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Pero ella meneó la cabeza.

– Si les he entendido bien -dijo, y de nuevo me pareció detectar cierto tono burlón en sus palabras-, si les he entendido bien, ese sentimiento nuevo y singular cuyo goce me han prometido no hará presa en mí hasta que me encamine hacia ustedes. Así que me resulta todavía imposible saber a los brazos de quién me conducirá.

Abrió la puerta y dijo a los del taller que por aquel día ya habían trabajado bastante, y que la cena estaba en la mesa.

Don Ramón y los otros dos se hallaban ante el Descendimiento, contemplando al resplandor de la vela el cuadro terminado. Pero don Ramón no parecía muy satisfecho de su trabajo:

– Este José de Arimatea queda bastante pobre, tanto en la actitud del cuerpo como en la expresión de la cara.

– Muy bien podría haberle dado usted mejor apariencia -afirmó el joven, ofendido, mientras se estiraba las mangas demasiado cortas.

– Pero tiene una postura muy natural -dijo la piadosa mujer de Jerusalén, intentando consolar al modelo y al pintor.

Brockendorf no quiso dejar de dar su opinión él también:

– Hay muchas caras en el cuadro y todas son diferentes -constató.

– Eso es debido a que yo siempre pinto del natural -dijo don Ramón-. Hay malos pintores que toman por modelo pinturas ya hechas por otros maestros. Si quiere usted comprar este cuadro, no cuesta más que cuarenta reales. Como acaba de observar usted, se trata de un cuadro abundante en personajes. También le puedo vender por el mismo precio dos cuadros más pequeños, como a usted le plazca.

– Vengan los cuadros -dijo Brockendorf, a quien el feliz desenlace de la aventura le había predispuesto muy en favor del pintor-. Y cuanto más grandes, mejor.

Y se sacó del bolsillo dos monedas de oro cuya posesión nos había ocultado arteramente, pues tenía deudas de juego con todos nosotros. Don Ramón se embolsó el oro y colocó la mano derecha sobre san Ajado, capitán y mártir, y la izquierda sobre el subdiácono florentino Cenobio.

Entretanto habíamos convenido con la Monjita que iríamos los cuatro a esperarla aquella noche al convento de San Daniel. Y nos fuimos a comprar vino y provisiones para la cena. Estábamos todos de buen humor, pero Brockendorf, de tan contento, no sabía lo que hacía. Asustó a una vieja chistando como un ganso, le escondió la escalera del palomar al herrero de la Calle de los Jerónimos y se emperró en entrar en la tienda de la cacharrera, a quien no conocía de nada, para preguntarle por qué la semana pasada había engañado a su marido con el escribiente cojo del ayuntamiento.

La canción de Talavera

El convento de San Daniel, al cual debía su nombre la Calle de los Carmelitas, nos servía de polvorín y de taller. Los frailes, miembros de la orden de los carmelitas descalzos, habían abandonado hacía tiempo el edificio para luchar contra nosotros entre las filas del Tonel y del Empecinado. En el refectorio y en el dormitorio, en las celdas de los monjes, en el claustro y en la gran sala capitular, en fin, por todas partes, nuestros granaderos y los del regimiento Príncipe Heredero trabajaban durante el día en el llenado y la fabricación de bombas incendiarias y granadas. En la cripta, en la que Brockendorf tenía previsto pasar la noche (a cada uno de nosotros nos tocaba este servicio una vez por semana) estaban dispersos por el suelo los sacos de pólvora vacíos, los clavos, hachas, martillos, soldadores, tapas de cajones, haces de paja, calderas y las coloreadas pipas de barro de los granaderos. Trazos de tiza en el suelo señalaban los límites de cada cuadrilla. En las paredes se veían frescos medio desvaídos que representaban a Sansón cegado por los filisteos y la muerte del gigante Goliat; mediante la adición de un bigote y una perilla, uno de los granaderos había transformado al pastorcillo David en el solemne tambor mayor de nuestro regimiento. Sobre la puerta pendía, en un marco de madera tallada y dorada, el retrato de un fraile, un hombre apuesto que llevaba colgada una cruz pectoral.

Los dos braseros que había encima de la mesa despedían espesas nubes de humo y nos dejaban la elección entre asfixiarnos o morirnos de frío. Habíamos concluido la cena, y el asistente de Brockendorf, que tenía fama de ser el mejor furriel de todo el ejército, retiró de la mesa los restos de nuestra comida.

Enfrente del convento, separada de él sólo por la estrecha Calle de los Carmelitas, se encontraba la mansión del marqués de Bolibar, y a través de los vidrios rotos del ventanal de la iglesia veíamos el interior del bien iluminado dormitorio del coronel. Estaba sentado en su cama, completamente vestido; el cirujano del batallón de Hessen lo afeitaba a la luz de dos candelabros situados sobre la mesa. Encima de una silla estaban su tricornio y un par de pistolas.

La visión de nuestro coronel nos llenó de desbordante alegría, pues sabíamos que aquella noche él esperaría en vano a la Monjita, que pensaba venir a vernos a nosotros y no a él. Todos odiábamos al coronel y al mismo tiempo lo temíamos. Y Brockendorf desahogó la indignación de su pecho:

– Ahí está ese amargado, con su cabeza gotosa y su corazón atrofiado. ¿Llegará pronto la Monjita, mi coronel? ¿Está ya en camino? Se hace usted demasiadas ilusiones, mi coronel. De la cuchara a la boca es cuando con más facilidad se vierte la sopa.

– No grites tanto, Brockendorf; te va a oír.

– Ese no oye nada, ni ve nada, ni sabe nada -gritó Brockendorf triunfante-. Cuando llegue la Monjita, apagamos las luces. Y en plena oscuridad le voy a poner a ése un doble escudo de Turquía encima de la cabeza gotosa, y ni se enterará.

– Como está tan orgulloso de su sangre azul -se burló Donop-, que se haga pintar en el escudo el ave de san Lucas, que tenía dos cuernos.

– ¡Silencio, Donop! Tiene el oído muy fino. Vosotros no lo conocéis como yo -susurró Eglofstein, inquieto, apartándonos de la ventana, a pesar de que era imposible, debido al espesor de los vidrios, que el coronel entendiera ni una sola palabra de lo que decíamos de él-. Oye toser a una vieja a tres leguas de distancia. Y si se enfurece os pondrá otra vez a hacer maniobras durante tres horas en un campo labrado, como la semana pasada.

– Me puse enfermo de rabia. ¿Es que no va a reventar nunca, el condenado? -renegó Brockendorf por lo bajo-. Y a cada momento nos hace salir a la calle a toque de corneta.

– ¡Qué nos vas a explicar! -exclamó Donop-. Tú entraste en el regimiento con el grado de capitán. ¡Pero Jochberg y yo…! Nosotros servimos como cadetes a las órdenes de ese amargado. Era una vida de perros. Manejar todos los días el cepillo y la rasqueta, sacar en carretillas el estiércol de los establos, cargarse a la espalda la ración de avena para ocho días…

El reloj de Nuestra Señora del Pilar tocó las nueve. Donop contó las campanadas.

– Las nueve. No puede tardar.

– Aquí estamos -dijo Eglofstein, apoyando la frente en la mano-. Aquí estamos todos sentados, esperando a una sola Monjita. Y seguro que en esta ciudad no faltan muchachas tan guapas como ella, y aún más. Pero por Dios que mis ojos están deslumhrados, y sólo veo a ésta, a la única.

– Yo no -afirmó Brockendorf, tomando un gran pellizco de rapé-. Yo también veo a las demás. Si el domingo por la noche hubierais venido a verme a mi habitación, habríais encontrado conmigo a una moza de pelo negro y linda figura, y que quedó muy satisfecha con los tres cuartos que le obsequié. Se llamaba Rosina. Pero no por eso subestimo a la Monjita.

Se sopló el polvo de tabaco que le había caído en la manga y continuó:

– Tres cuartos no es mucho. En París, en casa de Frascati y en el Salón des Etrangers, me he gastado mucho más dinero en mujeres.

Una de las velas, a punto de consumirse, vacilaba y crepitaba, y Eglofstein encendió otra.

– ¡Un dineral! -añadió Brockendorf lanzando un suspiro.

30
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