Литмир - Электронная Библиотека

– Es usted muy joven -dijo la Monjita -. Y en el amor el noviciado es muy duro. Pero sin duda ya aprenderá usted la manera de tratar a las mujeres cuando tenga algunos años más.

La miré y me di cuenta de que ya no sentía rabia, sino sólo asombro, porque aquella mujer tenía la voz de Françoise-Marie y con esa voz me dirigía palabras tan frías, tan extrañas, tan hostiles como aquéllas.

Pero entonces el capitán Brockendorf tomó las riendas del asunto en mi lugar, firmemente decidido a resolverlo prontamente y conforme a sus deseos.

– ¿Por qué -le preguntó sin ambages- nos niega usted la pequeña gentileza que tan fácilmente, tan a menudo y de tan buena gana le concede al coronel?

– Sus palabras son una ofensa.

– ¿Una ofensa? ¡Oh, no, de ningún modo! En nuestro país no es ofensa, sino costumbre, pedir a las mujeres esa clase de cosas.

– Pues en el mío -replicó tajante la Monjita – es costumbre negarlas.

– Pero bueno, ¿qué diantre -exclamó Brockendorf, impaciente, pues la cosa no tomaba el curso deseado por él-, qué diantre ve usted en nuestro coronel? No es ni joven ni guapo. Confiéselo: no hay nada en él que pueda gustar a una muchacha joven. Es tiránico y está amargado y lleno de manías. Además tiene la gota, y cada vez que entro en su dormitorio lo encuentro lleno de cajas de pildoras pequeñas y grandes.

– ¡Y yo que pensaba que eran ustedes amigos suyos! -dijo la Monjita, en voz baja y desconsolada.

– ¿Amigos suyos? Con los amigos se comparte el último trago de aguardiente, el último mendrugo de pan. Pero no es mi amigo el que me esconde lo mejor que tiene y se lo guarda para él solo. Si eso es amistad, la cacerola vieja de mi patrona es un copón de oro.

– ¿Y no teme usted que yo le repita todo lo que acaba de decir?

– ¡Hágalo! -dijo Brockendorf brusco y con gesto sombrío-. No hace más de tres meses que dejé muerto a mi último adversario en el campo del honor. Fue en Marsella, cerca de la Porte Maillot. Con pistolas. Y disparamos a seis pasos de distancia.

Se dirigió a nosotros:

– ¿Os acordáis del capitán general Lenormand, el que se sentaba a mi lado cuando yo tenía mi cubierto a la mesa del estado mayor del mariscal Soult, en Marsella?

Ninguno de nosotros sabía nada de aquel duelo. En Marsella no había ninguna Porte Maillot y Lenormand era el apellido de un tendero de la esquina de la Rué aux Ours a quien Brockendorf debía sesenta francos en concepto de comestibles que le había suministrado: foie-gras de oca, jamón y dos botellas de jerez.

Era evidente que Brockendorf se había sacado de la manga aquella historia para asustar a la Monjita. Nosotros simulamos que recordábamos perfectamente el episodio, y Eglofstein salió en su ayuda:

– Pero no se trataba de la amante de Lenormand, sino de su mujer. -Y, como enfrascado en sus pensamientos, añadió-: Cuando una francesa es hermosa, no lo es a medias.

Por unos instantes tuve vivamente ante mis ojos la imagen de la buena Madame Lenormand. Una figura flaca, ya entrada en años y francamente contrahecha, que aparecía cada mañana en nuestro cuartel para reclamar a Brockendorf los sesenta francos; sólo faltaba los domingos, porque solía ir a la iglesia cargada con una bolsa de terciopelo rojo en la que llevaba su devocionario.

La Monjita levantó los ojos hacia Brockendorf con expresión de temor y súplica, y supimos que no hablaría, pues temía por la vida del coronel.

– Además, se va a casar conmigo -dijo.

Brockendorf adoptó una expresión de asombro y empezó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Ya están contratados los músicos? ¿Están amasando ya la tarta de bodas?

– ¿Qué dice usted? ¿Casarse? -exclamó Eglofstein-. ¿Se lo ha prometido?

– Sí. Y le ha dado al señor cura cincuenta reales para los gastos del casamiento.

– ¿Y usted se lo cree? Está muy engañada. Aunque fuera su voluntad casarse con usted, no podría hacerlo, porque su familia, que es de la alta nobleza, jamás lo consentiría.

La Monjita miró por unos instantes, con gesto de consternación, al capitán Eglofstein. Y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que sabía bien lo que se podía creer y lo que no. En eso, de detrás del Descendimiento salió don Ramón de Alacho con el pincel en alto goteando pintura azul, y dijo con voz cavernosa:

– De mi hija no tiene por qué avergonzarse ningún conde ni ningún duque. Lleva en las venas sangre pura de cristianos viejos, tanto por la línea paterna como por la materna.

– Mire usted, don Ramón -dijo Brockendorf sesudamente-. No le niego que una vieja carta de nobleza tiene su peso. Pero si en la suya lo único que dice es que son ustedes cristianos viejos… En nuestro país, con un título como ese limpian las mesas los taberneros. Pues en Alemania hasta el más triste zapatero remendón es cristiano viejo.

José de Arimatea alzó horrorizado y con gesto implorante las manos hacia el cielo, la piadosa mujer de Jerusalén sacudió la cabeza con hondo dolor y don Ramón de Alacho se volvió sin decir palabra a su caballete.

Empezaba a oscurecer. Pasaba el tiempo y crecía nuestra impaciencia. Brockendorf juró, entre maldiciones, y lo bastante alto para que lo oyera la Monjita, que ninguno de nosotros se movería de allí antes de que el asunto hubiera quedado resuelto, aunque tuviéramos que esperar de pie hasta el amanecer.

Donop, que hasta entonces no había dejado de hablar a los demás, tomó entonces la palabra:

– Casi parece, Monjita, como si estuviera usted enamorada de ese viejo.

– ¿Y si lo estuviera? -exclamó vehemente. Pero nos pareció como si no quisiera confesarse a sí misma que sólo daba la preferencia al coronel a causa de su rango, su riqueza y su generosidad.

– ¿Y si lo estuviera? -repitió desafiante, irguiendo la cabeza.

– Lo que usted siente por ese viejo no puede ser amor -dijo Donop con calma-. El sentimiento del amor verdadero es otro, y usted todavía no lo conoce. El amor necesita del secreto. Esta noche yo la esperaré temblando de impaciencia, loco de deseo, contando los minutos que me separan de usted. Y cuando se deslice hacia mí secretamente, con el corazón lleno de temor, por el camino descubrirá en su interior el sentimiento del amor como algo nuevo y singular, nunca antes experimentado.

Había oscurecido por completo, y yo no podía distinguir ya con claridad el rostro de la Monjita. Pero la oí reír en voz alta, con ganas, y en tono burlón.

– ¡Me ha convencido usted! Estoy ansiosa por conocer un sentimiento que usted me describe como nuevo y hasta ahora desconocido para mí. Pero para mi desgracia he prometido fidelidad a mi amante.

Lo repentino de aquel cambio de parecer y el sonido burlón de su voz debieran haber despertado en nosotros la desconfianza. Pero estábamos todos demasiado impacientes y demasiado enamorados para darnos cuenta de ello.

– Esa promesa no tiene usted que cumplirla -se apresuró a asegurarle Donop-. Pues se la ha hecho a un hombre al que no ama.

Mientras tanto, en el taller contiguo, don Ramón había encendido una vela, y una estrecha franja de luz entró en nuestra estancia a través de la puerta entreabierta.

– Si es verdad eso que dice usted de que no hay obligación de cumplir la palabra dada a un hombre al que no se ama, entonces ya no tengo más reparos y les prometo gustosamente que acudiré.

En su voz resonaban la arrogancia y la burla, pero su rostro, que yo veía al escaso resplandor de la llama, mostraba su habitual expresión pensativa y seria.

– ¡A eso lo llamo yo hablar razonablemente! -exclamó Brockendorf satisfecho-. ¿Y cuándo, hermosísima Monjita, podemos esperarla?

– Iré después del rosario, que, según creo, acabará a las nueve.

– ¿Y cuál de nosotros será el afortunado? -apremió Eglofstein, lleno de ansiedad y ya celoso de Brockendorf, de Donop y de mí.

La Monjita nos miró a la cara uno tras otro, deteniéndose en particular en la mía. Y en ese instante tuve la sensación de que sus dieciocho años se habían encontrado por fin con los míos.

29
{"b":"108803","o":1}