pasión absolutamente diferente, algo íntimo, un vínculo de odio entre el asesino y el asesinado.
Aunque en el resto del edificio la temperatura era agradable, en aquella habitación él sentía frío. La luz que se filtraba a través de los altos ventanales era incolora, oscureciendo más que iluminando aquel espacio. El mobiliario era opresivo y viejo, parecía demasiado voluminoso para la pieza, pese a ser en realidad como cualquier otra. Miró a Evan para ver si también él se sentía agobiado, pero lo único que revelaba su sensible rostro era la repugnancia que le producía revolver la correspondencia de otra persona antes de abrir su escritorio y empezar a resolver los cajones.
Monk pasó junto a él y entró en el dormitorio, que olía un poco a rancio debido a la falta de ventilación. Una fina capa de polvo lo cubría todo, como la última vez. Monk registró los armarios y los cajones de la ropa, el tocador, la cómoda alta. Grey poseía un excelente guardarropía, no abundante pero sí bien cortada y de calidad. Era evidente que tenía buen gusto, pero no el dinero para satisfacerlo como hubiera sido su deseo. Tenía varios pares de gemelos, todos montados en oro, uno con el escudo de la familia grabado y otros dos con sus iniciales. También tres alfileres de corbata, uno con una perla de gran tamaño, además de un juego de cepillos con lomo de plata y un juego de tocador de piel de cerdo. Era evidente que ningún ladrón había entrado allí. Había muchos pañuelos-finos de bolsillo, todos con su inicial, camisas de seda y de hilo, corbatas, calcetines y ropa interior limpia. Se quedó sorprendido y algo desconcertado al ver que sabía, con un margen de error de muy pocos chelines, lo que costaba cada uno de aquellos artículos, por lo que hubo de preguntarse qué aspiraciones lo habían llevado a saber este tipo de cosas.
Había esperado encontrar cartas en los cajones de arriba, tal vez algunas demasiado personales para mezclarlas con las facturas y la correspondencia corriente que se guardaba en el escritorio, pero no encontró nada, por lo que volvió al salón. Evan seguía revolviendo el escritorio, de pie e inmóvil. La habitación estaba sumida en el más absoluto silencio, como si ambos supieran que aquélla era la habitación de un hombre muerto y se sintieran intrusos en ella.
A lo lejos, en la calle, retumbaban las ruedas de los carruajes en el empedrado, el ruido más seco de los cascos de los caballos y el grito de un vendedor ambulante.
– ¿Y bien? -Le pareció que su voz era apenas un susurro.
Evan levantó la vista sorprendido y con los rasgos tensos.
– Aquí hay cantidad de cartas, señor. No sé qué hacer con ellas. Hay varias de su cuñada, Rosamond Grey, y una bastante seca de su hermano Lovel… o sea de lord Shelburne, ¿no? También hay una nota muy reciente de su madre, pero sólo una, por lo que deduzco que no debía conservarlas. Hay varias de una tal familia Dawlish, fechadas poco antes de su muerte, entre ellas una invitación a pasar una semana en su casa. Parece que eran muy amigos. -Frunció ligeramente los labios-. Hay una de la señorita Amanda Dawlish que parece un poco ansiosa. Hay bastantes invitaciones, todas para actos posteriores a su muerte. Parece que no guardaba las antiguas. Y es extraño, pero no hay ninguna agenda. ¡Qué curioso! -Levantó los ojos hacia Monk-. Parecería que un hombre como él habría tenido que llevar una agenda para anotar en ella los compromisos sociales, ¿no le parece?
– Sí, eso diría yo también. -Monk avanzó unos pasos-. A lo mejor se la llevó el asesino. ¿Está seguro de que no hay agenda?
– Por lo menos en el escritorio, no. -Evan hizo un movimiento negativo con la cabeza-. También he comprobado si había cajones escondidos. ¿Pero por qué habría de esconder una agenda?
– No tengo idea -dijo Monk con absoluta sinceridad, acercándose un paso más al escritorio y examinando su interior-. Tal vez el asesino se la llevó porque figuraba su nombre en ella. Tendremos que ir a ver a esos Dawlish. ¿Consta la dirección en las cartas?
– ¡Oh, sí! Ya he tomado nota.
– Bien. ¿Qué más?
– Varias facturas. No era muy puntual en el pago de las facturas, pero de esto ya me enteré por los comerciantes del barrio. Hay tres facturas del sastre, cuatro o cinco de un camisero, que fue a quien yo vi, dos del comerciante de vinos y una carta bastante perentoria del abogado de la familia en respuesta a una petición de aumento de la renta que le correspondía.
– Imagino que la carta debe de ser negativa.
– Ni más ni menos.
– ¿Alguna cosa de clubs, juego o cosa por el estilo?
– No, pero las deudas de juego no suelen anotarse, ni siquiera en Boodles, a menos que uno tenga que cobrárselas, por supuesto. -Sonrió inesperadamente-. No es que lo sepa por propia experiencia, sino por lo que me han dicho.
Monk se distendió un poco.
– De acuerdo -admitió-. ¿Alguna otra carta?
– Una bastante fría de un tal Charles Latterly, pero que dice poca cosa…
– ¿Latterly? -preguntó Monk con el ceño fruncido.
– Sí. ¿Sabe quién es? -dijo Evan observándolo.
Monk hizo una profunda aspiración y trató de dominarse. La señora Latterly había pronunciado el nombre «Charles» en St. Marylebone y él había temido que fuera su marido.
– Hace un tiempo tuve entre manos el caso de un tal Latterly -explicó Monk procurando hablar con frialdad-. Probablemente se trata de una coincidencia. Ayer lo busqué en los archivos pero no lo encontré.
– ¿Se trataba de alguien relacionado con Grey, algún escándalo que conviene mantener secreto o…?
– ¡No! -respondió Monk con más viveza que la requerida, con lo que traicionó sus sentimientos. Trató de moderar su tono-. ¡No, en absoluto! De todos modos, el pobre ya está muerto. Murió antes que Grey.
– ¡Oh! -Evan volvió a centrarse en el escritorio-. Me temo que esto es todo. De todos modos, a partir de estos datos podemos ponernos en contacto con muchas personas que lo conocieron y éstas nos conducirán a otras.
– ¡Sí, sí, claro! Tomaré nota de la dirección de Latterly, de todos modos.
– De acuerdo. -Evan rebuscó entre las cartas y le pasó una.
Monk la leyó. Era una carta muy fría, tal como ya le había dicho Evan, aunque no dejaba de ser cortés, y en ella no había nada que dejara presumir una antipatía evidente, sólo una relación que ahora ya no podría continuar.
Monk la leyó tres veces, aunque en ella no descubrió ningún indicio. Copió la dirección y devolvió la carta a Evan.
Terminaron el registro del piso y, después de tomar las debidas notas, volvieron a salir y a pasar por delante de Grimwade al atravesar el vestíbulo de entrada.
– Vamos a comer -dijo Monk, animado, movido por el deseo de estar con gente, de oír risas y conversaciones y de ver personas que no sabían nada de asesinatos ni violencias, de secretos obscenos, personas ocupadas en los placeres y disgustos sencillos de la vida diaria.