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Y sin embargo, aquel arrogante lacayo podía haber asesinado a Octavia Haslett en un acceso de lujuria desatada y de machismo. Monk no podía permitirse complacer su conciencia al precio de dejarlo escapar.

– ¿Qué pasó? ¿Cambió Octavia de parecer? -le preguntó con una rabia ancestral en la voz, todo un mundo de cáustico desdén-. ¿Se dio cuenta de pronto de lo ridículamente vulgar que era tener una aventura amorosa con un lacayo?

Percival lo insultó para sus adentros con una palabra obscena, después levantó la barbilla y refulgieron sus ojos.

– ¡Ni hablar! -respondió engallándose y consiguiendo dominar su terror, por lo menos aparentemente. Aunque le temblaba la voz, sus palabras fueron de una clara diafanidad-. Suponiendo que este asunto tenga algo que ver conmigo, la culpable sería Rose, la lavandera. Está loca por mí y se muere de celos. Ella podría haber subido al cuarto de la señora Haslett durante la noche y haberla apuñalado con un cuchillo de cocina. Tenía motivos para hacerlo. Yo, no.

– Hay que reconocer que usted es todo un señor -dijo Monk sin poder evitar que el desdén le torciera los labios, pese a pensar que aquélla era una posibilidad que no se podía descartar. Percival lo sabía. Por la frente del lacayo resbalaba el sudor, pero ahora a causa del alivio que sentía.

– Muy bien -dijo Monk despidiéndolo-, ahora ya se puede marchar.

– ¿Quiere que le envíe a Rose? -le preguntó ya en la puerta.

– No, no hace falta. Y si tiene interés en sobrevivir en esta casa, hará bien no hablando con nadie sobre la conversación que hemos tenido. Los amantes que insinúan que sus amiguitas son unas asesinas no son bien vistos por la gente.

Percival no dijo palabra, pero no parecía sentirse culpable, sólo aliviado… y cauteloso.

Monk se dijo para sí que aquel tipo era un cerdo, aunque no podía echarle enteramente la culpa. El hombre se sentía acorralado, eran muchas las manos que se levantaban contra él, no necesariamente porque lo creyesen culpable, sino porque algún culpable tenía que haber y aquel hombre tenía miedo. Al final de otro día de interrogatorios, todos los cuales salvo el sostenido con Percival resultaron estériles, Monk se dirigió a la comisaría con el objeto de informar a Runcorn, no porque tuviera nada concluyente que notificarle sino porque Runcorn se lo había pedido.

Iba caminando tranquilamente el último kilómetro del trayecto en aquella tarde fría de finales de otoño, intentando preparar mentalmente lo que diría a Runcorn, cuando pasó junto a un cortejo fúnebre que seguía lentamente su camino Tottenham Court Road arriba en dirección a Euston Road. La carroza funeraria iba tirada por cuatro caballos negros empenachados también de negro y a través del cristal en el que estaba encerrado vio el ataúd cubierto de flores, kilos y más kilos de flores. Imaginó el perfume que exhalarían y pensó en los cuidados que habrían exigido, ya que seguramente habían sido cultivadas en invernadero dada la época del año.

Detrás del coche fúnebre seguían otros tres carruajes más, en los que viajaban los enlutados deudos. Una vez más experimentó una sensación de familiaridad. Sabía por qué aquellos coches iban atestados de personas apretujadas en su interior codo con codo, por qué relucían tanto los arneses, por qué no había escudo alguno en las puertas. Era el entierro de un pobre y los carruajes eran de alquiler. No se había ahorrado en gastos: los caballos eran negros, no alazanos o bayos; todos debían de haber contribuido con sus flores, aunque después no les quedara dinero para comer durante el resto de la semana y por la noche tuvieran que sentarse junto a chimeneas apagadas.

Había que pagar a la muerte el tributo que le correspondía; no se podía decepcionar al vecindario ofreciéndole un espectáculo de poca monta y pecando de mezquindad. Había que ocultar la pobreza a toda costa.

Como último tributo ofrecían un luto a lo grande.

Monk detuvo su camino, se quitó el sombrero en actitud reverente y vio pasar el cortejo con un sentimiento cercano a las lágrimas, no ya por el cadáver de un desconocido, ni siquiera por aquellos que lamentaban la desgracia, sino por todos los que se preocupaban tan desesperadamente de lo que pudieran pensar los demás y por las sombras y fulgores de su propio pasado, que veía aletear en aquel tipo de actitudes. Cualesquiera que fueran sus sueños, aquella gente era la suya, no la de Queen Anne Street ni sus semejantes. Ahora él vestía bien, comía bien y no poseía casa ni familia, pero sus raíces estaban en estrechos callejones donde todos sus habitantes se conocían, donde todos participaban en las bodas y en los funerales, donde todos se enteraban de si en el vecindario había habido un nacimiento o alguien había caído enfermo, donde todos se sumaban a las esperanzas y a las desgracias de todos, donde no existía la intimidad pero tampoco la soledad.

¿Quién era aquel hombre cuyo rostro se le había aparecido tan claramente durante un breve instante mientras esperaba en la puerta del club de Piccadilly y por qué había deseado tan intensamente emularlo, no ya sólo en lo tocante a intelecto, sino incluso en su manera de hablar, en su estilo de vestir y en su forma de andar?

Miró de nuevo a los que formaban el duelo como buscando algún signo de identidad que lo identificase con ellos y, cuando por delante de él pasó lentamente el último carruaje, tuvo un atisbo del rostro de una mujer, una mujer sencilla, de nariz ancha, boca grande y cejas bajas y planas, una mujer que despertó en él una sensación tan intensa de familiaridad que, una vez hubo pasado, se quedó jadeando y con otra imagen familiar que había acudido por un momento a sus pensamientos y se había esfumado, la imagen de una mujer fea con las mejillas bañadas en lágrimas y unas manos que él amaba tanto que no se habría cansado nunca de mirarlas ni de privarse del intenso placer que le causaba su delicadeza y su gracia. Y sintió la herida de un viejo remordimiento, aunque sin conocer el motivo ni de cuándo databa.

Capítulo 7

Araminta estaba impertérrita, de pie en el salón-tocador delante de Monk. Aquélla era una habitación cómoda y confortable especialmente destinada a las mujeres de la casa. Estaba suntuosamente decorada con mobiliario estilo Luis XVI, todo volutas y arabescos, clorados y terciopelos. Las cortinas eran de brocado y el papel que revestía las paredes era de color rosa con relieves dorados. Era una habitación opresivamente femenina en la que Araminta parecía fuera de lugar, no ya por su apariencia, puesto que era una mujer de figura esbelta y osamenta delicada y con una cabellera que era como una llamarada, sino por su actitud, que era casi agresiva. No era una persona propicia a las concesiones, no poseía una suavidad a tono con la dulzura del saloncito rosa.

– Lamento tener que decirle lo que le voy a decir, señor Monk. -Lo miró sin titubeo alguno-. Como es natural, me importa mucho el buen nombre de mi hermana pero, dadas las actuales condiciones de tensión y la tragedia que estamos viviendo, creo que lo único que sirve es la verdad. Aquellos de nosotros que se sienten heridos por las circunstancias tendrán que soportarlas lo mejor que puedan. Monk abrió la boca intentando encontrar unas palabras de ánimo y de consuelo, pero era evidente que Araminta no las necesitaba. Siguió hablando con un dominio tal en la expresión de su rostro que no revelaba tensión alguna ni el más mínimo temblor en sus labios o en su voz.

– Mi hermana Octavia era una persona encantadora y sumamente afectuosa. -Elegía las palabras con mucho cuidado; lo que le decía había sido ensayado antes de que llegara Monk-. Como la mayoría de personas que son conscientes de gustar a los demás, disfrutaba de esa admiración, es más, se sentía hambrienta de ella. Como es lógico, sufrió muchísimo cuando mataron a su marido, el capitán Haslett, en Crimea. Pero esto había ocurrido hacía casi dos años, mucho tiempo para que una persona con el carácter de Octavia se conformara con estar sola.

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