– Sí, lo comprendo -admitió, con un asentimiento de su cabellera llameante.
Cargamos las cajas en el coche de Arlene. Se ofreció amablemente a dejarlas en el centro de colectas de camino a casa, y yo acepté agradecida su propuesta. No quería que nadie me mirara con misericordia, sabiendo que entregaba las ropas, los zapatos y los camisones de la abuela. Cuando Arlene se marchaba la abracé y le di un beso en la mejilla, y ella se me quedó mirando. Eso estaba más allá de las limitaciones que había tenido nuestra amistad hasta aquel momento. Inclinó su cabeza hacia la mía y juntamos nuestras frentes con mucha suavidad.
– Muchacha alocada -me dijo, con voz emocionada-. Ven a vernos pronto. Lisa está deseando que vuelvas a hacerle de canguro.
– Dile que la tía Sookie le manda saludos, y también a Coby.
– Lo haré. -Arlene se metió sin prisas en el coche. Su roja melena formaba una masa ondulante encima de su cabeza, y todo su cuerpo hacía que el uniforme de camarera resultara muy prometedor.
Mis energías desaparecieron cuando el coche de Arlene se alejó dando botes por el camino de entrada, entre los árboles. Me sentí muy vieja, con un millón de años sobre los hombros, sola y solitaria. Era como me iba a sentir a partir de entonces.
No tenía hambre, pero el reloj indicaba que era la hora de comer. Fui hasta la cocina y saqué una de las fiambreras del frigorífico. Tenía ensalada de pavo y uvas, y me gustó, pero me la tomé en la mesa, comiéndola con un tenedor. La dejé y volví a meterla en la nevera, y fui al baño para darme la ducha que tanto necesitaba. Las esquinas de los cuartos de baño siempre tienen polvo, e incluso una ama de casa tan buena como mi abuela no había sido capaz de derrotar por completo al polvo.
La ducha me sentó de maravilla, el agua caliente pareció llevarse parte de mis penurias. Me puse champú en el pelo y me froté cada centímetro de piel, y de paso me afeité las piernas y las axilas. Después de salir de la bañera me depilé las cejas y me puse loción corporal, desodorante, un spray para desenredarme el pelo y casi cualquier cosa de la que pude echar mano. Con la melena cayéndome por la espalda en una cascada de mechones húmedos, me puse la camisa de dormir, blanca con la imagen de Piolín por delante, y cogí el peine. Me sentaría delante de la tele, para tener algo que mirar mientras me peinaba, que siempre es un proceso muy tedioso.
Mi pequeño brote de energía se extinguió, y me sentí casi alelada.
El timbre de la puerta sonó justo cuando me dirigía al salón con el peine en una mano y la toalla en otra. Eché un vistazo por la mirilla. Era Bill, que esperaba paciente en el porche. Lo hice pasar sin sentirme ni alegre ni triste por verlo.
Me recibió con cierta sorpresa: la camisa de dormir, el pelo húmedo, los pies descalzos. Nada de maquillaje.
– Adelante-dije.
– ¿Estás segura?
– Sí.
Y entró, mirando a su alrededor como hacía siempre.
– ¿Qué estabas haciendo?-me preguntó, contemplando el montón de cosas que había apartado tras pensar que los amigos de la abuela podían quererlas: por ejemplo, el Sr. Norris se sentiría entusiasmado por quedarse con la foto enmarcada de su madre y de la abuela juntas.
– Hoy he limpiado el dormitorio -respondí-, creo que me trasladaré a él. -No pude pensar nada más que decir. Se giró para estudiarme con detenimiento.
– Deja que te peine el pelo -dijo.
Asentí con indiferencia. Bill se sentó en el sofá de flores y me señaló la vieja otomana que había delante. Me senté obediente y él se inclinó un poco, rodeándome con sus muslos. Empezó por la coronilla y comenzó a deshacerme los nudos del pelo.
Como siempre, su silencio mental fue muy agradable. Para mí siempre era como introducir el primer pie en un estanque de fría agua tras haber dado una larga y dura caminata bajo un sol abrasador.
Y además, los largos dedos de Bill parecían ser muy hábiles con la enredada maraña de mi melena. Me senté con los ojos cerrados, relajándome poco a poco. Podía sentir hasta el menor movimiento de su cuerpo detrás de mí, mientras hacía moverse el peine. Creí que casi podía oír el latido de su corazón, y entonces me di cuenta de lo rara que era esa idea. Al fin y al cabo, su corazón no latía.
– Solía hacerle esto a mi hermana Sarah-murmuró suavemente, como si supiera lo relajada que estaba y no quisiera sacarme del ensueño-. Tenía el pelo más oscuro que tú, e incluso más largo. Nunca se lo cortó. Cuando éramos niños y nuestra madre estaba ocupada, me obligaba a encargarme del pelo de mi hermana.
– ¿Sarah era más joven que tú o mayor? -le pregunté con voz lenta y anestesiada.
– Era más joven. Tenía tres años menos que yo.
– ¿Tenías más hermanos o hermanas?
– Mi madre perdió dos en el parto-dijo con lentitud, como si apenas pudiera recordarlo-. Mi hermano Robert murió cuando él tenía doce años y yo once. Cogió unas fiebres que lo mataron. Ahora le pondrían penicilina y no le hubiera pasado nada, pero en aquel entonces no era posible. Sarah sobrevivió a la guerra, ella y mi madre, pero mi padre murió mientras yo estaba en el frente. Sufrió lo que después supe que era un infarto. Mi esposa estaba viviendo entonces con mi familia, y mis hijos…
– Oh, Bill -dije con tristeza, casi en un susurro, ante todo lo que había perdido.
– No te muevas, Sookie-respondió, y su voz había recobrado su serena claridad.
Siguió con su tarea, en silencio, durante un rato, hasta que pude notar que el peine recorría libremente mi cabellera. Recogió la toalla que yo había dejado en el brazo del sofá y comenzó a secarme el pelo, y mientras lo secaba pasó los dedos por él para darle consistencia.
– Mmmm-dije, y al oírme observé que mi voz ya no sonaba como la de alguien que está relajándose.
Sentí que sus fríos dedos apartaban el pelo de mi cuello y entonces noté sus labios justo en mi nuca. No podía moverme ni hablar. Solté al aliento con lentitud, tratando de no hacer ningún ruido. Sus labios avanzaron hasta la oreja, y me atrapó el lóbulo entre los dientes. Su lengua se adentró. Me rodeó con los brazos, cruzándolos sobre mi pecho, apretándome contra él.
Fue estupendo oír solo lo que decía su cuerpo, no esas quejas mentales tontas que solo servían para fastidiar momentos como aquel. Y su cuerpo me estaba diciendo algo muy sencillo.
Me levantó con tanta facilidad como yo daría la vuelta a un bebé. Me giró y quedé sobre su regazo, mirándolo, con una pierna a cada lado de su cuerpo. Pasé los brazos junto a su cuello y me incliné un poco para besarlo. Seguimos y seguimos, pero tras un rato Bill estableció un ritmo con la lengua, un ritmo que incluso alguien tan inexperto como yo podía identificar. La camisa de dormir se me subió hasta las caderas. Comencé a frotar sus músculos sin freno. Fue curioso, pero me vino a la memoria una sartén de caramelos que la abuela puso una vez en el horno para la receta de un dulce; pensé en aquella dulce masa derretida, dorada y caliente.
Se levantó, con mi cuerpo aún rodeando el suyo.
– ¿Dónde? -preguntó. Le señalé el antiguo cuarto de mi abuela. Me llevó tal como estábamos, con mis piernas rodeándolo y mi cabeza sobre su hombro, y me depositó sobre la cama recién hecha. Él siguió de pie junto a la cama, y bajo la luz de la luna, que se colaba por las ventanas sin cortinas, lo vi desvestirse, con rapidez y habilidad. Sentí un gran placer contemplándolo. Sabía que yo tenía que hacer lo mismo, pero aún me quedaba algo de timidez. A1 fin me deshice de la camisa de dormir y la lancé al suelo.
Lo contemplé. Nunca en toda mi vida había visto algo tan hermoso ni tan aterrador.
– Oh, Bill-dije ansiosa cuando él se colocó junto a mí en la cama-, no quiero defraudarte.
– Eso no es posible-susurró. Sus ojos repasaron mi cuerpo como si fuera un vaso de agua en medio de las dunas del desierto.
– No sé gran cosa -confesé, con voz apenas audible.