Hizo una seña a un cabriolé e indicó al cochero que volviera a conducirlo a Queen Anne Street, después se sentó e intentó dejar de pensar en él y centrarse en el lacayo Percival… y en la posibilidad de que se hubiera producido un escarceo físico estúpido que pudiera haber escapado a su control y terminado en violencia.
Volvió a entrar por la puerta de la cocina y preguntó por Percival. Esta vez se reunió con él en la salita del ama de llaves. Ahora el lacayo estaba pálido, como si tuviera la sensación de que la red se cerraba a su alrededor, fríamente, cada vez más apretada. Estaba muy erguido pero se notaba que se le estremecían los músculos debajo de la librea, tenía las manos enlazadas delante del cuerpo y el sudor brillaba en su frente y en sus labios. Miró a Monk fijamente, aguardando el ataque para defenderse de él.
Así que Monk le dirigió la palabra supo que no encontraría la manera de formular una pregunta que fuera sutil. Percival ya había adivinado el hilo de sus pensamientos y se había adelantado a ellos.
– Hay muchas cosas que no sabe de esta casa -dijo con voz áspera y nerviosa-. ¿Por qué no pregunta al señor Kellard qué relación tenía con la señora Haslett?
– ¿Qué relación era, Percival? -le preguntó Monk con voz tranquila-. Por lo que he oído decir, no parece que estuvieran en muy buenos términos.
– Aparentemente no -dijo Percival con una ligera burla en los labios-. A ella nunca le gustó demasiado, pero él la deseaba…
– ¿Ah, sí? -exclamó Monk levantando las cejas-. Pues parece que lo disimulaban muy bien. ¿Usted cree que el señor Kellard intentó propasarse y, al chocar con su negativa, se puso violento y la mató? Y todo sin que hubiera lucha.
Percival lo miró con profundo desagrado.
– No, no creo. Más bien pienso que él quería seducirla y, aunque no llegó a conseguir nada, la señora Kellard se enteró… y le entraron unos celos de esos que sólo sienten las mujeres cuando se sienten rechazadas. Odiaba tanto a su hermana que la habría matado.
Se dio cuenta de que Monk abría mucho los ojos y de que tenía las manos tensas. Sabía que había sembrado la inquietud en el cuerpo del policía y que por una vez había conseguido confundirlo.
Una leve sonrisa alteró apenas las comisuras de los labios de Percival.
– ¿Esto es todo, señor?
– Sí… de momento nada más -dijo Monk después de un titubeo-. De momento…
– Gracias, señor.
Y Percival dio media vuelta y salió, esta vez con paso ligero y un leve balanceo de los hombros.
Capítulo 5
El hospital no se hizo más soportable para Hester a medida que iban pasando los días. El resultado del juicio le había permitido saber qué era luchar y salir vencedora. Había vuelto a enfrentarse con un dramático conflicto entre enemigos y, pese a toda la oscuridad y al dolor que el asunto suscitaba, por lo menos ella había estado en el bando de los vencedores. Había visto la terrible expresión del rostro de Fabia Grey al abandonar la sala donde se había celebrado el juicio y sabía que a partir de entonces su vida estaría marcada por el odio, pero había sido testigo también de la nueva libertad que dejaba traslucir el rostro de Lovel Grey, como si los fantasmas que se hubieran desvanecido y dejaran entrever un rayo de luz. Quería creer que Menard iniciaría una nueva vida en Australia, país del que ella apenas sabía nada; sabía, eso sí, que mientras no fuera Inglaterra, para él encerraba una esperanza. No habían luchado para otra cosa.
No estaba segura de si le gustaba o no Oliver Rathbone, pero era evidente que se trataba de una persona estimulante. Había vuelto a paladear el sabor de la batalla, que había espoleado su deseo de seguir luchando. Pero ahora había encontrado a Pomeroy todavía más difícil de soportar que antes: su insufrible altanería, las inaceptables excusas con las que recibía la muerte considerándola inevitable, cuando Hester estaba convencida de que si hubiera puesto a colación un poco más de esfuerzo y aceptado la colaboración, hubiera utilizado mejores enfermeras y aprovechado en mayor grado la iniciativa de los médicos jóvenes no habría tenido por qué ocurrir. Pero fuera o no verdad… él habría debido luchar. Ser vencido era una cosa, rendirse otra muy diferente… e intolerable.
Por lo menos había operado a John Airdrie y, justo en este momento, en aquella encapotada y húmeda mañana de noviembre, lo veía dormido en su lecho en un extremo de la sala, respirando tranquilamente. Se acercó para comprobar si tenía fiebre. Le arregló las mantas y aproximó la lámpara a su cara para observarlo mejor. Tenía las mejillas arreboladas y, al tocarlo, notó que estaba caliente. Era de esperar después de una operación, pero también era algo que Hester temía. Podía tratarse de una reacción normal o del primer estadio de una infección tal vez irreversible. La única esperanza era que las propias defensas del cuerpo venciesen la enfermedad.
En Crimea, Hester había estado en contacto con cirujanos franceses y estaba al corriente de los tratamientos puestos en práctica durante las guerras napoleónicas de la generación anterior. En 1640, la esposa del gobernador del Perú había sanado de unas fiebres gracias a la administración de una destilación de tres cortezas conocida antiguamente con el nombre de «Poudre de la Comtesse» y, más tarde, «Poudre des Jesuites». Ahora se conocía con el nombre de loxa quinina. Tal vez Pomeroy recetase aquel fármaco al niño, si bien no era seguro porque era un hombre extremadamente conservador y no haría la ronda hasta dentro de otras cinco horas. El niño tenía escalofríos. Hester se inclinó sobre él y lo tocó suavemente, sobre todo para tranquilizarlo. Pero lejos de recuperar la conciencia, el niño parecía a punto de caer en el delirio.
Abandonando vacilaciones, Hester por fin se decidió. Aquélla era una batalla en la que no pensaba rendirse. Se había traído de Crimea algunos medicamentos básicos, cosas que no creía encontrar fácilmente en Inglaterra. Entre ellos había una mezcla de triaca, loxa quinina y licor de Hoffman. Los tenía guardados en un pequeño estuche de cuero provisto de un buen cierre que dejaba junto con la capa y el bonete en una habitación exterior destinada a este fin.
Ahora, ya tomada la decisión, echó otra mirada a la sala para asegurarse de que no había ningún otro enfermo cuyo estado hubiera empeorado y, viendo que todo seguía igual, salió al corredor y una vez en la habitación sacó de entre los pliegues de su capa el estuche escondido. Estiró de una cadenita y del bolsillo sacó la llave, que giró con facilidad en la cerradura. Hester levantó la tapadera. Debajo de un delantal limpio y dos gorritos de lino recién lavados y planchados estaban los medicamentos. Encontró enseguida la mezcla de triaca y quinina. Se la guardó en el bolsillo, después volvió a cerrar la caja con llave y la escondió de nuevo debajo de la capa.
Ya otra vez en la sala, encontró una botella de la cerveza que solían beber las enfermeras. Se suponía que el medicamento debía mezclarse con vino pero como no disponía de nada más, aquella bebida serviría. Vertió un poco de líquido en una taza, añadió una pequeña dosis de quinina y agitó la mezcla enérgicamente. Sabía que tenía un sabor muy amargo.
Se acercó a la cama del niño, lo incorporó suavemente y descansó su cabeza contra su cuerpo. Le dio dos cucharadas de la poción introduciéndoselas suavemente entre los labios. El niño no parecía darse cuenta de nada y tragó el líquido de forma automática. Hester le secó los labios con una servilleta y volvió a dejar al niño tumbado en la cama, le apartó el cabello de la frente y lo cubrió con la sábana.
Dos horas más tarde le administró otras dos cucharadas más del medicamento e hizo lo mismo una tercera vez antes de que llegara Pomeroy.
– ¡Excelente! -dijo éste, observando de cerca al niño y con el rostro pecoso rebosante de satisfacción-. Parece que reacciona estupendamente. ¿Lo ve? Hice muy bien en demorar la operación. No era tan urgente como usted se figuraba. -La miró con una sonrisa forzada-. Se deja usted llevar por el pánico. -Se irguió y se acercó a la próxima cama.