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– Tal vez sí, señora, aunque creo que si yo tuviera una hija sería más parecida a una camarera de salón, como Martha Rivett -dijo Monk, implacable, dejando colgado en el aire que se interponía entre él y Beatrice todo el sentido de sus palabras, mientras observaba el dolor y el remordimiento pintados en el rostro de la mujer.

Se abrió la puerta y entró Araminta con el menú de la tarde en la mano. Se detuvo, sorprendida al ver a Monk en el cuarto de su madre y después miró a ésta. Ignoró a Hester, una sirvienta más que cumplía con las funciones que le competían.

– Mamá, ¿no te encuentras bien? ¿Qué ha pasado? -Se volvió hacia Monk con un brillo acusador en los ojos-. Mi madre no se encuentra bien, inspector. ¿Quiere tener un mínimo de cortesía y dejarla en paz? Ella no puede decirle nada que no le haya dicho ya. La señorita Latterly le abrirá la puerta y el lacayo le indicará la salida. -Se volvió hacia Hester, la voz tensa por la irritación-. Y usted, señorita Latterly, vaya a buscar una tisana y las sales para mi madre. No entiendo cómo ha permitido tal cosa. Tendrá que tomarse sus obligaciones más en serio o de lo contrario tendremos que buscar una sustituta que esté más atenta a sus deberes.

– Si estoy aquí es porque sir Basil me ha autorizado a entrar, señora Kellard -respondió Monk con brusquedad-. Todos sabemos que hablar de ciertas cosas es sumamente doloroso, pero posponerlas no hará sino prolongar la tristeza. En esta casa se cometió un crimen y lady Moidore está tan interesada en descubrir al culpable como puede estarlo cualquiera.

– ¿Qué dices, mamá? -preguntó Araminta en actitud desafiante.

– Así es -dijo Beatrice con voz tranquila-. Yo creo…

Araminta la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Qué es lo que piensas? ¡Oh…! -De pronto pensó en algo que la hirió con la fuerza de un golpe físico. Se volvió muy lentamente hacia Monk-. ¿Cuáles eran sus preguntas, señor Monk?

Beatrice hizo una aspiración y retuvo el aire, como si no se atreviera a exhalarlo hasta que Monk hubiera hablado.

– Lady Moidore ya las ha respondido -replicó Monk-. Gracias por ofrecer su colaboración, pero hablábamos de una cuestión de la que usted no tiene conocimiento alguno.

– No me había ofrecido a colaborar. -Araminta no miraba a su madre, sino que ahora dirigía sus ojos imperturbables hacia Monk-. Quería informarme y nada más.

– Lo siento -dijo Monk no sin un leve deje de sarcasmo-, me figuraba que quería ayudarnos.

– ¿O sea que se niega a decírmelo?

No podía seguir contestándole con evasivas.

– Si quiere que se lo diga francamente, señora, se lo diré: efectivamente, me niego.

Lentamente, en los ojos de Araminta apareció la expresión de un sentimiento que era una curiosa mezcla de dolor, aceptación, casi un placer sutil.

– ¿Porque tiene que ver con mi marido? -Se volvió apenas hacia Beatrice. Esta vez lo que había entre ellas era miedo, un miedo que casi se palpaba-. ¿Intentas protegerme, mamá? Tú sabes algo que involucra a Myles, ¿verdad? -su voz dejaba traslucir todo un torbellino de emociones. Beatrice tendió las manos hacia ella, pero las dejó caer.

– No creo -dijo en voz muy baja-, no veo razón para hablar de Myles… -Arrastraba la voz, su falta de sinceridad pesaba en el aire.

Araminta se volvió a Monk.

– ¿Y usted qué me dice, señor Monk? -dijo con voz monocorde-. Se hablaba de esto, ¿no es así?

– Todavía no puedo decir nada, señora. Es imposible afirmar nada hasta disponer de más datos.

– Pero ¿hace referencia a mi marido? -insistió ella.

– No hablaré de este asunto hasta que disponga de más datos que confirmen la verdad -replicó Monk-. No sólo pecaría de injusto… sino también de malévolo.

Aquella curiosa sonrisa asimétrica de Araminta denotaba dureza. Su mirada volvió a trasladarse de él a su madre.

– Corrígeme si me equivoco, mamá. -En el tono de voz de Araminta se percibía una cruel imitación de la forma de hablar de Monk-. ¿Tiene esto algo que ver con la atracción que despertaba Octavia en Myles y con la posibilidad de que él se hubiera mostrado demasiado insistente con ella y que, al ver que ella lo rechazaba, la hubiera matado?

– Te equivocas -dijo Beatrice con una voz que era apenas un murmullo-. No tienes motivo para pensar esto de tu marido.

– Pero tú sí -dijo Araminta con decisión, con dureza, con lentitud, como queriendo herir sus propias carnes-. Mamá, no merezco que me mientas.

Beatrice cedió al fin, no le quedaban arrestos para continuar mintiendo. Tenía demasiado miedo, era un sentimiento que se palpaba en el ambiente como un presagio eléctrico de tormenta. Estaba inmóvil, de una manera absolutamente artificial, sin mirar a ninguna parte, las manos enlazadas en el regazo.

– Martha Rivett acusó a Myles de haberla forzado -dijo con voz inexpresiva, exenta de apasionamiento-, por esto se marchó. Tu padre la despidió. Estaba… -Vaciló, pensando quizá que habría sido un golpe innecesario decir a su hija que la chica estaba embarazada. Araminta no había tenido hijos. Pese a todo, Monk sabía lo que Beatrice había estado a punto de decir como si lo hubiera dicho realmente-. Era una chica irresponsable. No podíamos seguir teniéndola en casa y consentir que dijera este tipo de cosas.

– Ya lo comprendo -dijo Araminta con el rostro lívido, sólo dos manchas de color en las mejillas.

Volvió a abrirse la puerta y esta vez entró Romola, que no pudo disimular su sorpresa al ver aquella escena congelada ante sus ojos: Beatrice sentada muy erguida en el sofá, Araminta tiesa como un palo, el rostro tenso y los dientes apretados, Hester de pie detrás de la otra butaca grande, indecisa y sin saber qué hacer, y Monk sentado en una postura forzada y con el cuerpo inclinado hacia delante. Romola echó una ojeada al menú que Araminta sostenía en la mano, pero enseguida apartó de él los ojos. Incluso ella se había dado cuenta de que acababa de interrumpir algo sumamente doloroso y que la cena era una cuestión que carecía de toda importancia.

– ¿Qué pasa? -preguntó mirándolos a todos, uno por uno-. ¿Se ha sabido quién mató a Octavia?

– No, no se ha sabido -Beatrice se había vuelto a ella y le había hablado en un tono curiosamente áspero-. Estábamos hablando de la sirvienta que despedimos hace dos años.

– ¿Por qué? -en la voz de Romola se percibía un sentimiento de incredulidad-. ¿Qué importancia tiene esto ahora?

– Probablemente ninguna -admitió Beatrice.

– Entonces, ¿se puede saber por qué perdéis el tiempo hablando de este asunto? -Romola se colocó en el centro de la habitación y se sentó en una de las butacas pequeñas, después de lo cual se recompuso cuidadosamente el vuelo de la falda-. Ponéis una cara como si hubiera ocurrido algo terrible. ¿Le ha ocurrido algo a la chica?

– No tengo ni idea -le espetó Beatrice, y añadió algo más dando rienda suelta a su indignación-, pero no me extrañaría nada.

– ¿Por qué? -Romola estaba hecha un lío y ahora parecía tener miedo; todo aquello era demasiado para ella-. ¿No se la despidió con referencias? Y a propósito, ¿por qué la despidieron? -Se volvió para mirar a Araminta, con las cejas levantadas.

– No, no le di referencias -dijo Beatrice sin vacilación alguna.

– ¿Ah, no? ¿Por qué? -Romola miró primero a Araminta y después apartó los ojos de ella-. ¿No era honrada, quizá? ¿Robó algo? ¡A mí nadie me dio ninguna explicación!

– ¿Y á ti qué te importaba? -le respondió Araminta con brusquedad.

– Si era una ladrona, me importaba. Podía haberme robado a mí.

– No creo. Lo que pasó fue que dijo que la habían violado -dijo Araminta mirándola fijamente.

– ¿Violado? -Romola se quedó de una pieza y su expresión pasó del miedo a la incredulidad total-. ¿Violado… has dicho? ¡Dios mío! -parecía que se hubiera sacado un peso de encima y el color volvió a su hermosa piel-. Comprendo muy bien que, tratándose de una chica falta de principios morales, no había más remedio que despedirla. Esto es indiscutible. Seguro que se dedicó a la mala vida, la mayoría de esas chicas terminan así. Pero ¿por qué hablamos de esta chica ahora? Nosotros no podemos hacer nada por ella, ni ahora ni nunca.

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