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– ¡Síganme! -les grité a mis acompañantes y empujé la puerta del taller.

El candado y el letrerito seguían colgados en ella. Mi empujón no pudo abrirla. Luego el golpe que le di con mi hombro la estremeció haciéndola crujir, pero se mantuvo firme. Entonces Mitchell se lanzó contra ella con todo el cuerpo: la puerta se desplomó con estruendo sobre el piso.

Empero, detrás de ella no había nada. La puerta no conducía a ningún lugar. Ante nosotros se encontraba un alféizar oscuro, lleno de una masa densa y negra como el carbón. Al principio creí que ésta era simplemente la oscuridad de un portal carente de luz diurna y traté de avanzar, pero reboté: resultó ser algo elástico como el caucho. Lo podía ver ahora perfectamente: era algo negro y real, perceptible al tocarlo; daba la sensación de algo compacto y tenso, como la llanta de un automóvil inflada o como humo comprimido. Mitchell dio un salto de gato en dirección a la oscuridad, pero rebotó igualmente que una pelota. Este "algo" lo había lanzado hacia atrás. Quizás ni un proyectil de cañón lo habría podido penetrar. Yo llegué a la convicción de que toda la casa era parecida: sin apartamientos, sin gente y llena de la más completa oscuridad con la elasticidad del caucho.

– ¿Qué es esto? -preguntó Mitchell asustado. Noté que el temor de la mañana en la carretera había vuelto a su rostro. Pero yo no tenía tiempo para analizar las impresiones, y abandoné tal propósito. Nuestros perseguidores dejaron oír sus voces a corta distancia del lugar en que nos encontrábamos. Probablemente, ellos estaban ya bajo el arco. Entre nosotros y la sustancia densa y negra había un espacio estrecho de no más de un pie, formado por una oscuridad ordinaria, quizás de la misma clase, pero enrarecida hasta la concentración de la niebla o del gas. Esta era la niebla típica de Londres, en la cual no se puede ver a más de una yarda. Sumergí la mano en ella y desapareció como si hubiese sido cortada de un tajo. Me levanté, pegué mi cuerpo a la oscuridad prensada en el alféizar de la puerta y oí el susurro de Baker que preguntaba:

– ¿Dónde está usted?

La mano de Mitchell me encontró y, en el acto, él comprendió cómo podíamos salvarnos. Ambos introdujimos al viajante gordo en el alféizar y nos esforzamos en desvanecernos dentro de la oscuridad, haciendo presión hacia adentro para que el traicionero algo no nos rechazara de nuevo. La puerta del taller donde nos habíamos escondido estaba situada detrás de una mampostería de ladrillos. Los policías, que habían penetrado en el callejón, no nos podían ver. Pero hasta un idiota de nacimiento habría comprendido que nosotros no tuvimos tiempo para recorrer el callejón hasta el final y escondernos en la calle adyacente.

– Ellos están por aquí -llegó hasta nosotros la voz del sargento, traída por el viento-. ¡Prueba a todo lo largo de la pared!

Las ráfagas de los automáticos se sucedieron unas tras otras. Las balas no nos tocaban por la protección del saliente de la pared, pero silbaban y rechinaban al chocar contra los ladrillos. Los tres respirábamos pesadamente, transformados en ovillos sudorosos y con los nervios tensos: era una prueba difícil hasta para aquellos que poseyeran nervios de acero. Yo, temiendo que el gordo gritara, embargado por el terror, le puse mi mano en el cuello. "Si chista, le apretaré fuerte". Pero los disparos se alejaron hacia el lado opuesto del callejón. Los policías disparaban contra todas las entradas y nichos. Sin embargo, no se retiraban: poseían el instinto de un sabueso y la convicción canina de que la presa no se les iría. Conociendo a ese tipo de sabuesos, le susurré a Mitchell:

– ¡Dame tu pistola!

Yo no hubiera hecho esto en una ciudad normal con policías normales, en el caso de haberme encontrado en una situación similar; pero en esta ciudad embrujada todos los medios se justificaban. Tal fue la razón por la que mi mano, en la oscuridad, apretó firme y sin vacilación el juguete de Mitchell. Desde el saliente de la pared observé cautelosamente la posición de los policías, levanté la pistola, atrapé en la mira la jeta carrilluda del sargento y apreté el gatillo. El disparo retumbó secamente y vi claramente la cabeza del policía estremecerse por el impacto. Creí ver hasta el orificio exacto en el entrecejo de su cara; pero él no cayó, ni siquiera se tambaleó.

– ¡Los he encontrado! -gritó entusiasmado-. ¡Están detrás del saliente!

– ¿Fallaste? -inquirió apenado Mitchell. No le respondí. Tenía la plena convicción de que mi bala había penetrado en la frente del policía embrujado. No podía errar el blanco: había ganado premios en competiciones de tiro. Resultó que estos muñecos estaban a prueba de las balas; entonces, tratando de dominar el temblor de mis piernas, descargué sobre el sargento todo el cargador de la pistola. Yo hasta logré sentir físicamente penetrar las balas en el cuerpo detestable del brujo.

Pero, de nuevo, no sucedió nada. El ni siquiera las sintió y ni trató de escapar. ¿Tenía él acaso dentro de su cuerpo una goma similar a ésta que se encontraba a nuestro lado?

Tiré la pistola ya innecesaria y salí del escondite. Daba igual: el final era el mismo.

En ese momento notamos la transformación que adquiría el ambiente, transformación que hacía rato había empezado a ocurrir, pero a la que no prestábamos atención por el calor de la lucha. El aire se torno rosado, como si lo hubiesen coloreado con fucsina y luego se puso rojo. Recordé que, al disparar la última bala al sargento, apenas pude distinguir su rostro envuelto en el humo rosado; y cuando la pistola cayó de mis manos, maquinalmente le eché una mirada… pero no la vi, bajo mis pies quedó una jalea densa, en tanto que todo se llenaba de una niebla del mismo color. Ahora, las figuras de los policías vislumbrábanse como sombras purpúreas. La niebla adquirió una densidad mayor, hasta que llegó a tener una espesura tal, que ya no era una niebla, sino algo como una mezcla de papilla con mermelada de fresas. Sin embargo, no estorbaba nuestros movimientos ni oprimía la respiración.

Ignoro el tiempo que nos rodeó la niebla -tal vez un minuto, quizás media hora o una hora entera-; pero se desvaneció repentina e imperceptiblemente. Al desaparecer, ante nosotros surgió un cuadro completamente diferente. No había ni policías, ni casas, ni calles, sino solamente un desierto quemado por el sol y un cielo de nubes normales a grandes alturas. En lontananza, como cinta ahumada que se ennegreciera paulatinamente, prolongábase la carretera; y sobre la alambrada descansaba el coche desafortunado del agente comercial.

– ¿Qué fue esto? ¿Un sueño? -preguntó éste.

Su voz sonó ronca, no natural, como si la lengua no se le sometiera: así empieza hablar aquel que ha perdido temporalmente el habla.

– No, no fue un sueño -repuse, y le di unas palmadas tranquilizadoras en el hombro-. Quiero serle sincero, fue una realidad evidente y nosotros fuimos sus únicos testigos.

Pero no, nosotros no fuimos los únicos testigos. Hubo otro testigo que, estando fuera, observó el fenómeno. Lo encontramos posteriormente. Anduvimos durante quince minutos antes de llegar al motel. Era una construcción antigua, ennegrecida por el peso de los años, pero con un garaje moderno, hecho de hormigón prefabricado en combinación con aluminio y vidrio. Johnson, como siempre, se encontraba sentado en los peldaños de la escalera de piedra. Se levantó al vernos, embargado por una alegría no natural e incomprensible.

– ¿Don? -inquirió inseguro- ¿De dónde vienes?

– Del mismo infierno -repuse-. De su filial terrestre.

– ¿Estuviste en esa Sodoma? -preguntó casi aterrorizado.

– Sí, estuve allí -afirmé-. Te lo relataré todo, mas, antes tráenos algo frío para beber, si acaso no eres un espejismo.

No, él no era un espejismo, como tampoco lo era el whisky con hielo. ¡Y qué agradable era estar sentado en la escalera y escuchar el relato de cómo se veía la ciudad desde afuera!

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