– La nota necrológica quedará terminada cuando incluya la solución -replicó Monk, clavando directamente en Lovel sus ojos desafiantes.
– ¡Entonces, adelante! -le devolvió Lovel-. No se quede usted al sol… váyase y haga algo de provecho.
Monk salió sin decir palabra y cerró la puerta del salón tras él. En el vestíbulo había un criado que esperaba discretamente para indicarle la salida… o quizá para asegurarse de que no se llevaba la bandeja de plata donde se dejaban las tarjetas de visita o el abrecartas con mango de marfil, que estaban dispuestos sobre la mesa del recibidor.
El tiempo había experimentado un cambio espectacular y habían aparecido unos imprevistos nubarrones que habían traído consigo una borrasca y, en el momento en que salía, las primeras gotas de un chaparrón.
Ya estaba fuera, caminando bajo la lluvia a través del camino de entrada de la casa, cuando por pura causalidad encontró al último miembro de la familia. Vio que la mujer se acercaba a él con gran presteza, recogiéndose las faldas para que no se le enredaran en unas zarzas que, desbordando los arriates, se extendían por el sendero más estrecho. Aquella señora recordaba a Fabia Shelburne tanto por la edad como por la indumentaria, aunque no poseía el frágil encanto de ésta. Tenía, además, la nariz más larga, llevaba el cabello más descuidado y era evidente que no había sido nunca una belleza, ni siquiera cuarenta años atrás.
– Buenas tardes -dijo Monk levantándose el sombrero en un discreto gesto de cortesía.
La mujer detuvo sus rápidos pasos y lo miró llena de curiosidad.
– Buenas tardes. Usted no es de la casa. ¿Qué hace por aquí? ¿Se ha perdido quizá?
– No, gracias, señora. Pertenezco a la Policía Metropolitana y he venido a informar de la evolución de las pesquisas en el caso del comandante Grey.
Los ojos de la mujer se fruncieron, gesto que Monk no habría podido asegurar si obedecía al deseo de expresar su satisfacción o a qué otro motivo.
– Pues lo veo a usted muy hecho y derecho para hacer de mensajero. ¿No habrá venido a ver a Fabia?
Como no sabía con quién hablaba, Monk se que do sorprendido un momento como buscando una respuesta cortés.
Pero ella comprendió su actitud al momento.
– Soy Callandra Daviot; el difunto lord Shelburne era mi hermano.
– Debo entonces colegir que el comandante Grey era sobrino suyo, ¿no es así, lady Callandra?
Le había dado el título correcto sin pararse a pensar, de lo que se percató sólo después de dicho, lo cual hizo que se preguntara qué conocimientos o qué interés podían haberlo inducido a hacerlo. Lo único que le importaba en aquel momento era recoger otra opinión más sobre Joscelin Grey.
– Naturalmente -dijo la señora-, no sé si esto puede serle de alguna ayuda.
– Usted debió de conocerlo. Sus cejas un poco descuidadas se levantaron ligeramente.
– Por supuesto, posiblemente bastante más que Fabia. ¿Por qué lo dice?
– ¿Estaba usted muy próxima al difunto? -preguntó Monk, interesado.
– Al contrario, yo me encontraba situada a una cierta distancia.
Ahora él estaba plenamente seguro de haber advertido un reflejo de contrariedad en sus ojos.
– ¿Y esto le permitía ver las cosas con más claridad? -dijo Monk poniendo palabras a la insinuación de ella.
– Exactamente. ¿Es preciso que sigamos hablando debajo de los árboles, joven? Estoy calada hasta los huesos.
Monk hizo un movimiento negativo con la cabeza y se volvió para acompañarla por el mismo camino por el que había venido.
– Fue una desgracia que asesinaran a Joscelin -prosiguió ella-. Mejor que hubiera muerto en Sebastopol, por lo menos mejor para Fabia. ¿Qué quiere de mí? Yo no simpatizaba demasiado con Joscelin, ni él conmigo. No sabía qué clase de asuntos se llevaba entre manos, como tampoco tengo idea de quién podía desearle tanto daño.
– ¿Usted no simpatizaba con Joscelin? -preguntó Monk, lleno de curiosidad-. Todo el mundo asegura que era un hombre muy encantador.
– Es verdad -admitió ella, acercándose a grandes pasos no a la entrada principal de la casa sino a los establos a través de un camino de grava, por lo que él no tuvo otra alternativa que seguirla o quedarse atrás.
– A mí el encanto personal no me interesa especialmente -dijo ella mirándolo directamente a los ojos y Monk sintió todo el calor de su escueta sinceridad.
»Tal vez porque es una cualidad que yo no poseo -prosiguió ella-. De todos modos, siempre he considerado que es una virtud camaleónica que hace que uno no sepa con certeza de qué color es el animal que está debajo. Y ahora le ruego que siga su camino y vuelva a la casa o allí donde se dirigía, porque no me apetece ni pizca continuar mojándome y no tardará en volver a llover de firme. No tengo ganas de quedarme en el patio de las caballerizas intercambiando comentarios corteses que lo más probable es que no le sean de ninguna ayuda.
Monk le dedicó una amplia sonrisa y la saludó con una discreta inclinación de cabeza: lady Callandra había sido la única persona de Shelburne que a Monk le había gustado de manera instintiva.
– Por supuesto, señora, y gracias por… -vaciló tratando de no resultar tan obvio como para usar «sinceridad»- el tiempo que me ha dedicado. Le deseo que pase un buen día.
Ella lo miró con aire irónico y, haciendo un ligero ademán, lo dejó para meterse en el cuarto de los arneses y, una vez dentro, llamó con voz estentórea al mozo de cuadra.
Monk volvió hacia el camino de entrada y atravesó la verja calado por la abundante lluvia que caía, tal como ella había pronosticado. Siguió la carretera de tres millas hasta el pueblo que, recién lavado por la lluvia e iluminado ahora por los rayos del nuevo sol, le pareció tan bonito que hasta le provocó una especie de añoranza, como si pensara que cuando lo hubiera perdido de vista ya nunca más podría volver a recordarlo con suficiente claridad. De cuando en cuando asomaba el verde intenso de algún soto, que se elevaba sobre una extensión de hierba y formaba un montículo que se recortaba sobre el cielo y, más allá de las distantes murallas de piedra, resplandecía el oro intenso de los campos de trigo, con las henchidas espigas ondeando al viento como las olas del mar.
El paseo le llevó casi una hora, y la paz que le proporcionó consiguió desviar su atención del asunto contingente del asesino de Joscelin Grey a la cuestión, de mayor enjundia de averiguar qué clase de hombre era él mismo. Aquí nadie lo conocía; por lo menos esta noche podría conducirse haciendo tabla rasa de todo acto anterior que pudiera estorbarle o ayudarle. Quizá tendría ocasión de saber algo del hombre que llevaba dentro una vez que lo librara de cualquier expectativa. ¿En qué creía, qué cosas valoraba de verdad? ¿Qué lo movía en la vida del día a día… aparte de la ambición y de la vanidad personal?
Pasó la noche en la hospedería del pueblo y por la mañana hizo algunas preguntas discretas a algunas personas de la localidad que no vinieron a añadir nada significativo al retrato que se había hecho de Joscelin Grey, si bien descubrió que los hermanos Grey, cada uno según su propia manera de ser, gozaban de considerable respeto. No disfrutaban de simpatías -mantenían un vínculo demasiado estrecho con hombres cuyas vidas y posición eran tan diferentes-, pero merecían confianza. Encajaban en lo que se esperaba de las personas de su clase, se observaban pequeñas cortesías, se respetaba un código mutuo.
El caso de Joscelin, sin embargo, era diferente. Era un hombre al que se podía querer. Todo el mundo lo consideraba una persona extremadamente afable y se recordaban muchas de sus generosidades como algo acorde con su posición de hijo de la casa. Si alguien pensaba o sentía otra cosa, a buen seguro no iba a decírselo a una persona desconocida como Monk. Además, había sido militar y esto le granjeaba al difunto un cierto honor.