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Jason me miró con intensidad. Era la primera vez que hablábamos abiertamente de mi discapacidad.

– ¿Cómo evitas volverte loca?-me preguntó, sacudiendo la cabeza asombrado. Estaba a punto de tratar de explicarle cómo mantengo mis protecciones, pero en ese momento Liz Barrett volvió a la mesa, con pintalabios fresco y emperifollada. Contemplé como Jason recobraba su personaje de Don Juan como quien se envuelve en un pesado abrigo, y lamenté no haber podido hablar más con él cuando tenía su verdadera personalidad.

Aquella noche, mientras los empleados nos preparábamos para salir, Arlene me pidió que le hiciera de canguro la noche siguiente. Las dos teníamos el día libre, y ella quería ir a Shreveport con Rene para ver una peli y cenar después.

– ¡Claro! -le dije-. Hace mucho que no me quedo con los niños.

De repente se le demudó el rostro y se giró un poco hacia mí. Abrió la boca pero se lo pensó dos veces antes de hablar, y entonces dijo:

– ¿Estará… eh… estará Bill allí?

– Sí, tenemos planeado ver una película. Iba a pasarme mañana por la mañana por el videoclub, pero cogeré algo que puedan ver los críos.-De repente me di cuenta de lo que quería decir-. Espera. ¿Quieres decir que no quieres dejarme a los niños si Bill va a estar allí?-Noté que cerraba los ojos hasta dejar solo unas rendijas y que mi tono de voz caía hasta su registro de mayor furia.

– Sookie -dijo con expresión de impotencia-, cariño, te quiero mucho. Pero no puedes entenderlo, no eres madre. No puedo dejar a mis hijos con un vampiro. No puedo.

– ¿Y no importa que yo también esté allí y que también quiera mucho a tus hijos? ¿Ni que Bill no haría daño a un niño ni en un millón de años?-Me colgué el bolso del hombro y salía grandes zancadas por la puerta trasera, dejando allí a Arlene con aspecto preocupado. ¡Se merecía sentirse mal, vaya que sí!

Para cuando llegué a la carretera rumbo a casa ya me encontraba algo más calmada, pero aún me irritaba. Me sentía preocupada por Jason, ofendida por Arlene y distante de modo casi permanente con Sam, que llevaba unos días actuando como si fuéramos simples conocidos. Pensé en ir a mi casa en vez de a la de Bill, y decidí que era buena idea.

Muestra de lo mucho que él se preocupaba por mí es que estuviera en mi puerta apenas quince minutos después de que me esperara frente a la suya.

– No has venido, y tampoco me has llamado -dijo en voz baja cuando abrí la puerta.

– Estoy de mal humor -respondí-, de muy malo.

Fue sabio y mantuvo las distancias.

– Siento haberte preocupado -dije tras un instante-, no volveré a hacerlo. -Me alejé de él en dirección a la cocina. Me siguió, o al menos supuse que lo hacía. Era tan silencioso que no podías estar segura hasta que mirabas.

Se recostó contra el marco de la puerta mientras yo permanecía en el centro del suelo de la cocina, preguntándome para qué había ido allí y notando que la oleada de furia me ahogaba. Empezaba a sentirme de nuevo harta de todo aquello. Tenía muchas ganas de tirar algo, de romper alguna cosa, pero no me habían educado para que ahora diera rienda suelta a impulsos destructivos como aquel. Lo contuve, cerrando con fuerza los párpados y apretando los puños.

– Voy a cavar un hoyo-dije, y salí por la puerta de atrás. Abrí la puerta del cobertizo, saqué la pala y me lancé a la parte posterior del jardín. Allí había una parcela de tierra en la que nunca había crecido nada, no sé por qué. Clavé la pala, empujé con el pie y saqué un buen trozo de tierra. Continué y el montón de tierra se hizo cada vez más alto, a la vez que más profundo el agujero.

– Tengo excelentes músculos en los brazos y los hombros dije, mientras descansaba apoyada en la pala y resollaba. Bill estaba sentado en una silla de jardín, mirando. No dijo ni una palabra.

Seguí cavando.

Al final, obtuve un agujero realmente hermoso.

– ¿Vas a enterrar algo?-me preguntó cuando dedujo que había terminado.

– No. -Contemplé la cavidad en el suelo-. Voy a plantar un árbol.

– ¿De qué tipo?

– Una encina -dije sin pensarlo.

– ¿Y dónde vas a conseguir una?

– En el vivero. Iré esta semana.

– Tardan mucho en crecer.

– ¿Y a ti que más te da eso? -estallé. Volví a dejar la pala en el cobertizo y me apoyé en él, agotada de repente. Bill hizo gesto de recogerme-. Soy una mujer adulta -ladré-. Puedo entrar en casa por mi propio pie.

– ¿Te he hecho algo? -preguntó Bill. Había muy poco amor en su voz, y logró pararme en seco. Ya me había auto compadecido bastante.

– Mis disculpas -dije-, de nuevo.

– ¿Qué te ha puesto tan furiosa?

No podía contarle lo de Arlene.

– Bill, ¿qué haces cuando te pones furioso?

– Hago pedazos un árbol. En ocasiones hiero a alguien.

Comparado con eso, cavar un agujero no parecía tan malo. Incluso podía considerarse constructivo. Pero todavía estaba tensa, solo que ahora se parecía más a un temblor sutil que a un aullido de alta frecuencia. Miré a mi alrededor incansable en busca de algo que hacer. Bill pareció interpretar correctamente los síntomas.

– Haz el amor -sugirió-. Haz el amor conmigo.

– No estoy del humor adecuado para el sexo.

– Deja que intente persuadirte.

Resultó que fue capaz.

Al menos sirvió para barrer el exceso de energía de la furia, pero aún quedó un residuo de tristeza que el sexo no podía curar. Arlene había herido mis sentimientos. Miré al vacío mientras Bill me hacía una trenza, un pasatiempo que en apariencia le resultaba relajante. De vez en cuando me sentía como si fuera su muñeca.

– Jason ha estado esta noche en el bar-le conté.

– ¿Qué quería?

A veces Bill era demasiado listo interpretando a las personas.

– Apeló a mis poderes mentales. Quería que sondeara las mentes de los hombres que vienen al bar hasta encontrar al asesino.

– Salvo por unas cuantas decenas de defectos, no es tan mala idea.

– ¿Tú crees?

– Tanto tu hermano como yo nos libraríamos de las sospechas si el asesino está entre rejas. Y tú estarías a salvo.

– Eso es verdad, pero no sé cómo abordarlo. Sería duro, doloroso y aburrido, tener que vadear toda esa información tratando de encontrar un pequeño detalle, un destello mental.

– No sería más doloroso ni duro que ser sospechoso de asesinato. Lo que ocurre es que te has acostumbrado a mantener tu don encerrado.

– ¿Eso piensas?-Comencé a girarme para mirarle a la cara, pero él me retuvo para poder acabar la trenza. Nunca había considerado que mantenerme fuera de las cabezas de los demás pudiera ser egoísta, pero en este caso tal vez lo fuera. Tendría que invadir mucha privacidad.

– Un detective- murmuré, tratando de verme bajo un enfoque más atrayente que el de una simple entrometida.

– Sookie -dijo Bill, y algo en su voz me obligó a prestarle atención-, Eric me ha pedido que vuelva a llevarte a Shreveport.

Tardé un segundo en recordar quién era Eric.

– Ah, ¿el enorme vampiro vikingo?

– El vampiro muy anciano-precisó Bill.

– ¿Quieres decir que te ha ordenado que me lleves?-No me gustaba nada cómo sonaba aquello. Yo estaba sentada en el borde de la cama, con Bill detrás de mí, y ahora sí que me giré para mirarle a la cara. Esta vez no me lo impidió. Lo observé, descubriendo algo en su expresión que me era desconocido-. Tienes que hacerlo- exclamé horrorizada. No podía imaginarme a nadie dándole una orden a Bill-. Pero cariño, no quiero ver a Eric.

Comprendí que eso no suponía ninguna diferencia.

– ¿Quién se cree que es, el capo de los vampiros?-pregunté furiosa e incrédula-. ¿Te ha hecho una oferta que no has podido rechazar?

– Es mayor que yo. Y lo que es más importante, es más fuerte.

– Nadie es más fuerte que tú-afirmé con tenacidad.

– Ojalá eso fuese cierto.

– ¿Así que es el jefe de la Región Vampírica Diez o algo así?

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