Hester ya no pudo reprimirse por más tiempo.
– A la chica la violaron, señora Moidore… un hombre más corpulento y más fuerte que ella la forzó. Esto no tiene nada que ver con la moral. Podía haberle ocurrido a cualquier mujer.
Romola la miró como si a Hester acabaran de salirle unos cuernos en la frente.
– ¡Claro que tiene que ver con la moral! A las mujeres decentes no las viola nadie, no dejan que les ocurra ese tipo de cosas, no incitan a los hombres, ni frecuentan determinados sitios con determinadas compañías. No sé de qué medio social debe usted de proceder para hacer este tipo de afirmaciones. -Acompañó sus palabras con unos movimientos de la cabeza-. Me parece que sus experiencias como enfermera son la causa de su falta de sensibilidad y perdone si se lo digo con estas palabras, pero usted me ha obligado. Las enfermeras tienen fama de conducta ligera, es cosa sabida, y nada envidiable por cierto. Las mujeres respetables que se comportan con moderación y se visten con decoro no excitan ese tipo de pasiones de que usted habla ni se ponen en situación de que les ocurran ese tipo de cosas. Hasta la misma idea es absurda, y repulsiva.
– No es absurda -la contradijo Hester abiertamente-, más bien es aterradora, de eso no hay duda. Sería muy cómodo creer que si una persona se comporta discretamente no corre peligro de que la asalten ni de que la conviertan en víctima de determinadas agresiones. -Aspiró largamente-. Sería absolutamente falso y, por otra parte, produciría una sensación de seguridad completamente equivocada, una creencia errónea de que una es moralmente superior y puede librarse del dolor y la humillación que reporta un acto de esta naturaleza. A todas nos gustaría pensar que no puede ocurrirnos a nosotras ni a ninguna de nuestras amistades, pero sería un error -se calló al ver que la incredulidad de Romola se transformaba en indignación, en el caso de Beatrice en sorpresa y en un fogonazo de respeto y, en el de Araminta, en un extremado interés y en algo que parecía un momentáneo destello de cordialidad.
– ¡Usted se propasa! -dijo Romola-. ¡Y se olvida de quién es, además! Quizá no lo ha sabido nunca. Ignoro a qué personas tuvo bajo su cuidado antes de venir a esta casa, pero le puedo asegurar que aquí no tenemos nada que ver con hombres que se dedican a forzar mujeres.
– ¡Tú eres una imbécil! -le dijo Araminta con desprecio-. A veces me pregunto en qué mundo vives.
– ¡Minta! -la reconvino su madre con voz compungida y las manos enlazadas-. Creo que ya hemos hablado bastante del asunto. Que el señor Monk siga los trámites que considere oportunos. De momento no podemos aportarle nada más. Hester, ¿tiene la bondad de ayudarme a subir la escalera? Tengo ganas de retirarme a mi cuarto. No bajaré a cenar ni quiero ver a nadie hasta que me encuentre mejor.
– Me parece muy oportuno -dijo Araminta fríamente-, pero estoy segura de que nos arreglaremos. No te necesitamos, yo me ocuparé de todo e informaré a papá. -Se volvió hacia Monk-. Buenos días, señor Monk. De momento tiene suficientes asuntos para mantenerlo ocupado durante un tiempo, aunque dudo que le sirva para otra cosa que para aparentar que es usted muy diligente. Sea lo que fuere lo que usted sospecha, no veo cómo podrá probarlo.
– ¿Sospecha? -Romola miró primero a Monk y después a su cuñada, mientras su voz subía de tono a causa del miedo que la embargaba-. ¿Qué sospecha? ¿Qué tiene que ver todo esto con Octavia?
Pero Araminta ignoró sus palabras y pasó junto a ella en dirección a la puerta.
Monk se levantó y se excusó con Beatrice, hizo una inclinación de cabeza a Hester y les abrió la puerta para que pasaran primero ellas dos, seguidas de Romola, nerviosa y contrariada, pero impotente para hacer nada.
Así que Monk entró en la comisaría, el sargento levantó la cabeza del escritorio y, con aire muy serio y los ojos brillantes, le anunció:
– El señor Runcorn quiere verle, señor. Parece que inmediatamente.
– ¿Ah, sí? -replicó Monk con rostro malhumorado-, supongo que no va a alegrarse mucho, pero le informaré de lo que hay.
– Está en su despacho.
– Gracias -dijo Monk-. ¿Está el señor Evan?
– No, señor. Ha venido pero ha vuelto a salir. No ha dicho adónde iba.
Tras esta respuesta Monk subió la escalera en dirección al despacho de Runcorn. Llamó con los nudillos en la puerta y, así que éste le respondió, entró. Runcorn estaba sentado detrás de su mesa grande y bruñida, sobre la cual tenía dos elegantes sobres y media docena de hojas escritas y dobladas por la mitad colocadas al lado de los mismos. En las otras mesillas había cuatro o cinco periódicos, algunos abiertos y otros doblados. Levantó los ojos, el rostro sombrío por la furia y los ojos entrecerrados y echando chispas.
– Y bien, supongo que habrá visto los periódicos, ¿no? ¿Ha leído lo que dicen de nosotros? -agitó uno en el aire y Monk leyó los titulares que aparecían a media página: el asesino de queen anne street todavía anda suelto. la policía sin pistas.
Y seguidamente el periodista se explayaba cuestionándose la utilidad de la nueva fuerza policial y preguntándose si el dinero que costaba estaba bien empleado o si había sido una idea impracticable.
– ¿Qué me dice? -preguntó Runcorn.
– Pues que no he leído este periódico -respondió Monk-, no he tenido mucho tiempo para periódicos.
– No le estoy diciendo que lea periódicos, ¡maldita sea! -estalló Runcorn-, lo que quiero es que actúe para que no anden echándonos toda esta basura encima… ¡o ésta! -Le mostró el siguiente-. ¡O esta otra! -Los arrojó todos sobre la mesa, de modo que patinaron sobre la bruñida superficie y fueron a parar al suelo en desordenado montón. Después tomó una de las cartas-. Ésta es del Home Office. -Sus dedos la aferraron con tal fuerza que los nudillos le quedaron blancos-. Me hacen una serie de preguntas embarazosas, Monk, y estoy incapacitado para contestarlas. No voy a estarlo defendiendo a usted indefinidamente, no puedo. ¿Se puede saber qué hace, hombre de Dios? Si la persona que mató a aquella pobre mujer vive en la casa, no tiene que buscar muy lejos, digo yo. ¿Por qué no soluciona el problema de una vez? ¿Quiere explicármelo? ¿Cuántos sospechosos tiene? Cuatro o cinco, a todo tirar. ¿Qué demonios le pasa para atascarse de este modo?
– Si tenemos cuatro o cinco quiere decir que sobran tres o cuatro ¿no? A menos que pudiera demostrarse que hubo una conspiración -dijo Monk en tono sarcástico. Runcorn descargó un puñetazo sobre la mesa.
– ¡No sea usted impertinente, maldita sea! No porque tenga la lengua larga va a librarse del asunto. ¿Quiénes son los sospechosos? Uno es el lacayo ese, cómo se llama… Percival creo. ¿Quién más? Que yo sepa, aquí se acaba la historia. ¿Por qué no lo soluciona de una vez, Monk? Está empezando a parecerme un incompetente. Usted era antes nuestro mejor detective, pero no hay duda de que últimamente ha perdido los papeles. ¿Quiere decirme por qué no detiene de una vez a ese maldito lacayo?
– Porque no tengo ninguna prueba que demuestre que haya hecho nada -respondió Monk, tajante.
– Pero ¿quién más puede ser? Procure esforzarse un poco. Usted era el policía más inteligente, el más racional que teníamos. -Sus labios se curvaron-. Antes del accidente sus planteamientos eran más lógicos que el álgebra, e igual de aburridos. Pero esto aparte, sabía qué se llevaba entre manos. En cambio ahora ya estoy empezando a dudarlo.
Monk consiguió a duras penas refrenar su indignación.
– Si pensamos en Percival también tendremos que pensar en una de las lavanderas -dijo Monk con voz hosca…
– ¿Cómo? -Runcorn se quedó boquiabierto, su sorpresa rayaba en la burla-. ¿Una de las lavanderas? ¡No sea absurdo, hombre! ¿Por qué iba a matarla una lavandera? Si todo lo que sabe hacer es esto, mejor que encargue del asunto a otra persona. ¡Una lavandera! ¿Cómo quiere que una lavandera se levante de la cama en plena noche, vaya sigilosamente hasta el cuarto de su ama y la apuñale hasta matarla? Si hiciera una cosa así querría decir que está como una chota. ¿Está como una chota la lavandera, Monk? No me diga que no sabe identificar a un loco cuando lo tiene delante.