Se produjo un momento de silencio terrible. El hombre no tenía ni idea de lo que acababa de hacer.
Pomeroy se quedó pasmado.
– ¡Usted ha dado loxa quinina a John Airdrie! -la acusó, percatándose ahora del hecho-. ¡Y lo ha hecho a mis espaldas! -Su voz iba subiendo de tono y ahora era estridente a causa de la indignación y de la traición que suponía, y no sólo por ella sino, lo que era aún peor, por el paciente.
De pronto lo asaltó una nueva idea.
– ¿Y de dónde ha sacado ese fármaco? ¡Respóndame, señorita Latterly! Dígamelo ahora mismo, ¿de dónde lo ha sacado? ¿Ha tenido la osadía de pedirlo en mi nombre en el hospital de la fiebre?
– No, doctor Pomeroy. Tengo una pequeña cantidad de quinina… muy poca, en realidad -añadió atropelladamente-. Es para combatir la fiebre. Le he dado un poco.
El médico estaba temblando de rabia.
– Queda usted despedida, señorita Latterly. Desde que llegó a esta casa no ha hecho otra cosa que causar problemas. La admitimos por recomendación de una señora que seguramente debía algún favor a su familia y que posiblemente no tenía ni idea de su carácter irresponsable y díscolo. ¡Hoy mismo dejará este establecimiento! Recoja todas sus cosas y váyase. Y no me pida recomendación alguna porque no pienso dársela.
En la sala se produjo un impresionante silencio. Hasta se oían los crujidos de la ropa de cama.
– ¡Ella ha curado al niño! -protestó el paciente-. ¡Ha obrado bien! ¡Si el niño está vivo es gracias a ella! -La voz del enfermo dejó traslucir la desesperación que sentía al comprender lo que había hecho. Miró primero a Pomeroy y después a Hester-. ¡Ha obrado bien! -insistió.
Por lo menos ahora Hester podía permitirse el lujo de despreocuparse de lo que pudiera pensar Pomeroy. Ya no tenía nada que perder.
– ¡Claro que me iré! -aceptó Hester-. Pero su orgullo no me impedirá que ayude a la señora Begley. Esta mujer no merece morir para salvarle a usted la cara porque una enfermera le haya dicho lo que tenía que hacer. -Hizo una profunda inspiración-. Y como todo el mundo de esta sala sabe lo que ha pasado, le costará bastante encontrar excusa.
– Pero ¿cómo…? ¡Habrase visto…! -farfulló Pomeroy rojo como la grana, pero sin encontrar palabras lo bastante violentas para dejar a salvo su orgullo y al mismo tiempo no revelar su debilidad-. Usted…
Hester le dirigió una mirada fulminante, después se volvió y se dirigió al enfermo que la había defendido, que ahora se había sentado en la cama, se había arrebujado con las mantas y estaba pálido de vergüenza.
– No se eche la culpa -le dijo Hester con voz suave, pero lo bastante alta para que se enteraran todos los que estaban en la sala, porque vio que el hombre necesitaba que todos supieran que había pedido perdón-. Tenía que ocurrir, un día u otro yo debía chocar con el doctor Pomeroy, era inevitable. Por lo menos usted ha dicho lo que sabía y quizá, gracias a usted, la señora Begley se ahorrará muchos dolores y quizás incluso la muerte. No sienta remordimientos por lo que ha hecho ni se figure que me ha perjudicado en nada. Lo único que ha hecho ha sido avanzar el momento de lo que ya era inevitable.
– ¿Seguro, señorita? ¡Lo siento muchísimo! -La miraba angustiado, escrutando el rostro de Hester como para convencerse de sus palabras.
– Claro que es seguro -dijo esforzándose en sonreírle-. ¿No sabe lo que ha pasado? ¿No es capaz de juzgar por sí mismo? El doctor Pomeroy y yo estábamos destinados a chocar en algún momento. Y como es lógico, a mí me tenía que tocar la peor parte. -Le arregló la ropa de la cama-. Cuídese mucho… y ojalá que Dios haga que se cure. -Le tomó un momento la mano y seguidamente se alejó añadiendo en voz baja-:…a pesar de Pomeroy.
Así que llegó a sus habitaciones y se hubo apaciguado un poco, comenzó a cobrar conciencia de la situación. Ahora no sólo no tenía un trabajo con que llenar el tiempo de que disponía y que le proporcionara los medios económicos necesarios para cubrir su subsistencia sino que, además, había traicionado la confianza que Callandra Daviot había puesto en ella y la recomendación que había dado.
Comió sola a última hora de la tarde, pero si lo hizo fue simplemente porque no quería ofender a la patrona no probando bocado. No le encontró ningún sabor. A las cinco de la tarde la calle estaba más oscura y, después de encendidas las lámparas de gas y corridas las cortinas, encontró la habitación tan exigua y cerrada que sintió el peso de la forzada ociosidad y el aislamiento total. ¿Y mañana? ¿Qué haría? No habría dispensario ni tampoco pacientes que cuidar. Se sentía completamente inútil, no tenía utilidad para nadie. Aquellos pensamientos la atormentaban y, si persistía en ellos, acabarían minándola hasta tal punto que lo único que querría sería meterse en cama y no moverse de ella.
También le preocupaba pensar que al cabo de dos o tres semanas estaría sin dinero y se vería obligada a dejar la casa donde ahora vivía, y tendría que recurrir de nuevo a su hermano Charles para que le proporcionara un techo hasta que ella pudiera… ¿qué? Le resultaría extremadamente difícil, probablemente imposible, conseguir otro puesto de enfermera. Pomeroy ya se ocuparía de que así fuera. Estaba al borde del llanto y ése era un estado que detestaba. Tenía que hacer algo. Cualquier cosa sería mejor que permanecer sentada en aquella inhóspita habitación escuchando el siseo del gas, el único ruido que rompía el silencio, y lamentándose de su situación. Una tarea desagradable que tenía pendiente era explicarse con Callandra. Era un gesto que le debía y siempre sería mucho mejor hacerlo personalmente y en una conversación frente a frente que por carta. ¿Por qué, pues, no afrontar la situación? No podía ser peor que quedarse encerrada en su cuarto dejando pasar el tiempo hasta que llegara una hora razonable para meterse en cama, donde el hecho de dormir tampoco le permitiría escapar a la situación.
Se puso su mejor abrigo -en realidad sólo tenía dos, pero uno le sentaba mucho mejor que el otro, aunque era menos práctico- y un bonito sombrero y salió a la calle en busca de un cabriolé, a cuyo cochero dio las señas de Callandra Daviot.
Llegó unos minutos antes de las siete y se sacó un peso de encima al enterarse de que Callandra estaba en casa y no tenía visitas, contingencia en la que no se había parado a pensar al salir.
Preguntó a la doncella que acudió a abrirle la puerta si podía ver a lady Callandra y aquélla la hizo pasar sin más comentarios.
Callandra bajó la escalera unos minutos después, vestida de una manera que sin duda ella consideraba a la moda pero que en realidad había estado de moda dos años atrás y cuyo color no era especialmente favorecedor. Ya empezaba a soltársele el cabello de las horquillas, a pesar de que hacía un momento que había salido del vestidor, pero el efecto general de su persona quedaba redimido por la inteligencia y la vitalidad reflejadas en su rostro… y el evidente placer de ver a Hester, incluso a aquella hora y sin previo aviso. Una sola mirada le bastó para descubrir que las cosas no iban bien.
– ¿Qué pasa, querida? -le dijo al llegar al pie de la escalera-. ¿Qué ha ocurrido?
No habría servido de nada andarse con evasivas y menos con Callandra.
– Apliqué un tratamiento a un niño sin permiso del médico… porque él no estaba. El niño parece que se está recuperando estupendamente… Pero el médico me ha despedido. -Ya lo había dicho, y quiso ver qué efecto causaban sus palabras en el rostro de Callandra.
– ¡Vaya, vaya! -Callandra levantó ligeramente las cejas-. Y supongo que el niño estaba muy enfermo, ¿verdad?
– Tenía fiebre y empezaba a delirar.
– ¿Qué tratamiento le aplicó?
– Loxa quinina, triaca, licor mineral de Hoffman… y un poco de cerveza para darle mejor sabor.
– A mí me parece muy razonable -comentó Callandra abriendo camino hacia la sala de estar-, aunque, por supuesto, estaba fuera de sus atribuciones.