Hester consiguió a duras penas abstenerse de comentarle lo ocurrido. Pero si le decía que el niño había tenido fiebre no hacía más que cinco horas también tendría que decirle que le había administrado la medicación. Ignoraba cuál podía ser la reacción del médico, pero seguro que no sería favorable. Si tenía que decírselo, lo haría cuando el niño se hubiera recuperado. Lo mejor era ser discreta.
Sin embargo, las circunstancias no le permitieron demorar las cosas. A mediados de la semana, John Airdrie ya se sentaba en la cama, había desaparecido el color rojo de sus mejillas y empezaba a tener un poco de apetito. Pero tres camas más allá de la suya había una mujer que había sufrido una operación de abdomen y que estaba empeorando a ojos vistas. Pomeroy la observaba con preocupación creciente pero no recomendaba como tratamiento otra cosa que hielo y baños fríos frecuentes, aunque en su voz no había esperanza, sólo resignación y lástima.
Hester no pudo guardar silencio por más tiempo. Observando el dolor que reflejaba el rostro de la mujer, decidió hablar con el médico: -Doctor Pomeroy, ¿no estima apropiado administrarle loxa quinina con una mezcla de vino, triaca y licor mineral de Hoffman? Podría bajarle la fiebre.
El médico la miró con ojos llenos de incredulidad, que fue transformándose progresivamente en indignación a medida que se percataba de lo que acababa de decirle la enfermera. Se había sonrojado y se le habían erizado los pelos de la barba.
– Señorita Latterly, ya le he dicho en otras ocasiones que usted no tiene arte ni parte en un campo para el cual carece de preparación y de credenciales. Pienso administrar a la señora Begley lo que más le conviene y usted no tiene que hacer otra cosa que obedecer mis órdenes. ¿Lo ha entendido?
Hester tragó saliva.
– ¿Ordena usted que administre a la señora Begley un poco de loxa quinina para hacerle bajar la fiebre, doctor Pomeroy?
– ¡No, de ninguna manera! -replicó, tajante-. El medicamento del que usted habla está indicado para fiebres tropicales, no para recuperarse de una operación. No haría ningún bien a la enferma. Además, aquí no tenemos ese potingue extranjero.
Una parte de Hester todavía seguía debatiéndose con la decisión de confiárselo todo, pero ya se le había desatado la lengua para anunciar lo que su conciencia le dictaba de forma irrenunciable.
– Vi administrar con éxito este fármaco a un cirujano francés, señor, en un caso de fiebre después de amputación y su uso se remonta a las campañas de Napoleón anteriores a Waterloo.
La expresión del médico se ensombreció.
– Yo no sigo órdenes de los franceses, señorita Latterly. Pertenecen a una raza sucia e ignorante que no hace mucho tiempo soñaba incluso con conquistar estas islas y someterlas a su yugo junto con el resto de Europa. Y quisiera recordarle, ya que parece que lo ha olvidado, que usted recibe órdenes mías y únicamente mías.
Dio media vuelta decidido a abandonar a la infortunada mujer y a Hester, pero ésta le cortó el paso colocándose delante de él.
– ¡Esta mujer delira, doctor! ¡No podemos abandonarla! Le ruego que me permita darle un poco de quinina, no puede hacerle ningún daño y quizá le beneficie. Le daré una cucharada cada dos o tres horas y, en caso de que no mejore, abandonaré el tratamiento.
– ¿Y de dónde quiere que saque este medicamento en el supuesto de que quisiera dárselo?
Hester hizo una profunda inspiración y poco le faltó para traicionarse.
– Del hospital de la fiebre, doctor. Podríamos enviar un cabriolé. Yo misma podría ir a buscarlo, si usted me lo permite.
Al hombre se le encendió la cara.
– Señorita Latterly, me figuraba haber sido lo bastante claro sobre el particular: las enfermeras tienen la misión de mantener a los pacientes limpios y frescos cuando las temperaturas son excesivas, les aplican hielo siguiendo instrucciones de los médicos, así como los líquidos prescritos. -Su voz iba subiendo de tono al tiempo que descargaba el peso del cuerpo en la parte anterior de las plantas de los pies, balanceándose ligeramente-. Van a buscar vendas, las facilitan a los médicos cuando se las piden. Se encargan de que la sala esté limpia y ordenada, encienden las chimeneas y sirven la comida a los enfermos. Vacían los orinales y se ocupan de atender las necesidades físicas de los pacientes. -Se metió las manos en los bolsillos y siguió balanceándose sobre los pies ahora algo más rápidamente-. Se ocupan de mantener el orden y de elevar la moral de los enfermos. ¡Y aquí termina su trabajo! ¿Lo ha entendido, señorita Latterly? No tienen ninguna competencia en medicina, salvo muy rudimentaria. ¡En ninguna circunstancia ponen en práctica sus criterios!
– ¿Y si no tienen el médico a mano? -le preguntó Hester.
– ¡Entonces esperan! -La voz se le ponía más aguda por momentos.
Hester no pudo reprimir su indignación.
– Pero los pacientes pueden morir o, en el mejor de los casos, empeorar hasta un punto en que ya no haya posibilidad de salvarlos.
– Entonces se busca al médico urgentemente, pero nunca se hace nada que vaya más allá de la propia competencia y, cuando se dispone del médico, éste decide qué es lo mejor. Eso es todo.
– Pero cuando una sabe lo que hay que hacer…
– ¡No lo sabe! -Sacó las manos de los bolsillos y las agitó en el aire-. ¡Por el amor de Dios, mujer! Usted no tiene conocimientos de medicina. Usted no sabe nada aparte de los chismes que suelen circular en este medio y la experiencia práctica que pudo adquirir de los extranjeros en algún hospital de campaña de Crimea. ¡Ni es usted médico ni nunca lo será!
– La medicina no es más que aprendizaje y observación -ahora también ella levantó la voz y hasta algunos pacientes alejados comprendieron que estaban discutiendo-. No hay normas, salvo que si algo funciona quiere decir que va bien y si no funciona quiere decir que hay que probar otra cosa. -Hester estaba tan exasperada que se le estaba agotando la paciencia ante el empecinamiento de aquel hombre-. Si no experimentáramos, no descubriríamos nada y entretanto la gente se iría muriendo cuando a lo mejor habríamos podido curarlos.
– ¡O más probablemente los habríamos matado con nuestra ignorancia! -dijo el médico complaciéndose en vengarse de sus palabras-. Usted no tiene derecho alguno a hacer ningún tipo de experimentos. Usted no es más que una mujer sin ninguna competencia, por muy cargada de buenas intenciones que esté, y como vuelva a oírle una palabra más en ese sentido, la echaré a la calle sin más contemplaciones. ¿Me comprende?
Hester vaciló un momento, pero lo miró a los ojos. En la mirada del médico no había incertidumbre alguna, tampoco la más mínima flexibilidad en su decisión. Si ahora Hester guardaba silencio, todavía existía la posibilidad de volver más tarde, cuando el médico ya se hubiera ido a su casa, para darle la quinina a la señora Begley.
– Sí, lo he entendido -se obligó a decir, pero tenía los puños cerrados entre los pliegues del delantal y de las faldas.
Con todo, tampoco esta vez el médico quería marcharse sin que quedara patente que había ganado la batalla.
– La quinina no sirve para nada en las infecciones posoperatorias que cursan con fiebre, señorita Latterly -prosiguió con unos aires de suficiencia que iban aumentando por momentos-. La quinina es útil para las fiebres tropicales y ni siquiera en estos casos da siempre resultado. Usted limítese a administrar hielo a la paciente y a lavarla regularmente con agua fría.
Hester inspiró y espiró lentamente. Aquellos aires de suficiencia que el médico se daba le resultaban insoportables.
– ¿Me ha oído? -preguntó el doctor Pomeroy.
Antes de que tuviera tiempo de replicar, uno de los pacientes que estaba en una cama del fondo de la sala, con expresión reconcentrada dijo:
– Ella le ha dado una cosa al niño de allí al fondo cuando tenía fiebre después de la operación -articuló con voz clara-. Estaba muy mal, como si fuera a delirar. Se lo ha dado cuatro o cinco veces y el niño se ha puesto bien. Ahora está tan fresco como usted. Esta sabe lo que se lleva entre manos… ¡sabe mucho!