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– Pregúnteles a ellos mismos cuando la expedición sea disuelta. Tengo la convicción de que todo lo que ellos vieron fue un espejismo inculcado.

– ¿Con qué propósito?

– Con el propósito de turbar y asustar a la humanidad. Con el objeto de inculcarle a ésta la idea de la capacidad todopoderosa de la ciencia y de la técnica extraterrestre. En cierto grado, a mi me convencieron las palabras de Zernov en el Congreso, cuando dijo que todo ese superhipnotismo de los visitantes es una forma de contacto. Sí, pero debo agregar, que es un contacto entre colonizadores futuros y sus esclavos.

– ¿Y aquello que vieron el piloto y los paracaidistas les asustó y turbó?

– No creo. Esos muchachos son fuertes.

– ¿Concuerdan ellos con su criterio?

– Yo no le impongo mi criterio a nadie.

– Sabemos que el piloto vio Nueva York y que los rusos vieron Paris. Algunos creen que eso fue una copia real al estilo de Sand City. ¿Cuál es su opinión?

– Ya les he expuesto mi criterio al respecto. Por lo demás, el área de la llama azul no es tan grande como para construir en ella dos ciudades con las dimensiones de Nueva York y Paris.

COMENTARIOS DE ZERNOV: "El almirante tergiversa los hechos. No es cuestión de construir, sino de reproducir las imágenes visuales que los seres cósmicos lograron grabar. Esto sería igual a un montaje fotográfico, donde una cosa se elige, se examina y luego se adapta a otras. Nuestros jóvenes y Martin tuvieron la suerte de ver aquel laboratorio de los visitantes: les dejaron entrar por la "trastienda".

Así transcurría el tiempo mientras corríamos por el camino a Umanak. Este era el camino más asombroso del mundo. Creo que ninguna máquina nuestra hubiera podido construir una superficie tan ideal. Sin embargo, pese a esa perfección del camino, nuestro vehículo todoterreno se detuvo, bien porque una de sus orugas se rompió, bien porque el motor se averió. Sólo sé que Vanó no nos explicó nada y farfulló: "Ya les advertí que tendríamos mucho trabajo con este aparato". Una hora después, cuando el segundo todoterreno y los trineos que lo acompañaban se habían perdido ya en el horizonte, nosotros seguíamos reparando el aparato. Nadie, sin embargo, acusó a Vanó de negligente, ni se lamentó. El único que se movía por el interior de la máquina era yo, molestando a todos mis compañeros. Irina escribía un artículo para la revista "Mujeres soviéticas". Anatoli trazaba sobre sus mapas ondulaciones -incomprensibles para mí- de las corrientes de aire, debidas a los cambios de temperatura. Zernov, como él afirmó, preparaba el material para su trabajo científico, quizás para su nueva tesis.

– ¿Estás preparando tu segunda tesis de doctorado? -le pregunté asombrado-. Pero, ¿para qué?

– No te asombres. Esta no es mi segunda tesis de doctorado, sino la tesis de candidato a doctor en ciencias.

Creí que bromeaba.

– Deja tus bromas -le dije.

Me miró con compasión, (profesores bondadosos se apiadan siempre de los imbéciles), y luego, con paciencia, respondió:

– Mi ciencia -aclaró él pacientemente- ha sido destruida por los sucesos actuales, y será muy larga la espera del futuro. Yo no viviré tantos años como para verlo.

Yo seguía sin comprenderle y le dije:

– Pero, ¿por qué eres tan pesimista, si dentro de algunos años, al repetirse el invierno, llegará de nuevo la nieve y con ella el hielo?

– El proceso de formación del hielo -me interrumpió- lo conoce cualquier escolar. A mí me interesa el hielo continental milenario. Dices tú que vendrán grandes fríos y se formará otro hielo. Sí, vendrán. Durante los últimos 500 mil años hubo, por lo menos, tres invasiones de hielo. La última ocurrió hace 20 mil años. ¿Quieres que yo espere la siguiente? ¿Y por dónde vendrá? No, amigo, no esperaré a que el eje de la Tierra se incline. Aquí no sirve andar con tretas, tendré que cambiar de profesión.

– ¿Y cuál elegirás?

Se rió:

– Trataré de no alejarme mucho de los "jinetes". Me dirás, quizás, que hay más material hipotético que experimental. Sí, así es; pero, como dicen los cibernéticos, se puede encontrar la solución casi óptima de casi todos los problemas -su mirada empezó a mostrar aburrimiento, porque aun los profesores más bondadosos se cansan de los "por qué"-. Sería mejor que salieras a caminar y filmaras algo. Tu profesión todavía se cotiza.

Salí de la máquina llevando conmigo la cámara, pero al pisar el suelo no encontré nada que pudiese ser de interés para la filmación, a excepción de los últimos pedazos de hielo sobre la tierra. Vanó soldaba la oruga rota. El haz de chispas blancas que despedía su aparato no me permitía molestarle. Miré hacia los lados y, de pronto, quedé intrigado: a la distancia de un kilómetro delante de nuestro vehículo y en medio del perfecto camino de hielo se veía algo grande de color rojo vivo, parecido a un mamut acostado, si los mamuts hubieran vivido aquí y, además, hubiesen tenido una piel tan roja. ¿O puede ser que el color rojo desde lejos adquiera este matiz por los reflejos del sol que cuelga en el horizonte? ¿O era esto simplemente un gran reno de color taheño?

El objeto me obligó a aproximarme a Vanó.

– Vanó, por favor, mira el camino.

El miró:

– ¿Qué debo mirar? ¿Aquella roca rojiza?

– No es rojiza, sino de un rojo vivo.

– Aquí todas las rocas son rojas.

– Sí, pero, ¿por qué ésta está en el medio del camino?

– No está en el medio, sino al lado del camino. Posiblemente cuando ellos cortaron el hielo la dejaron en ese lugar.

– Eso no puede ser, porque aquella vez que pasamos por este sitio esa roca no se encontraba allí.

Vanó la observó con más atención:

– Quizás tengas razón. Bien, cuando emprendamos la marcha, veremos lo que es.

A distancia, la roca parecía inmóvil y cuanto más la observaba tanto más me convencía de que su forma era más parecida a una roca que a un animal agazapado. En la escuela había aprendido que en Groenlandia no habitan animales grandes, y mucho menos, renos. ¿Cómo se alimentaría un reno en este glaciar continental que además había sido cortado por mitad?

Vanó, sin prestar atención ni a mí ni a la roca, continuó en su trabajo de soldadura. Decidí acercarme a la roca. Un magnetismo inefable me empujaba hacia ella. No acierto a explicar claramente qué era eso, pero me señalaba la roca y decía: "Ve y sabrás". Y eché a andar en dirección a ella. Al principio la roca o el animal agazapado no me traía a la memoria ninguna asociación con las cosas del pasado, pese a todos los esfuerzos que hacía por recordar mis días de antaño. Ocurre a veces que no podemos traer a la mente algo que nos es muy conocido, a pesar de todos los esfuerzos para recordarlo. Eso ocurría ahora conmigo.

Seguí caminando en su dirección y observándola con atención. ¿La recordaré o no la recordaré? ¿La reconoceré? Y, finalmente, cuando el animal alazán se hizo visible ante mis ojos noté que no era ni un animal ni una roca. La reconocí.

Ante mí, casi atravesando el camino, estaba nuestra "Jarkovchanka", el cruzanieves antártico. Y lo más asombroso y terrible de todo consistía en que éste era justamente el mismo cruzanieves, con el mismo vidrio delantero abollado y la misma soldadura en la oruga. Esta era la misma "Jarkovchanka" que utilizamos en la búsqueda de las "nubes" rosadas, la misma que cayó en la grieta y se duplicó luego ante mis ojos.

Por primera vez me aterré de verdad. ¿Qué es ésto, un hipnotismo o de nuevo la maldita realidad de ellos? Cuidadosamente, más bien cautelosamente, contorneé la máquina. Todo había sido reproducido con la misma exactitud estereotipada. El metal, era metal, la abolladura de la escotilla delantera era reciente, y el forro interior de la puerta -ahora semiabierta- sobresalía levemente por su borde inferior. Al notar la puerta semiabierta, pensé que caería de nuevo en la trampa y que haría otra vez el papel de conejillo de Indias. ¡Quién sabe lo que me esperaba! Yo podía, naturalmente, alejarme del lugar y regresar junto con mis compañeros (esto hubiera sido lo más razonable y menos peligroso); pero, de nuevo, la curiosidad venció al miedo. Anhelaba abrir la puerta, tocar con fruición el tirador, apretarlo fuertemente, oír su ruido metálico y entrar en el cruzanieves. Ya adivinaba lo que vería: mi cazadora en la percha, los esquíes en los sujetadores y el piso mojado por las botas de los compañeros. Crujiría, como de costumbre, la puerta interior semiabierta y el aire frío del cancel empezaría a colarse hacia la cabina.

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