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– ¡Brockendorf! -exclamó el capitán Eglofstein, frunciendo el ceño-. ¡Que el diablo te lleve! Creo que era yo el que estaba debajo de la ventana, y no Günther.

Pero Brockendorf no estaba para escucharle.

– Tirabas piedrecitas a la ventana, te oímos muy bien. Y al volver a la cama, voy y le digo: «Oye, está Günther ahí abajo». Y ella apoya la cara en las manos y se ríe: «¡Ese crío!», dijo riéndose, «¡ese crío es tan torpe!, cuando está conmigo nunca sabe qué hacer con las manos y los pies».

La voz de Brockendorf era ronca; cuando hablaba, parecía el chirriar de las ruedas de un carro al pasar por un puente. Sin embargo, mientras le escuchábamos nuestra ira desapareció; lo mirábamos a él y oíamos, a través de su sucia boca, el eco lejano de la risa de Françoise-Marie.

– Cuando vi la sombra en los cristales de la ventana pensé que sería el coronel, que estaba en casa -dijo Eglofstein, inclinando la cabeza-. Si hubiera sabido que eras tú, Brockendorf, por mi alma que habría subido y te habría tirado a la nieve por la ventana. Pero eso ya es cosa pasada; el amor, como la fiebre más abrasadora, acaba apagándose.

Pero Brockendorf aún no había acabado con Günther.

– ¡Cuánto se reía! -gritó-. Cuántas veces decía: «Ese tontuelo, ese crío quiere que yo vaya a su habitación. ¿Y sabes dónde vive? En el fondo del patio, encima del gallinero y debajo del palomar. ¡Allí quiere que vaya!».

Eran las palabras mordaces con las que Françoise-Marie nos escarnecía, pero ninguno de nosotros sintió ira; allí estábamos, escuchando, y nos parecía oír otra vez a la amada muerta hablándonos por boca de un borracho.

– Hermanos, me sabe mal que le quitáramos su mujer al coronel -dijo en voz baja Donop, que con el vino siempre se ponía melancólico y filosófico.

– Sí, sí, hermano, claro. Tú le escribías cartas de amor llenas de citas de Cicerón; me hacía traducírselas cuando estábamos en la cama -rió Brockendorf.

– ¡No chilles tanto! Si esto llega a oídos del coronel, estamos perdidos -advirtió Donop, inquieto.

– Te ha dado la stridor dentium, ¿a que sí, hermano? Es una enfermedad muy mala, que moja los calzones. A mí me importan un comino todos los coroneles y los generales -gritó Brockendorf.

– Me sabe mal lo que hice -se quejó Donop-. Ahora estamos aquí juntos los cinco, y ¿qué nos queda de aquellos días? Nada más que asco, celos y odio.

Se cogió la cabeza con las manos y el vino empezó a filosofar por su boca.

– El mal y el bien, hermanos, son dos caballos distintos, cada uno anda a un paso diferente. Pero a veces me parece como si viera el puño que sujeta las riendas a los dos y ara con ellos esta tierra de labranza que es el mundo. ¿Cómo puedo llamarlo, a ese poder misterioso que nos hace a todos tan desdichados y nos convierte en sus bufones? ¿Debo llamarlo destino, azar, o eterna ley de las estrellas?

– Los españoles lo llamamos Dios -dijo de pronto una voz extraña desde un rincón del cuarto.

Nos levantamos de golpe y miramos a nuestro alrededor. Los dos dragones ya se habían ido, dejando las escobas apoyadas contra la pared. Pero el arriero español que había traído los bultos del capitán Salignac estaba acuclillado en el suelo en un rincón de la habitación, envuelto en su grosera capa parda y rezando el rosario. La luz de una tea iluminaba su rostro ancho, rojo y extraordinariamente feo; sus labios se movían incesantemente en la oración. A su lado, en el suelo, tenía extendido un mal pañuelo de algodón, con un trozo de pan y una cabeza de ajos.

Creo que en los primeros instantes nos sentimos más asombrados que asustados al comprobar que era el español quien, con sus sencillas palabras, se había mezclado en nuestra conversación. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de lo que había ocurrido.

Aquel hombre había descubierto nuestro secreto. Aquello que cada uno de nosotros había ocultado tan celosamente durante un año, es decir, que Françoise-Marie, la esposa del coronel, había sido su amante, había salido a la luz en aquel momento, y nos hallábamos a la merced de aquel extraño. Me pareció ver aparecer el rostro barbudo del coronel, desfigurado por la cólera y la pasión, muy cerca del mío. Me temblaban las rodillas y un escalofrío me recorrió la espalda. La hora del desastre, que habíamos temido durante todo un año, había llegado.

Nos quedamos callados, aterrorizados y perplejos durante largos minutos. Mi embriaguez había desaparecido; de repente me encontré sereno, como si no hubiese bebido una gota de vino; sólo me dolía la cabeza, y tenía el corazón lleno de angustiado desconsuelo. De afuera, del patio de la casa, me llegó el aullido de un perro, un lamento lejano y penoso. Y me pareció como si aquel aullido saliese de mi garganta, como si fuese mi propia voz, que en alguna parte, lejos de mí, sobre la nieve, se lamentase y sollozase en un horror sin límites.

Por fin, Eglofstein recobró la presencia de ánimo. Se puso rígido y, con la fusta en la mano, se dirigió al español con gesto amenazante.

– ¿Todavía estás aquí? ¿Qué haces ahí sentado escuchando?

– Estoy esperando, señor militar, como me han ordenado.

– ¿Entiendes el francés?

– ¡Unas pocas palabras solamente, señor! -balbució el español, asustado y confuso-. Mi mujer vino de Bayona a esta parte, y ella me ha enseñado alguna cosa, sacré chien me enseñó. Sacré matin, gaillard, petit gaillard, bon garçon, vive la nation. Eso es lo que sé.

– ¡Termina con tu letanía! -le gritó Günther-. Eres un espía, te has colado aquí para pescar algo.

– ¡No soy ningún espía! -protestó el arriero-. ¡Por la Madre de Dios! Lo único que he hecho ha sido indicarle el camino a ese oficial extranjero y cargar con sus bultos. Preguntad por mí al hermano recaudador de la Hermandad de los Barnabitas, preguntad al reverendo capellán de la ermita de Nuestra Señora por el tío Perico; los dos me conocen, preguntadles, señor militar.

– ¡Al infierno tus curas y tus sotanas! -exclamó Brockendorf-. ¡Y cierra el pico hasta que se te pregunte, espía!

El español enmudeció y escupió al suelo un bocado de pan y ajos mascados. Nos miró a uno tras otro con ojos intranquilos, pero no encontró más que gestos sombríos e implacables. En ninguno de nuestros rostros halló misericordia.

Nos reunimos, juntamos las cabezas por encima de la mesa y entre susurros celebramos un consejo de guerra. Los aullidos del perro se habían hecho más fuertes y venían ahora de más cerca.

– Tiene que irse. Tiene que salir inmediatamente de la ciudad -dijo Donop-. Si habla, estamos perdidos.

– No es posible -objeté yo-. Los centinelas tienen órdenes de no dejar salir a nadie por la puerta.

– No estaré tranquilo mientras este individuo ande por ahí y pueda ir pregonando lo que ha oído -susurró Donop.

– Tiene que morir; por más que dé la lata y se queje, tiene que morir; si no, mañana el regimiento entero sabrá con pelos y señales lo que hemos hablado aquí -dijo Günther en voz baja.

– Tiene que palmar, o la cosa se pondrá fea -afirmó Brockendorf.

– No tenemos motivo para un juicio sumario -dije yo-. No es un espía, no ha hecho nada, aparte de cargar con los bultos de Salignac.

– ¿Qué hacemos? -gimió Donop-. Hermano, presiento una desgracia. ¿Qué hacemos?

– No lo sé -dijo Eglofstein, encogiéndose de hombros. Lo único que sé, hermanos, es que estamos perdidos.

Mientras estábamos allí desesperados, sin saber qué hacer para salir con bien de aquello, la puerta se abrió de golpe y entró a grandes pasos el sargento Urban de los granaderos de Nassau. Llevaba un gran perro negro cogido del collar.

– ¡Mi capitán! -exclamó jadeante, pues le costaba un gran esfuerzo sujetar al perro, que se debatía como si estuviera rabioso-. Mi capitán, este perro no para de correr de aquí para allá, y no hay manera de ahuyentarlo. Rascaba en la puerta y quería entrar.

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