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Nos sentamos a beber y empezamos a maldecir a nuestros anfitriones españoles y los miserables alojamientos que nos daban. Donop se quejó de que en su cuarto no había ni estufa ni chimenea, y la ventana, en lugar de vidrios, tenía un trozo de papel empapado en aceite.

– Así no hay quien lea la Eneida -dijo suspirando.

– Las paredes rebosan de santos, pero en toda la ciudad no hay una cama limpia. En la cocina hay devocionarios a montones, pero todavía no he visto ni un jamón ni una salchicha -dijo Günther malhumorado.

– Con mi anfitrión no es posible tener una conversación razonable -contó Donop-. Está todo el día con el nombre de la Virgen en los labios, y cada vez que llego a casa me lo encuentro arrodillado delante de algún apóstol Santiago o algún santo Domingo.

– Pues dicen que los ciudadanos de La Bisbal ven con buenos ojos a los franceses -tercié yo-. Brinda, hermano. A tu salud.

– A la tuya, hermano. Dicen que en la ciudad se ocultan curas e insurgentes disfrazados.

– Insurgentes muy mansos que no disparan ni matan, y se conforman con despreciarnos -afirmó Günther.

– Seguro que mi anfitrión es uno de esos curas disfrazados -dijo Donop riendo en voz baja para sí-. Pues no conozco otro oficio que haga engordar tanto.

Me pasó su vaso vacío por encima de la mesa y se lo volví a llenar. Entretanto se abrió la puerta de un empujón, y, envuelto en una nube de copos de nieve impulsados por el viento hacia dentro de la habitación, entró taconeando el capitán Brockendorf.

Debía de haber estado bebiendo antes en algún otro lugar, porque la cara redonda, con aquella enorme cicatriz roja, brillaba como un perol de cobre recién bruñido. Llevaba el sombrero ladeado sobre la oreja izquierda, el bigote y la perilla embetunados y las gruesas trenzas negras colgando tiesas desde las sienes hasta el pecho.

– ¡Hola, Jochberg! ¿Lo has cogido ya? -me gritó.

– Aún no -respondí, sabiendo que se refería al marqués de Bolibar.

– El señor marqués se está haciendo esperar. El tiempo le resulta demasiado desagradable, teme que le estropee los zapatos.

Se inclinó sobre la mesa y acercó la nariz a las calabazas.

– ¿Qué hay dentro de estas pilas benditas por el dios Baco?

– Vino de Alicante, procedente de las bodegas del prelado.

– ¿Alicante? -exclamó Brockendorf gozoso-. Allons, es un vino digno de que hagamos el burro por su culpa.

Cuando Brockendorf decidía hacer el burro para tributar honores a un buen vino, se quitaba la guerrera, el chaleco y la camisa y sólo conservaba los calzones, las botas y la abundante pelambrera negra de su pecho. Dos viejas que pasaban por delante de nuestras ventanas se detuvieron y miraron llenas de asombro hacia el interior de la habitación. Se santiguaron, evidentemente con la duda de si tenían ante sí a un ser humano o a una bestia exótica.

Nos dedicamos a hacer honor al vino, y durante un rato no surgió conversación alguna, excepto: «¡Dios te dé larga vida, hermano!», o «¡Gracias, hermano!», o «¡A tu salud, hermano! ¡Brinda! ¡Proficiat!».

– ¡Lo que daría por estar ahora en Alemania, en la cama, con una Barbara o una Dorothea a mi lado! -soltó de pronto, con voz vinosa, el camarada Günther, que se había pasado el día persiguiendo a las españolas. Pero Brockendorf se rió de él y exclamó que por su parte, aquella noche prefería ser una grulla o una cigüeña, para que el vino tardara más en bajarle por la garganta. El vino empezaba a subírsenos a todos a la cabeza. Donop recitaba en voz alta versos de Horacio, y en medio del barullo entró en la habitación Eglofstein, el adjunto del coronel. Me incorporé de un salto y le di el parte.

– ¿Ninguna otra novedad, Jochberg? -me preguntó.

– Ninguna.

– ¿No ha pasado nadie por delante de la guardia de la puerta?

– Un prior de los benedictinos de Barcelona, que ha venido a La Bisbal a visitar a su hermana. El alcalde responde por él. También un boticario con su mujer y su hija, de paso hacia Bilbao. Tienen la documentación en perfecto orden, extendida por el cuartel general del general d'Hilliers.

– ¿Nadie más?

– Dos ciudadanos que han salido de la ciudad por la mañana para trabajar en sus viñedos. Llevaban pases, y los han exhibido a su regreso.

– Está bien. Gracias.

– ¡Eglofstein! ¡Brindo por ti! -exclamó Brockendorf, agitando su copa-. ¡A tu salud! ¡Vieja grulla, siéntate a mi lado!

Eglofstein miró al borracho y sonrió. Pero Donop, manteniendo aún la compostura, se dirigió hacia el capitán con dos copas de vino.

– Mi capitán, estamos aquí reunidos esta noche para esperar al marqués de Bolibar. Quedaos con nosotros para saludar al señor marqués, cuando aparezca, en nombre de los oficiales del regimiento.

– ¡Al diablo todos los condes y los marqueses, viva la igualdad! -rugió Brockendorf-. ¡Al infierno todos esos alfeñiques perfumados con coleta y chapeaux bas!

– Aún he de visitar a las patrullas y a la dotación encargada de vigilar los molinos y las tahonas. Pero ¡bueno!, que esperen -dijo Eglofstein, sentándose a continuación con nosotros.

– ¡Eglofstein! ¡Siéntate a mi lado! -gritó el borracho-. Te has vuelto orgulloso. Ya no te acuerdas de cuando íbamos los dos, en Prusia, recogiendo los granos de maíz del estiércol de los caballos para no morirnos de hambre.

El vino había despertado en él la ternura y la melancolía, y aquel hombre grande y fuerte apoyó la frente en los puños y se puso a sollozar:

– ¿Ya no te acuerdas? Bah, en este mundo no hay amistad que no esté corroída por los gusanos.

– Aún no se ha acabado la guerra, hermano -dijo Eglofstein-. Me temo que acabemos almorzando ortigas y hojas de árbol cocidas en agua con sal, como por aquel entonces en Küstrin.

– Y en cuanto la guerra se acabe -dijo Donop-, el Emperador en un abrir y cerrar de ojos empieza otra.

– Y así debe ser, hermano -exclamó Brockendorf, que de repente volvía a estar animado y alegre-. Ya no me queda dinero, y tengo que ganarme la Cruz de Honor.

Empezó a enumerar las batallas en las que había participado durante la campaña española: Zorzola, Almaraz, Talavera, Mesa de Ibor, y la escaramuza del arroyo Gaucha; pero, a pesar de que se ayudaba con los dedos de la mano, se perdía y tenía que volver a empezar. El calor dentro de la angosta habitación se había hecho insoportable. Donop abrió la ventana y el frío aire de la noche entró y nos refrescó la frente.

– Hay nieve en los tejados -dijo Donop en voz baja, y al oír esas palabras se nos enterneció a todos dolorosamente el corazón, pues nos hicieron evocar inviernos pasados, un invierno alemán. Nos levantamos y nos acercamos a la ventana y miramos los callejones oscuros a través de la danza de los copos de nieve. Sólo Brockendorf se quedó sentado, contando con los dedos.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein, volviéndose hacia la habitación-. ¿Cuántas millas hay de aquí a casa, a Dietkirchen?

– No lo sé -dijo Brockendorf, renunciando por fin a sus cuentas-. El cálculo nunca ha sido mi fuerte. Sólo he practicado el álgebra con posaderos y mozos de mesón.

Se puso en pie y se dirigió con paso vacilante hacia nosotros, a la ventana. La nieve había transformado extrañamente la ciudad española. De repente, la gente que andaba por las calles se nos antojó cotidiana y familiar. Un campesino caminaba a grandes pasos por la nieve, hacia la puerta de la iglesia, llevando en la mano un pequeño buey de cera. Dos viejas reñían ante el portal de una casa. Una criada salía por la puerta de un establo, con una linterna en una mano y un balde de leche en la otra.

– Era una noche como esta -dijo Donop de pronto-. Había un palmo de nieve en la calle. Hace un año. Yo había estado enfermo todo el día, y por la noche me había acostado y estaba leyendo las Geórgicas de Virgilio. En eso oigo unos pasos leves en la escalera. Y oigo llamar suavemente a la puerta de mi habitación. «¿Quién es?», pregunto, y otra vez: «¿Quién es?». «Soy yo, amigo mío», y entonces entró. Tenía el pelo rojo como las hojas de haya en otoño, hermanos. «¿Estáis enfermo, pobre amigo mío?», me preguntó, cariñosa y solícita. «Sí, estoy enfermo», exclamé, «y sólo vos, ángel hermoso, podéis curarme». Y salté de la cama y le besé las manos.

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