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Hester le expuso lo que había hecho y también lo que había visto y oído sin proponérselo.

– Todo esto me confirma únicamente que Percival no es persona que goce de las simpatías del personal -dijo Monk con aspereza- o simplemente que todo el mundo tiene miedo y que él parece el chivo expiatorio más propicio.

– Ni más ni menos -admitió ella con viveza-. ¿Se le ocurre alguna idea mejor?

La lógica de su pregunta le cayó mal. Monk sabía perfectamente que de momento no había conseguido ningún resultado y que no tenía otro sitio donde buscar que en aquella casa.

– ¡Sí! -le respondió con brusquedad-. Estudie más a fondo a la familia. Descubra más cosas acerca de Fenella Sandeman, esto para empezar. ¿Tiene alguna idea de los lugares que frecuenta para desahogar sus escandalosos gustos, suponiendo que sean realmente escandalosos? Perdería mucho si sir Basil la echara a la calle. Quizás Octavia se enteró de algo sobre ella aquella tarde. A lo mejor se refería a esto cuando habló con Septimus. Y averigüe si Myles Kellard tuvo realmente una aventura con Octavia o si sólo se trata de uno de esos chismes maliciosos que circulan entre los criados lenguaraces y con excesiva imaginación. Parece que a los de esta casa no les falta una cosa ni la otra.

– No me dé órdenes, señor Monk -le dijo con mirada glacial-, yo no soy su sargento.

– Agente, señora -la corrigió Monk con una sonrisa irónica-. Se ha adjudicado un rango que no le corresponde. Lo que ha querido decir es que usted no es mi agente.

Hester se puso muy tiesa, los hombros levantados casi al estilo militar y el rostro enfurruñado.

– Cualquiera que sea el rango que me adjudique y que no ostento, señor Monk, considero que la razón principal para insinuar que Percival pudo matar a Octavia se funda en la suposición de que tenía una aventura con ella o pretendía tenerla.

– ¿Y por esto la mató? -levantó las cejas con aire sarcástico.

– No -respondió Hester haciendo alarde de paciencia-, sino porque ella se cansó de él y entonces se pelearon, supongo yo. O a lo mejor lo hizo la lavandera Rose, en ese caso por celos. Está enamorada de Percival… bueno, quizá la palabra amor no sea la más adecuada… habría que emplear otra palabra que reflejase un sentimiento más ordinario y compulsivo, creo. Lo que ignoro es cómo puede demostrarlo.

– ¡Vaya, por un momento temía que quisiera darme una lección!

– Ahora no me atrevería… por lo menos hasta que alcance la graduación de sargento. -Y con un revuelo de faldas dio media vuelta y salió.

Aquello era absurdo. No era así cómo Monk había querido que se desarrollase la entrevista, pero en aquella mujer había una especie de arbitrariedad que a menudo lo sacaba de quicio. Gran parte de la indignación que le causaba venía de que ella hasta cierto punto tenía razón y lo sabía. No tenía idea de cómo demostrar la culpabilidad de Percival… en el caso de que fuera culpable.

Evan estaba ocupado hablando con los mozos de cuadra sin que tuviera nada específico que preguntarles. Monk habló con Phillips sin sacar nada en limpio y seguidamente solicitó la presencia de Percival.

Esta vez el lacayo parecía mucho más nervioso. Monk vio que tenía los hombros tensos y ligeramente levantados, que sus manos no se estaban un momento quietas, que sobre el labio superior tenía unas finas gotitas de sudor y la preocupación pintada en los ojos. Aquello no quería decir nada, salvo que Percival tenía inteligencia suficiente para advertir que el círculo se estaba cerrando y que no gozaba de las simpatías de nadie. Todos temían por ellos y, cuanto antes acusaran a alguien, antes se volvería a normalizar la vida y se impondría la seguridad para todos. La policía saldría de la casa y las acuciantes y terribles sospechas se desvanecerían de una vez. Y entonces ya todos podrían volverse a mirar a los ojos.

– ¡Es usted un joven bien parecido! -dijo Monk mirándolo de arriba abajo, aunque en la frase había de todo menos elogio-. Supongo que a los lacayos los eligen principalmente por su aspecto.

Percival lo miró con desenfado, pero Monk casi podía oler el miedo que sentía.

– Sí, señor.

– Yo diría que hay bastantes mujeres que están prendadas de usted. A las mujeres les gustan los hombres guapos.

Por el rostro impenetrable de Percival cruzó una sombra de vanidad que, sin embargo, no tardó en desvanecerse.

– Sí, alguna que otra vez.

– Seguro que habrá tenido ocasión de comprobarlo.

Percival se distendió ligeramente, se notó que su cuerpo se relajaba debajo de la librea.

– En efecto.

– ¿Y no le cohíbe un poco la situación?

– En general, no. Uno acaba por acostumbrarse.

Monk pensó que aquel tipo era un cerdo presumido, por mucho que no le faltaran motivos. Tenía una especie de vitalidad contenida y algo así como una insolencia que Monk supuso que muchas mujeres encontraban excitante.

– Pero seguramente se verá obligado a ser muy discreto -dijo Monk en voz alta.

– Sí, señor. -Percival ahora se encontraba a sus anchas, había bajado la guardia, se regodeaba en sí mismo rememorando anécdotas vividas.

– Sobre todo si se trata de una señora, es decir, no de una de las sirvientas de la casa -prosiguió Monk-. A veces hasta debe de resultar embarazoso que venga una señora de visita y se muestre interesada por usted.

– Sí, señor, todas las precauciones son pocas.

– Y yo diría que los hombres deben de ponerse celosos.

Percival estaba desorientado; no había olvidado por qué estaba hablando con el policía. Monk veía los pensamientos reflejados en su rostro, pero ninguno le aportaba claves.

– Podría ser -dijo con tiento.

– ¿Podría? -Monk enarcó las cejas y habló con voz condescendiente y sarcástica-. ¡Vamos, Percival!, si usted fuera un caballero, ¿no se volvería loco de celos si la dama de sus sueños demostraba que prefería las atenciones de su lacayo?

Esta vez la sonrisa presuntuosa fue inequívoca, era demasiado halagadora aquella imagen, pasaba a convertirse en la más deliciosa de las excelsitudes, en la mejor, más próxima a la esencia del hombre que el dinero o el rango.

– Sí, señor… imagino que eso debe de suceder.

– Y más especialmente tratándose de una mujer tan agraciada como la señora Haslett.

Ahora Percival estaba confundido.

– Ella era viuda, señor. El capitán Haslett murió en la guerra. -Desplazó el peso de su cuerpo de un lado a otro en actitud incómoda-. No tenía admiradores serios. No hacía caso de ninguno… todavía lloraba al capitán.

– Pero era joven, estaba acostumbrada a la vida matrimonial y, además, era guapa -siguió acuciándolo Monk.

La luz volvió a incidir en el rostro de Percival.

– ¡Oh, sí! -hubo de admitir-, pero no tenía intención de volver a casarse. -Se rehízo inmediatamente-. De todos modos, a mí nadie me amenazó… a la que mataron fue a ella. Y no había nadie que tuviera tal intimidad con ella como para sentirse celoso. De todos modos, aun suponiendo que hubiera existido esa persona, aquella noche no había nadie más en la casa.

– Pero si hubiera habido ese alguien más, ¿podría haberse sentido celoso? -Monk frunció el ceño, como si la respuesta le importara y acabara de encontrar una clave preciosa.

– Pues… tal vez sí. -Los labios de Percival se torcieron en una sonrisa de satisfacción y abrió mucho los ojos, lleno de esperanza-. ¿Había alguien, señor?

– No -respondió Monk con un cambio de expresión en la cara, de la que desapareció toda cordialidad-, lo único que a mí me interesaba saber es si usted había tenido una aventura con la señora Haslett.

De pronto Percival se hizo cargo de la situación y de su rostro huyó todo el color dejándolo mortalmente pálido. Porfiaba por encontrar las palabras adecuadas, pero de su garganta sólo salían sonidos ahogados.

Monk conocía el sabor de la victoria y el instinto de matar, le era tan familiar como el dolor o el reposo o la súbita impresión del agua fría, un recuerdo en la carne al igual que en la mente. Y se despreciaba por ello. Era su yo primigenio que asomaba a través de la bruma del olvido interpuesta por el accidente, era el hombre que figuraba en los expedientes, admirado y temido, un hombre sin amigos.

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