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– Tenéis razón, y os lo agradezco. Debo enseñar a mi oído a hacerse sordo al sonido de mi nombre.

Está claro que fue en aquel momento cuando el marqués de Bolibar concibió la idea cuya realización presencié al día siguiente en su jardín, sin comprender el sentido de tan extraña escena. Entretanto, el teniente Rohn se consumía de temor e impaciencia en su escondite. Sabía que era la única persona capaz de salvar al regimiento Nassau del peligro que sobre él se cernía en La Bisbal. No veía llegar el momento en que su asistente vendría a liberarlo de su escondrijo y lo llevaría a La Bisbal. Y lo atormentaba la idea de que el marqués alcanzaría la ciudad antes que él y, sin impedimento alguno, desaparecería entre la multitud para poner en ejecución sus terribles planes.

Pero ahora el Tonel daba por fin la orden de partida. Los guerrilleros se pusieron de inmediato en pie y empezaron a correr de un lado a otro, a toda prisa y atareadísimos; unos sacaban a los heridos de la ermita, otros cargaban sobre los lomos de las mulas cestos de provisiones, odres de vino y alforjas. Algunos cantaban durante la tarea, otros discutían, las mulas lanzaban relinchos estridentes, los arrieros maldecían y, en medio de aquel alboroto, el capitán inglés se preparaba el té del desayuno con la escudilla que acababa de colocar encima del fuego. El Tonel, después de colgar del árbol, junto con la estampa de la Virgen, una linterna y un espejo, se afeitó a toda prisa, dando un vistazo al espejo y otro a Nuestra Señora, a fin de rezar mientras se rapaba la barba.

Nieve en los tejados

La tarde de aquel mismo día, a la hora del ángelus, el marqués de Bolibar pasó por la Puerta del Sol sin hallar obstáculo. Nadie lo reconoció, y, entre la multitud de aguadores y pescaderos, de especieros y aceiteros, de cardadores de lana y frailes que al caer la tarde se apiñaban frente a la puerta de la iglesia para rezar la salutación angélica y saludar a caras conocidas, el marqués podría haber desaparecido como una anguila en aguas turbias. Su mala estrella, sin embargo, había dispuesto que escuchara nuestro secreto, aquel secreto que nos tenía amarrados a los cinco con las cadenas del recuerdo, a mí y a los otros cuatro. Secreto nuestro y de la difunta Françoise-Marie, el secreto que habíamos preservado siempre en lo más hondo de nuestros pechos, pero que aquella noche dejamos jactanciosamente al descubierto, ebrios de vino de Alicante y enfermos de nostalgia porque había nieve en los tejados.

Aquel arriero harapiento que estaba sentado en un rincón de mi habitación con un rosario entre las manos lo había oído y había de morir.

Lo hicimos fusilar frente a la muralla, en secreto y a toda prisa, sin juicio ni confesión. A ninguno de nosotros se le ocurrió pensar que aquel hombre que se desplomó ensangrentado sobre la nieve bajo el impacto de nuestras balas pudiera ser el marqués de Bolibar.

Y ninguno imaginaba tampoco qué siniestro legado había echado sobre nuestros hombros antes de morir.

Aquella tarde estaba yo al mando de la guardia que custodiaba la puerta de la ciudad. Hacia las seis dispuse la salida de las patrullas nocturnas, que en el término de media hora habían de hacer la ronda a lo largo de la muralla. Mis centinelas, con las carabinas prontas a disparar ocultas bajo los capotes, estaban en pie en sus garitas, silenciosos e inmóviles como santos en sus hornacinas.

Empezó a nevar. Dicen que en estas zonas montañosas de España no son raras las nevadas. Pero fue aquella tarde cuando vimos por primera vez copos de nieve en España.

Había mandado llevar a mi habitación dos perolas de cobre con brasas encendidas, pues en las casas de La Bisbal no había estufa alguna. Los ojos me escocían por el humo, y el temporal de nieve hacía sonar los vidrios de las ventanas con un tintineo sutil y amenazante. No obstante, me sentía a gusto en mi habitación caldeada. En un rincón estaba mi cama, hecha de matas frescas de brezo cubiertas por mi capote. La mesa y los asientos se habían improvisado con toneles y tablones, y sobre la mesa había calabazas llenas de vino, pues yo esperaba la visita de mis camaradas, que tenían previsto pasar la Nochebuena en mis aposentos.

Desde el desván me llegaban las voces de mis dragones, que estaban echados en el suelo, envueltos en sus capotes y discutiendo. Subí sin hacer ruido los peldaños de madera.

Solía colarme entre mis hombres, aprovechando la oscuridad, para prestar oído a sus conversaciones. Pues vivía en la constante inquietud de que nuestro secreto hubiera corrido y los dragones, por la noche, creyéndose solos y sin vigilancia, pasaran el rato murmurando y parloteando sobre la difunta Françoise-Marie y sus facetas ocultas.

El desván estaba oscuro como boca de lobo. Pero reconocí por la voz al sargento Brendel.

– ¿Le has podido echar el guante al fulano que te ha robado la bolsa? -preguntó, y la voz gruñona de otro respondió:

– Me he ido detrás de él pero no he podido cogerlo. Ese se ha largado y se guardará bien de volver.

– ¡Los españoles son todos así! -exclamó una voz airada-. Se pasan el día rezando hasta que se les gastan las rodillas, y tan santurrones y beatos son, que tienen que estar llenando a cada momento las pilas de agua bendita; pero en lo único que piensan los muy granujas, los muy bergantes, es en cómo pueden engatusarnos y robarnos mejor.

– Hace cinco días -oí la voz del cabo Thiele-, cuando estábamos acampados en Corbosa, un ladronzuelo de ésos, un arriero, se las piró con un arcón en el que el coronel tenía guardados los camisones y las enaguas de la señora coronela, que en paz descanse, y ahora los debe de tener en su madriguera apestosa.

Nuestro coronel llevaba siempre entre su equipaje las ropas de Françoise-Marie; en todas sus campañas y adonde quiera que viajase no se separaba de ellas. Al oír a los dragones hablar de la esposa de nuestro coronel, empezó a palpitarme el corazón, y creí llegado el momento en que nuestro secreto iba a salir a la luz. Pero no oí ni una palabra más acerca de Françoise-Marie; los dragones empezaron a echar pestes sobre la campaña y sobre los generales, y el sargento Brendel se despachó a gusto con el mariscal Soult y su estado mayor.

– Os lo digo yo -exclamó-: esos señores que hacen la guerra montados en sus calesas y sus cabriolés, muchas veces, tenedlo por seguro, pasan más miedo en combate que nosotros. En Talavera los vi doblar el espinazo como mulas en cuanto empezaron a volar las granadas.

– Sí, pero nuestros peores enemigos no son las granadas -terció otro-. Nuestros peores enemigos son esas marchas inútiles de aquí para allá, ocho horas de camino para ahorcar a un labriego o a un cura. El suelo enfangado, los piojos y las medias raciones nos hacen más daño que las granadas.

– Y no te olvides de la carne de oveja -dijo el dragón Stüber-. Apesta tanto que los gorriones que pasan volando por encima caen muertos al suelo.

– Soult no tiene corazón para sus soldados, eso es lo que pasa -dijo afligido el cabo Thiele-. Es un tacaño, sólo va detrás de la riqueza y los cargos. Sí, es mariscal y duque de Dalmacia. Pero como cabo haría el ridículo, os lo digo yo.

Nada sobre Françoise-Marie. Estaba escuchando en vano. Sólo el rezongar diario sobre la campaña española, con el que los soldados solían pasar el rato antes de dormirse cuando, rendidos por las marchas y los combates, se echaban a descansar. Los dejé discutir y politiquear a sus anchas; no por ello cumplían peor con su deber.

Oí la voz del teniente Günther desde mi cuarto; bajé a toda prisa la escalera y encendí la luz.

Günther estaba sacudiéndose la nieve de sus ropas. También estaba allí el teniente Donop, con el tomo de Virgilio asomando por el bolsillo, como de costumbre. Era el más inteligente e instruido de mis camaradas, sabía latín, se manejaba bien con la historia antigua y llevaba siempre entre su equipaje hermosas ediciones de los clásicos romanos.

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