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– ¡Déjame en paz! -gimió el Tonel bajo las manos de la mujer-. ¡No me amargues la vida! He ganado una gran batalla.

– ¿Una gran batalla? -chilló la vieja, agitando furiosa los paños-. ¿Y para qué, si puede saberse? Para que el mismo rey, y no otro, nos ponga el año que viene más impuestos sobre el pan, la manteca, el queso y los huevos.

– ¡Cállate! -exclamó el Tonel-. Tú ocúpate de tu escoba y no te metas en mis asuntos. ¿Es que no reconoces a su excelencia el señor marqués?

– ¡Excelencia y eminencia y reverencia y pestilencia! Siempre tienes que meterte donde reparten palos. El día que el turco expulse a los tártaros, tú andarás por medio.

– ¡Ay de mí! -gimió el Tonel-. Llevo diecisiete años soportando a esta mujer con el sudor de mi frente. Cada día se vuelve peor. Su malicia hay que medirla por quintales.

– La ciudad entera sabe que mi marido es un haragán -gritó la mujer-. No quiere trabajar y anda vagando por el país. Se ve que tiene miedo de que se le estropeen las leznas y el punzón si se pone a trabajar.

– ¡Señor! -dijo el Tonel con un suspiro hondo y doloroso-. ¡Líbrame de todo mal!

Después de salir de la habitación, mientras bajaba por la escalera, seguí oyendo la voz quejumbrosa del caudillo guerrillero y el rezongar de su mujer. Ante la casa estaban sentados algunos oficiales insurgentes, comiéndose un carnero asado a la sombra de una higuera. Cuando pasé, se pusieron en pie, silenciosos.

En las calles reinaba una animación bulliciosa, cada cual se dedicaba a sus actividades y nada hacía pensar que el día anterior la ciudad había sido el teatro de la desesperada lucha a muerte de dos regimientos. Los castañeros estaban sentados en sus sillas de madera de alcornoque, los tenderos exponían sus mercancías, carretillas con carbón de leña cruzaban las calles, los arrieros arreaban sus mulas ante los ojos de los compradores, los barberos ofrecían sus servicios, un carmelita repartía estampas de santos y escapularios, y por todas partes resonaban los gritos de las aldeanas que ofrecían distintas clases de alimentos:

– ¡Leche! ¡Leche de cabra! ¡Leche caliente! ¿Quién la quiere?

– ¡Cebollas de Murcia! ¡Nueces de Vizcaya! ¡Ajos! ¡Habichuelas! ¡Aceitunas sevillanas!

– ¡Vino! ¡Vino tinto! ¡Vino de Valdepeñas!

– ¡Toda clase de embutidos! ¡Salchichones! ¡Longanizas! ¡Chorizos! ¡Auténticos embutidos de Extremadura!

Pero adonde quiera que yo fuese, el ajetreo enmudecía. La gente con prisa se detenía y se hacía a un lado dejándome paso, y me seguía con miradas llenas de asombro, respeto y silenciosa veneración.

No era yo, sino el difunto marqués de Bolibar quien andaba por las calles de su ciudad. Vi a lo lejos los viñedos y los campos: mi paisaje, mi tierra, exclamó algo jubilosamente dentro de mí. Para mí crecen las viñas, para mí se cubren de verdor esos pastos, es mío todo lo que abarca este cielo, y con embriaguez en el corazón, profundamente transformado, soñando, heredero por una hora de aquella tierra, anduve lentamente hacia el exterior de la ciudad.

Ante la muralla había un grupo de guerrilleros. Y uno de ellos abrió ante mí de par en par las puertas y me saludó, inclinando la cabeza hacia el suelo:

– ¡Ave María Purísima!

Y por mi boca una voz ajena pronunció palabras ajenas:

– ¡Sin pecado concebida!

***
El Marques De Bolibar - pic_2.jpg
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