Pasé de mesa en mesa de modo casi instintivo, yendo a buscar las bebidas y los bocadillos y recogiendo los restos, trabajando tan duro como siempre, con esa terrible sonrisa cruzándome la cara. Hablé con veinte personas que conocía, la mayoría de las cuales tenían pensamientos tan inocentes como los de un niño. Casi todos los clientes pensaban en su trabajo, en tareas que habían de hacer en casa, o en algún pequeño problema que necesitaran solucionar, como llamar al servicio técnico de Sears para que les arreglasen el lavavajillas o limpiar la casa para la reunión del fin de semana.
Arlene estaba aliviada porque le hubiera venido la regla y Charlsie estaba inmersa en reflexiones de color rosa sobre su contribución a la inmortalidad, su nieto. Rogaba fervientemente por un embarazo fácil y un parto sano para su hija. Lafayette pensaba que trabajar conmigo se estaba convirtiendo en algo espeluznante. El agente de policía Kevin Pryor se preguntaba qué estaría haciendo su compañera Kenya durante su día libre. Él estaba ayudando a su madre a limpiar el cobertizo de las herramientas y cada minuto le resultaba odioso.
Escuché muchos comentarios, tanto en voz alta como mentales, sobre mi pelo y mi cutis, y sobre el vendaje de mi brazo. Parecía resultar más deseable ante muchos hombres y una mujer. Algunos de los chicos que habían participado en la expedición para quemar a los vampiros pensaban que ya no tenían ninguna posibilidad conmigo, debido a mis simpatías vampíricas, y lamentaban aquel acto impulsivo. Me apunté en el cerebro sus nombres; no iba a olvidar que podían haber matado a mi Bill, incluso aunque en aquel momento el resto de la comunidad vampírica quedase bastante abajo en mi lista de favoritos.
Andy Bellefleur y su hermana Portia comían juntos, algo que hacían al menos una vez a la semana. Portia era la versión femenina de Andy: mediana estatura, complexión recia y quijada y boca de gesto decidido. La similitud entre hermano y hermana favorecía más a Andy que a Portia. Tenía entendido que era una abogada muy competente; tal vez se la hubiera recomendado a Jason cuando estaba buscando ayuda legal, de no haber sido mujer… Y me preocupaba más por la protección de Portia que por la de él.
Aquel día la abogada se sentía deprimida en su interior porque, aunque tenía buenos estudios y ganaba bastante dinero, nunca tenía una cita. Esa era su preocupación íntima.
Por su parte, Andy se sentía disgustado por mi prolongada relación con Bill Compton, fascinado por la mejoría de mi aspecto e intrigado por cómo tendrían sexo los vampiros. También lamentaba tener que arrestar a Jason con toda probabilidad. Consideraba que las pruebas contra él no eran mucho más sólidas que las que había contra algunos otros hombres, pero Jason era el que parecía más asustado, lo que significaba que tenía algo que ocultar. Y además estaban los vídeos, en los que aparecía Jason manteniendo relaciones sexuales (y no precisamente al estilo tradicional) con Maudette y Dawn.
Me quedé mirándolo mientras procesaba sus pensamientos, lo que le hizo incomodarse. Él sí sabía de lo que era capaz.
– Sookie, ¿vas a traerme esa cerveza?-preguntó por último, mientras hacía un gesto con la mano en el aire para asegurarse de que le prestaba atención.
– Claro, Andy -respondí distraída, y saqué una de la nevera-. ¿Quieres más té, Portia?
– No, gracias, Sookie-dijo ella con educación, limpiándose los labios con un pañuelo de papel. Portia recordaba su época de instituto, donde hubiera vendido su alma por una cita con el guapísimo Jason Stackhouse. Se preguntaba qué habría hecho Jason ahora, si tendría algún pensamiento en la cabeza que pudiera interesarle. ¿Merecería aquel cuerpo el sacrificio de la compañía intelectual? Así que Portia no había visto las cintas, no sabía de su existencia. Andy estaba siendo un buen policía.
Traté de imaginarme a Portia con Jason, y no pude evitar sonreír. Sería toda una experiencia para ambos. Deseé, y no por primera vez, poder implantar ideas de igual modo que podía detectarlas.
Para cuando terminó mi turno, me había enterado de… nada. Excepto que los vídeos que había grabado mi hermano con tanta imprudencia contenían algo de bondage suave, lo que había llevado a Andy a pensar en las marcas de cuerdas en los cuellos de las víctimas.
Así que, en su conjunto, abrir mi mente para mi hermano había sido un ejercicio inútil. Todo lo que había oído solo servía para preocuparme más y no proporcionaba ninguna información adicional que pudiera ayudar a su causa.
Por la noche vendría gente distinta. Nunca había ido a Merlotte's por gusto, ¿debía ir aquella noche? ¿Qué pensaría Bill? Igual era mejor estar con él.
Me sentí sin amigos, no tenía a nadie con quien pudiera hablar de Bill, a nadie que lograra siquiera no quedarse medio asustado solo con verlo. ¿Cómo podía contarle a Arlene que estaba preocupada porque los colegas vampíricos de Bill eran aterradores y despiadados, y que uno de ellos me había mordido la noche pasada, había sangrado sobre mi boca y le habían atravesado con una estaca mientras lo tenía encima? No era la clase de problemas que Arlene estaba preparada para manejar.
No se me ocurrió nadie que lo estuviera. No pude recordar a ninguna chica que se citara con un vampiro y que no fuera una fanática indiscriminada, una colmillera que se liaría con cualquier chupasangres.
Para cuando terminó mi turno, mi aspecto físico mejorado ya no lograba darme confianza en mí misma. Me sentí como un bicho raro.
Paseé tranquila por mi hogar, me eché una pequeña siesta y regué las flores de la abuela. Hacia el anochecer comí algo tras calentarlo en el microondas. Vacilé hasta el último momento entre ir o no, y al final me puse una camisa roja y unos pantalones blancos, algunas joyas y salí de vuelta hacia Merlotte's.
Era muy extraño entrar como cliente. Sam estaba al fondo, detrás de la barra, y arqueó las cejas al reparar en mi llegada. Aquella noche trabajaban tres camareras a las que solo conocía de vista, y por la ventanilla de los platos vi que otro cocinero se encargaba de las hamburguesas. Jason estaba en la barra. Por auténtico milagro el taburete contiguo estaba vacío, y me senté en él. Se giró hacia mí con el rostro preparado para una nueva mujer: la boca entreabierta y sonriente, los ojos resplandecientes y bien abiertos. Cuando vio que era yo, su expresión experimentó un cambio cómico.
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí, Sookie? -me preguntó con voz indignada.
– Vaya, y yo que creía que no te alegrarías de verme – subrayé. Cuando Sam se detuvo delante de mí, le pedí un bourbon con Coca Cola, sin mirarlo a la cara-. He hecho lo que me pediste, y por ahora nada -susurré a mi hermano-. He venido esta noche para sondear a algunas personas más.
– Gracias, Sookie -dijo tras una larga pausa-. Supongo que no me di cuenta de lo que te pedía. Eh, ¿te has hecho algo en el pelo?
Incluso me pagó la bebida cuando Sam me la sirvió. No teníamos mucho de qué hablar, lo que de hecho fue positivo, ya que trataba de escuchar a los demás clientes. Había unos pocos forasteros, y los sondeé primero para ver si podían ser posibles sospechosos. Tuve que reconocer, reluctante, que no parecía probable. Uno pensaba con intensidad en todo lo que echaba de menos a su esposa, y el trasfondo indicaba que le era fiel. Otro consideraba que era la primera vez que venía al bar y que la bebida parecía buena, y otro se limitaba a concentrarse en permanecer derecho y confiar en ser capaz de conducir de vuelta al motel.
Tomé otra copa.
Jason y yo habíamos estado intercambiando conjeturas sobre a cuánto ascenderían las tarifas de los abogados cuando se resolviera la herencia de la abuela. Echó una mirada a la puerta y dijo:
– Oh, oh.
– ¿Qué ocurre? -pregunté, sin girarme todavía para ver lo que le había sorprendido.
– Hermanita, aquí está tu novio. Y no está solo.