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– ¡No puedo creerlo, camarada! -exclamó Eglofstein horrorizado. Se acercó todo lo posible al oficial y examinó su rostro amarillento-. Habéis cambiado de un modo muy extraño desde los días de Küstrin.

El capitán de Salignac torció los labios en una mueca de desagrado.

– Cogí unas fiebres hace años. Desde entonces sufro con frecuencia accesos de ese tipo.

– ¿En las colonias? -preguntó Eglofstein.

– No. En Siria, hace muchos años -dijo Salignac. De repente, su rostro adquirió un aspecto extrañamente viejo y cansado. -No hablemos más de ello. Es una contrariedad que considero inherente a mi profesión. Pero ahora haced el favor de explicarme…

– Habéis vuelto a ser víctima de la mala suerte, camarada. Esperábamos esta noche la llegada del marqués de Bolibar, un conspirador español, hombre muy peligroso, que al parecer tiene la intención de cruzar nuestras líneas con uniforme francés.

– ¿De verdad? Y ustedes me han tomado por ese conspirador español…

El capitán rebuscó en los bolsillos de su guerrera azul y exhibió los documentos que lo legitimaban.

– Como veis, tengo orden de agregarme a vuestro regimiento y ponerme al mando de un escuadrón de dragones cuyo capitán ha sido herido o hecho prisionero por los ingleses, según me han dicho.

Era yo quien estaba al mando de los dragones desde que fuera herido el jefe de escuadrón Hulot d'Hozery. Por ello me levanté, fui hacia Salignac y le di mi nombre y graduación.

Formamos un semicírculo en torno al nuevo jefe de escuadrón. Brockendorf se frotaba contra la espalda la mano dolorida. Sólo Günther se quedó aparte, de pie contra la ventana, mirando con gesto iracundo la calle oscura. Seguía pensando en Françoise-Marie y en lo que Brockendorf, en su borrachera, había revelado acerca de sus soupers d'amour y de los cuatro platos del banquete del placer.

– Parece que he llegado en el mejor momento -dijo Salignac, estrechándonos la mano a cada uno de nosotros-. Han de saber -prosiguió, y en medio de su rostro macilento los ojos ardían en el deseo de meterse en aquella aventura-, han de saber que poseo cierta experiencia en desenmascarar espías. Fui yo quien capturó a los dos oficiales austríacos que se habían infiltrado en nuestras filas en Wagram. El propio Duroc me ha encargado varias veces tareas de esta clase.

Yo no sabía quién era Duroc, pero no era la primera vez que oía ese nombre. Probablemente se tratase de un hombre de confianza del Emperador, quizás el encargado de velar por su seguridad personal.

Mi nuevo jefe de escuadrón pidió a Eglofstein que le refiriese todo lo que sabíamos acerca del marqués de Bolibar y sus planes. Los ojos le brillaron y los rasgos descarnados se le pusieron rígidos.

– ¡El Emperador quedará contento de su viejo grognard! -dijo cuando Eglofstein concluyó su informe.

Luego se dirigió a mí, me preguntó dónde se alojaba el coronel y me pidió un dragón para acompañarle.

– Vuelvo a tener trabajo -dijo, lleno de impaciencia. El dragón y el arriero español se arrodillaron junto a él y le limpiaron las polainas de la suciedad del camino-. Últimamente tuve que escoltar un transporte de cuarenta carros con bombas y balas desde el fuerte de San Fernando hasta Forgosa. Un aburrimiento. Gritos, altercados, inspecciones, berrinches, paradas inacabables en los caminos. ¿Qué, acabáis de una vez, vosotros dos?

– ¿Y el viaje hasta aquí? -preguntó Eglofstein.

– He hecho todo el viaje con el sable desenvainado y la carabina lista para disparar. Pasado el puente que hay cerca de Tornella me atacaron unos bandidos. Me mataron a tiros al asistente y al caballo, pero les di su merecido.

– ¿Estáis herido?

Salignac se pasó la mano por el turbante.

– Una bala me rozó la frente. No hablemos más de ello. Desde esta mañana no he encontrado ni un alma en el camino real, a excepción de este mozo, que ha cargado con mi equipaje. ¿Has acabado? -se dirigió al arriero-. Quédate aquí con mis alforjas hasta que vuelva.

– Excelencia… -trató de objetar el español.

– ¡He dicho que te quedes aquí hasta que te mande a tu casa! -le increpó Salignac-. Ya cavarás mañana tu huerto.

– Sentaos y bebed con nosotros, excelencia. Aún debe de quedar vino -propuso Brockendorf. En su embriaguez, seguía tomando al capitán por el marqués de Bolibar, y le llamaba excelencia. Sin embargo, viéndonos a los demás hablar tan tranquilamente con él, le había perdonado totalmente el golpe en la mano y sus alevosos planes.

– Ya no queda vino -dijo Donop.

– En mi alforja tiene que haber tres botellas de oporto. Lo uso, combinado con naranjas y un poco de té caliente, como antídoto contra mis fiebres, cada vez que me atacan.

El capitán sacó las botellas de su equipaje y pronto volvimos a tener las copas llenas. El, por su parte, se echó el capote por encima de los hombros y se ciñó el sable.

– Ese marqués ha tenido mala suerte al cruzarse en mi camino -dijo amenazante, mientras abría la puerta-. Antes de que pase una hora lo traeré aquí a beber oporto, o juro que…

La ráfaga de nieve que de repente entró silbando por la puerta abierta se tragó sus últimas palabras, y no pude enterarme de lo que Salignac juraba hacer en caso de que el marqués de Bolibar no quisiera dejarse atrapar.

Dios ha venido

En cuanto Salignac salió de la habitación, Eglofstein, Donop y yo sacamos la baraja. Aquella noche la suerte me sonrió más que de costumbre; gané y Eglofstein tuvo que pagar. Recuerdo que varias veces jugó martingalas y cuádruples, pero perdió siempre. Acababa Donop de cortar la baraja una vez más, cuando oímos ruido de pelea. Günther se había enzarzado otra vez con el capitán Brockendorf.

Brockendorf estaba recostado en su silla, tenía delante su oporto y, como si estuviera en la taberna, pedía a gritos una botella «del mejor». Günther estaba de pie, inclinado frente a él sobre la mesa, y, con los ojos entrecerrados, le enviaba una mirada maligna y rencorosa.

– ¡Come como un lobo y bebe como un cosaco y quiere que lo respeten como oficial! -balbució con encono.

– ¡Vivat amicitia, hermano! -dijo Brockendorf, soñoliento, y levantó la copa, pues prefería seguir bebiendo tranquilamente su vino.

– Bebe como un cosaco y lleva ropa de mozo de cuerda, ¡menudo oficial! -dijo Günther en voz más alta-. ¿A qué deshollinador, judío o payaso le has comprado esa camisa que llevas?

– ¡Cállate o habla en francés! -advirtió Eglofstein, pues había hecho entrar a dos dragones en la habitación para que secasen el suelo, que estaba mojado por la nieve fundida.

– ¿Qué quieres, que me perfume el pelo con eau de lavande, monsieur tiquismiquis? -rió Brockendorf-. ¿Qué quieres, que vaya a los bailes y a las recepciones a lamer las plantas de los pies a las mujeres, como haces tú?

– Tú, en cambio -le atacó Donop-, prefieres pasarte el día en algún tabernucho de pueblo, dejándote agasajar con cerveza por los gañanes.

– ¡Menudo oficial! -terció Günther.

– ¡Callaos! -exclamó Eglofstein, lanzando una mirada inquieta a los dragones que estaban limpiando la habitación-. ¿O es que queréis que vuestras rencillas vayan de boca en boca y acaben llegando a oídos del coronel?

– Esos no entienden el francés -replicó Günther, volviéndose enseguida a Brockendorf-. ¿Te acuerdas de cuando, en el «Judío peludo» de Darmstadt, te batías en duelo a la mode de los pilludos de la calle, o sea, a bastonazos y bofetadas? ¡Una vergüenza para el regimiento!

– Sí, sí, pero me regodeé en los brazos de tu adorada, te guste o no, chaval -dijo Brockendorf, muy satisfecho de sí mismo-. No pongas esa cara; la noche de la Candelaria la pasé acostado con ella, mientras tú estabas abajo andando por la nieve y tirando piedrecitas a los cristales.

– ¡Con alguna furcia, con alguna pelandusca, en cualquier cuchitril sí que estarías acostado, pero no con ella! -rugió Günther, enfurecido.

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