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– No, la chica no está como una chota, pero es muy celosa -respondió Monk.

– ¿Celosa? ¿De su ama? ¡Qué cosa tan absurda! ¿Cómo va a compararse una lavandera con su señora? Esto necesita una explicación, Monk. Usted va recogiendo migajas y nada más.

– La lavandera está enamorada del lacayo, lo que no es particularmente difícil de entender -dijo Monk con una enorme pero envenenada paciencia-. El lacayo se da muchos aires de superioridad y se tiene creído que la señora estaba encaprichada con él, lo que tanto puede ser verdad como no. Lo cierto es que ha hecho creer a la lavandera que era así.

Runcorn frunció el ceño.

– ¿O sea que fue la lavandera? Entonces, ¿no puede detenerla?

– ¿Por qué?

Runcorn lo miró fijamente.

– De acuerdo, pero ¿y los demás sospechosos? Usted habló de cuatro o cinco, pero hasta ahora sólo me ha citado a dos.

– Myles Kellard, el marido de la otra hija…

– ¿Qué motivos habría tenido? -Runcorn ahora empezaba a preocuparse-. Usted no ha hecho ninguna acusación, ¿verdad? -Se le habían puesto sonrosadas las enjutas mejillas-. Se trata de una situación muy delicada. No podemos andar por ahí acusando a personas como sir Basil Moidore y a su familia. Por el amor de Dios, ¿ha perdido la cabeza?

Monk lo miró con desprecio.

– Esta es ni más ni menos la razón de que no acuse a nadie, señor Runcorn -le dijo fríamente-. Parece que Myles Kellard se sentía fuertemente atraído por su cuñada, de lo que estaba enterada su esposa…

– Pero no veo razón para matarla -protestó Runcorn-. Si él hubiera matado a su esposa, todavía tendría una justificación. ¡Por el amor del cielo, Monk, procure pensar con claridad!

Monk se abstuvo de hablarle de Martha Rivett y lo dejó para cuando hubiera localizado a la chica, en caso de que fuera posible, hubiera escuchado su versión de la historia y emitido algún juicio para saber a qué atenerse.

– Si insistió en cortejarla -dijo Monk prosiguiendo con su racha de paciencia- y ella se defendió, quizá se produjera una lucha en la que acabó apuñalada.

– ¿Con un cuchillo de cocina? -Runcorn enarcó las cejas-. ¿Lo guardaba, quizá, la señora en su habitación?

– No creo que los hechos obedecieran a un azar -dijo Monk devolviéndole la pelota con furia-. Si la señora tenía motivos para pensar que el hombre podía ir a verla a su habitación, probablemente se llevara el cuchillo a su cuarto con toda intención.

Runcorn refunfuñó.

– También pudo ser la señora Kellard -prosiguió Monk-. Tenía motivos sobrados para odiar a su hermana.

– ¡Pues vaya con la señora Haslett! -exclamó con gesto de desagrado-. Primero el lacayo y después el marido de su hermana.

– No existen pruebas de que alentara al lacayo -dijo Monk, malhumorado-. Y por supuesto tampoco a Kellard. No sé si usted considera inmoral que una mujer sea guapa, en cuyo caso sí podría creer que ella tenía la culpa en ambas situaciones.

– Usted siempre ha tenido unas ideas un poco extrañas acerca de lo que está bien y de lo que no lo está -dijo Runcorn. Parecía disgustado y confuso. Aquellos horribles titulares eran un presagio de la amenaza de la opinión pública. Las cartas del Home Office seguían, inmóviles y blancas, sobre su mesa. Eran educadas pero frías, y le advertían que sería muy mal visto que no encontrara la manera de poner fin pronto a aquel caso y, por supuesto, de manera satisfactoria.

– Mire, no se quede ahí parado -dijo a Monk-. Vaya por ahí y procure descubrir cuál de los sospechosos es el culpable. ¡Sólo tiene cinco y sabe que tiene que ser forzosamente uno de ellos! Es un asunto de eliminación. Para empezar, descarte de plano a la señora Kellard. Una pelea cae dentro de lo posible, pero ¿apuñalar a su hermana por la noche? Esto ya es sangre fría. No podía irse de rositas como quien no ha hecho nada.

– Ella no podía saber que Paddy el Chino estaba en la calle -apuntó Monk.

– ¿Cómo? Ah, bueno, tampoco lo sabía el lacayo. Yo en este asunto buscaría a un hombre, o quizás a la lavandera. Bueno, haga lo que le parezca, pero haga algo. No se quede aquí delante tapándome el fuego.

– Usted me mandó llamar.

– Sí, pero ahora le mando salir. Y cierre la puerta cuando haya salido, que en el pasillo hace frío.

Monk pasó los dos días y medio siguientes buscando en los asilos, recorriendo interminables trayectos en coche a través de estrechos callejones y a pie a lo largo de aceras mojadas de lluvia que brillaban a la luz de los faroles, entre el matraqueo producido por los carros y el griterío de las calles, el ruido de las ruedas de los carruajes y el repiqueteo de los cascos de los caballos en el empedrado. Empezó por la zona situada al este de Queen Anne Street, donde en Farringdon Road estaba el asilo de Clerkenwell, y depués fue a Gray's Inn Road, donde estaba el de Holborn. El segundo día se dirigió a la parte oeste y probó fortuna en el asilo de St. George, en Mount Street, y seguidamente en el de St. Marylebone, en Northumberland Street. La tercera mañana fue al asilo de Westminster, en Poland Street, y a la salida ya comenzó a sentirse descorazonado. Eran ambientes que lo deprimían más que ninguno de cuantos conocía. Experimentaba un miedo que sentía nacer en su interior a partir del nombre de la institución y, así que veía los muros planos y parduscos del edificio erguidos ante él, experimentaba una desazón que lo penetraba y un frío que no tenía nada que ver con el viento cortante de noviembre que soplaba y gemía a lo largo de la calle.

Llamó a la puerta y, en cuanto la abrió un hombre delgado de cabellos oscuros y expresión lúgubre, Monk, para evitar confusiones respecto al motivo de su visita, se apresuró a decirle su nombre y su profesión. No dejaría ni por un instante que supusieran que buscaba cobijo o el mísero alivio que aquel tipo de edificios podían brindar y para cuya finalidad habían sido construidos y subsistían.

– Mejor que pase. Preguntaré al director si puede recibirlo -dijo el hombre sin el más mínimo interés-, pero si necesita ayuda, mejor que no se ande con mentiras -añadió después de un momento de reflexión.

Monk ya le iba a replicar cuando descubrió a uno de los «pobres externos» que sí la necesitaban y a los que las circunstancias los obligaban a buscar la caridad de aquellas sórdidas instituciones para sobrevivir a cambio de que los desposeyeran de la voluntad, la dignidad, la identidad e incluso la ropa y el aspecto personal, lugares donde los alimentaban a base de pan y patatas, donde separaban familias, hombres de mujeres e hijos de padres, donde los albergaban en dormitorios comunes, los vestían de uniforme y los hacían trabajar desde la madrugada hasta el anochecer. Quien acudiera a un sitio como aquél en demanda de ayuda tenía que estar muy desesperado, pero ¿quién puede dejar que su esposa o sus hijos perezcan de hambre?

Monk se dio cuenta de que la negativa que pugnaba por salir se le quedaba atravesada en la garganta. Lo único que conseguiría con ello sería humillar inútilmente al hombre. Se contentó, pues, con dar las gracias al portero y seguirlo obedientemente.

El director del asilo tardó casi un cuarto de hora en llevarlo a la pequeña cámara que daba al patio de trabajo, donde había varias hileras de hombres sentados en el suelo con martillos, cinceles y montones de piedras.

La cara de aquel hombre tenía un color desvaído, llevaba el cabello cortado a ras del cráneo y tenía unos ojos sorprendentemente negros y cercados por unos hoyos circulares, como si no durmiera nunca.

– ¿Ocurre algo, inspector? -le preguntó con voz cansada-. No vaya a figurarse que aquí albergamos a criminales. Tendría que ser una persona muy desesperada para recurrir a este asilo, un bergante realmente fracasado.

– Yo busco una mujer que parece que fue víctima de una violación -replicó Monk con un deje oscuro e indignado en la voz-. Me gustaría oír la versión de sus propios labios.

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